El fantasma de Harlot (58 page)

Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El ochenta y cinco por ciento.

—Trata de aumentar la proporción.

—Sí, señor.

—Sam telefoneó desde Bad Hersfeld. El informe del viaje es de rutina. No hay nadie del BND siguiéndolo.

—Sí, señor.

—Ordené a Sam que hiciera un inventario de tu maletín.

—Por supuesto, señor.

—No encontró ninguna cinta. —Guardé silencio—. Dame una explicación.

—No tengo ninguna, señor. Debo de haberla perdido.

—Quédate en tu apartamento. Voy para allá.

—Sí, señor.

Apenas colgó, me senté. Un dolor punzante, agudo como una aguja infernal, me atravesó la uretra. Había tomado tanta penicilina por vía bucal que bastaba cualquier pensamiento desagradable para que sintiese náuseas. Estaba en un pozo de abatimiento, exactamente igual a esas profundas cavernas que las sombras oscuras de Berlín parecen proponer como destino final. Mi apartamento contribuía a empeorar mi estado de ánimo. Nunca había pasado mucho tiempo en él. Con la excepción de Dix Butler, apenas si me relacionaba con los compañeros con quienes compartía piso, pues invariablemente estábamos en el trabajo, o fuera divirtiéndonos, o durmiendo en nuestros cuartos separados. Conocía mejor el perfume de la crema de afeitar que usaban que sus voces. Después de tres horas de reconstruir la conversación entre Harvey y Gehlen ya no podía quedarme quieto en mi asiento. Empecé a explorar el apartamento y en veinte minutos supe más cosas sobre mis compañeros que en dos meses. Como no me he detenido a describirlos anteriormente, evitaré explayarme acerca de ellos ahora, excepto para decir que en cada uno de ellos existía una rara combinación de prolijidad y desaseo. Uno de ellos, Eliot Zeeler, que trabajaba en códigos, puntilloso de aspecto, tenía un cuarto totalmente desarreglado, con ropa interior sucia mezclada con sábanas y mantas y un montón de zapatos; otro había apilado cuidadosamente toda su basura en un rincón de su dormitorio formando una pirámide de cascaras secas de naranja, chándales, diarios, correspondencia sin abrir, tazas de café con marcas marrones, cajas de lavandería, botellas de cerveza, botellas de whisky, botellas de vino, una tostadora vieja, un bolso para transportar palos de golf y una almohada descosida. Este tipo, Roger Turner, era muy sociable; asistía, inmaculadamente vestido, a todas las reuniones sociales que ofrecían para nosotros en Berlín Oeste el Departamento de Estado, el Departamento de Defensa y la Compañía. Siempre que me cruzaba con él lo veía de esmoquin. Su cama, sin embargo, estaba tendida, los cristales de las ventanas limpios (lo que significaba que él mismo las limpiaba) y el conjunto del cuarto, a excepción de la pirámide de detritos en el rincón, inmaculado. Por su parte, el cuarto de Dix Butler estaba tan prolijo y cuidado como las habitaciones de un guardia marina. Me dije que le escribiría una carta a Kittredge contándole esto, pero pensar en ella hizo que recordase a Harlot, y en consecuencia a Harvey, mi presente y el lío en que estaba metido. No era extraño que estudiase el orden y el desorden de mis compañeros de piso: debía de estar buscando unas pautas para mí. Nunca antes me habían molestado tanto las dimensiones, dilapidadas y prósperas a la vez, de estas habitaciones grandes con sus puertas pesadas, dinteles macizos, molduras salientes en las ventanas y techos altos. La muerte de los pesados sueños de la clase media prusiana impregnaba las alfombras de colores desvaídos, las sillas con sus tapizados rotos, el largo sofá de la sala, de patas como garras, una de las cuales, desaparecida hacía tiempo, había sido remplazada por un ladrillo. Me pregunté si ninguno de los que allí vivíamos había contemplado aquella mancomunidad el tiempo suficiente para pensar en poner un cuadro o un póster. Llegó Harvey. Tenía una manera sólida de llamar a la puerta. Dos golpecitos rápidos, una pausa, luego dos golpecitos más. Entró examinando el ambiente como un perro policía que olfatea un nuevo alojamiento, luego se sentó en el sofá roto y sacó uno de los revólveres Colt de la pistolera izquierda. Se frotó la axila.

—Es la pistolera equivocada —dijo—. La que corresponde a esta arma está en la zapatería. La están cosiendo de nuevo.

—Dicen que usted es el que tiene más armas en toda la Compañía —comenté.

—Pueden besarme la petunia real —dijo él.

Levantó el revólver del lugar donde lo había puesto, a su lado sobre el sofá, lo abrió, hizo girar el cilindro, sacó las balas, las examinó una por una, las volvió a poner en las recámaras e hizo retroceder el gatillo para volver a girar el cilindro. Si se le hubiera resbalado el pulgar, el arma se habría disparado. Este ritual me sacó de mi depresión para llevarme a su adrenalina.

—¿Quiere una copa? —le pregunté.

Por toda respuesta dejó escapar un eructo.

—Veamos el manuscrito Gehlen. —Sacó un frasco del bolsillo superior de su chaqueta, bebió un trago, sin convidarme, volvió a guardarlo. Con un lapicero de tinta roja comenzó a corregir los errores de mi transcripción—. Para una conversación como ésta —dijo—, tengo una memoria fiel y exacta.

—Es una facultad —comenté.

—Has hecho un buen trabajo.

—Me alegra oírlo.

—Aun así, estás hundido hasta el cuello en un pantano de mierda de perro.

—No lo comprendo, jefe. ¿Tiene esto que ver con SM/CEBOLLA?

—La inteligente situación que ideaste es insostenible. Mi hombre del MI5 de Londres cree que el MI6 le ofreció una zanahoria, y que él se la comió. —Volvió a eructar y bebió otro trago de su frasco — . Eres un hijo de puta estúpido. ¿Cómo te metiste en todo esto?

—Jefe, repítamelo todo desde el principio. No puedo seguirlo.

—Estás insultando mi inteligencia. Eso es peor que la deslealtad. Debes tener respeto.

—Tengo respeto, mucho respeto.

—Ciertas tretas no pueden jugarse conmigo. ¿Sabes lo que necesitas para esta profesión?

—No, señor.

—Comprender las luces y las sombras. Cuando la luz cambia, la sombra debe adecuarse al cambio. Yo no hice más que cambiar las luces sobre Gehlen, pero la sombra no se movía correctamente. Casi, pero no del todo.

—¿Me lo puede explicar?

—Lo haré. Trabajas para quien no debes. Tienes potencial. Debías haber colaborado con el tío Bill, igual que Dix. Hace años que necesitaba un asistente confidencial. Podías haber sido tú. Ahora es imposible. ¿No te das cuenta, Hubbard, cuan obvio era para mí que alguien colateral a la situación inmediata tenía que haberle dicho a Gehlen que te permitiera permanecer en el cuarto? Gehlen trató de hacerte salir, pero sólo estaba simulando. La sombra no se adecuaba a la luz. ¿Crees que Gehlen permitiría que se dijesen esas cosas acerca del BND delante de un oficial menor de la Compañía? ¿Crees que un viejo zorro como Gehlen no iba a notar un fisgón en un novato como tú? Amigo, si yo realmente hubiera necesitado una grabación, habría puesto el fisgón en mi persona, escondiéndolo de manera tal que habría sido imposible detectarlo. Te lo puse a ti para ver si él decidía darse cuenta de que lo llevabas. No lo hizo.

—¿Acaso sugiere que estoy relacionado de alguna forma con Gehlen?

—Estás en alguna parte del plano del edificio.

—¿Por qué iba a pedir que me llevara a Pullach si estaba trabajando conmigo?

—Doble gambito, eso es todo. Hubbard, existe un momento en que hay que hablar. Para ti, se aproxima.

—Estoy perplejo —dije—. Creo que alguien está jugando, pero ni siquiera sé cuál es mi papel. No tengo nada que decir.

—Te daré algo para que digieras. Estás bajo vigilancia. No te atrevas a abandonar este apartamento. Tienes mi permiso para empezar a enloquecer tranquilamente aquí. Bebe todo lo que quieras. Llega al delirium tremens, y luego acude a mí. Entretanto, reza una plegaria. Todas las noches. Ruega que CATÉTER continúe siendo seguro. Porque si explota, habrá acusaciones para todo el mundo, y tú serás el candidato principal. Puedes terminar con tu esqueleto en un calabozo militar.

Se puso de pie, metió el revólver en la pistolera y se fue. Intenté tranquilizarme mediante la tarea de transcribir la cinta de la grabación de C. G.

Me llevó un par de horas. Apenas había terminado cuando llegó el primero de mis compañeros, de regreso del trabajo. Durante las dos horas siguientes no hicieron más que llegar e irse. Roger Turner estaba comprometido con una muchacha estadounidense que trabajaba para la división de General Motors en Berlín, y estaba excitado. Esta noche iba a conocer a los padres de la chica, que estaban de viaje por Europa. Se puso un traje gris a rayas. Iba a llevar a los padres a una fiesta en la Embajada danesa. Eliot Zeeler, deseoso de mejorar su alemán coloquial, se dirigía al pabellón de la UFA en el Kufu para ver
La vuelta al mundo en ochenta días
, que acababa de recibir un premio de la Academia de Hollywood. Según me aseguró Eliot, la copia llevaba subtítulos en alemán, de modo que le ofrecería una manera placentera de mejorar su capacidad coloquial. ¿Quería acompañarlo? No, aunque no le dije que no podía hacerlo. Mi otro compañero, Miles Gambetti, a quien veía raras veces, llamó por teléfono para preguntar si había algún mensaje para él. La vez que conversamos se describió a sí mismo como a un «tenedor de libros glorificado», pero Dix corrigió la descripción. «Es el contable que vigila como un perro policía a nuestros propietarios de Berlín. El KGB le echaría el ojo si supieran lo que hace.»

—¿Por qué?

—Porque cuando se descubre cómo se distribuye el dinero, se puede trazar un buen plano de situación. El KGB sabe con qué bancos operamos, conoce nuestras líneas aéreas, los grupos religiosos que apoyamos, las revistas, los diarios, las fundaciones culturales, probablemente hasta los periodistas que colaboran con nosotros, y tiene una idea de cuáles son los sindicalistas que hemos comprado. Pero ¿cuánto damos a cada uno? Eso demuestra la intención real. Si yo fuera el KGB, secuestraría a Miles.

Estaba pensado en esta conversación ahora que la noche se cernía sobre mí y estaba solo en mi apartamento. De hecho, curiosamente, me detuve en el comentario de Dix, y medité acerca del trabajo y las funciones de Miles Gambetti (un tipo neutro, ni apuesto ni feo, ni alto ni bajo) porque necesitaba tener un sentido de la envergadura de nuestras actividades, no sólo en Berlín sino también en Frankfurt, en Bonn, en Munich, en todas las bases del Ejército donde teníamos agentes disimulados, en todos los consulados de Alemania, en todas las corporaciones donde podíamos tener uno o dos hombres. Necesitaba captar el sentido de mi trabajo, deseando que fuera pequeño. Rogué que los poderes de exageración del jefe fueran iguales a su volumen, y que yo no fuese para él más que una basurilla pasajera en su ojo. De vuelta en mi apartamento, me sentí más solo que nunca.

Llegó Dix, que venía a cambiarse de ropa. Estaba por salir, y me invitó. Le expliqué que mi libertad de acción estaba restringida, y que debía permanecer allí. Silbó. Se mostró comprensivo, tan comprensivo que empecé a desconfiar de él. Era el hombre de Harvey, me obligué a recordar. Yo, que siempre había sido capaz de calcular mi lealtad y la de los miembros de mi familia con tanta precisión como una tabla de organización (de modo que no importaba si a uno le gustaba, o no, un primo en particular, pues, dependiendo de la relación preordenada, uno podía recibir, o dar, el grado de lealtad que fuese necesario), me sentía ahora tan separado del resto del mundo como una burbuja en un plato de sopa.

Sabía, también, que la lealtad era de poca importancia para Dix. Mañana podía entregarme, pero esta noche podía sentir compasión.

—Debes de haber metido la pata en grande —dijo— para ganarte un arresto domiciliario.

—¿Puedes mantenerlo en secreto?

—¿Cómo no? —Repitió las palabras con placer—. ¿Cómo no? —Debía de tratarse de una frase nueva, que sin duda habría aprendido de algún inglés borracho. Hacía un mes, había intercambiado frases ocurrentes con un coronel de Caballería ruso en el Balhaus Resi que apenas hablaba dos palabras de inglés. Todo lo que sabía decir era «¡Por supuesto! ¿Por qué no?» A Butler le encantó eso. Uno podía preguntarle cualquier cosa durante los dos días siguientes, que él siempre respondía lo mismo: «¿Ganaremos la guerra fría?» «¿Tomamos whisky irlandés con el café?» «¡Por supuesto! ¿Por qué no?» Ahora supe que durante la siguiente semana oiría «¿Cómo no?», si es que había una siguiente semana. Quizás ésta fuese la última semana para mí. Podía quedarme sin empleo. Vi los ojos de mi padre. Podría terminar en la cárcel. Vi el sombrero de mi madre los días de visita. Me sentía como un hombre a quien el médico acaba de informarle de que, una vez consideradas todas las probabilidades, el diagnóstico de su enfermedad es: incurable. Resulta imposible sustraerse a este veredicto. Uno puede hacer solitarios, charlar con alguien, oír música, pero la terrible noticia vuelve una y otra vez a azotar como granizo nuestro estado de ánimo.

Me aferré a los cinco minutos que Dix Butler estaría en el apartamento.

—Bien, ¿de qué se trata? —insistió.

—Lo he vuelto a pensar. No puedo decírtelo. Te lo contaré cuando haya pasado.

—Está bien —dijo—. Esperaré. Pero me pregunto... —Parecía listo para irse—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? ¿Quieres que traiga a Ingrid?

—No —respondí. Sonrió — . Si encuentras a Wolfgang convéncelo de que venga aquí.

—Dudoso.

—¿Lo intentarás?

—Ya que me lo pides, sí.

Tuve la impresión de que no lo intentaría.

—Hay algo más —dije. Sentía como si alguien que hubiese vivido mucho tiempo en ese espacioso apartamento hubiera muerto en él, y se hubiera tratado de una muerte lenta y dolorosa. Desde entonces, nadie en ese piso había logrado estar en paz—. Sí, hay algo más —repetí—. Mencionaste que me dejarías ver las cartas de Rosen.

—¿Por qué las quieres ahora?

Me encogí de hombros.

—Como diversión.

—Sí —dijo — . De acuerdo. De acuerdo. —Pero me di cuenta de que se resistía. Fue a su habitación, cerró la puerta, salió, echó la llave y me entregó un sobre grueso—. Léelas esta noche —dijo—, y cuando hayas terminado, desliza el sobre por debajo de la puerta.

—Las leeré en este cuarto —dije—, y si viene alguien poco conocido, es decir, alguien oficial, pasaré el sobre por debajo de tu puerta antes de contestar.

—Aprobado —dijo.

14

Estimado Dix:

Bien, pues aquí estoy, realizando una importante misión en el TSS, y allí estás tú, oficial número uno para el gran hombre de Berlín. ¡Enhorabuena! Al viejo grupo de adiestramiento PQ31 le va muy bien, aunque PQ podría ser la abreviatura de peculiar, lo cual se ajusta mucho a las características de mi actual trabajo. Dix, el procedimiento para esta carta y cualquier otra que te envíe es QDL (que, en caso de que lo hayas olvidado, significa Quémese Después de Leer). No sé si el trabajo en el TSS merece ser tan secreto y reservado como se nos dice aquí, pero éste es, sin lugar a dudas, un lugar especial. Sólo los genios pueden postularse; ¿cómo pudieron perderte? (Antes de que te enfades, reconoce que lo digo en serio.) El supervisor de todos nosotros es Hugh Montague, la vieja leyenda del OSS, un tipo extraño, frío y remoto como el Everest, y tan seguro de sí mismo como Dios. No puedo imaginarme qué pasaría si tuvieras que vértelas con él algún día. De todos modos, el TSS es sólo una parte de su heredad, palabra que te obsequio dado el amor que profesas por las palabras importantes. (Heredad, propiedad o dominio, en este caso, tierras pertenecientes al Señor, por las cuales no paga alquiler.) Montague, hasta donde puedo ver, no paga alquiler. Sólo responde a Dulles. En el Tope Sanctasanctórum (que es el verdadero significado de las siglas TSS), solemos tener opiniones poco respetuosas de la gente, pero en el caso de Montague todos estamos de acuerdo. A diferencia de muchos funcionarios de la Compañía, él no es un dedicado lameculos.

Other books

At Empire's Edge by William C. Dietz
Last Continent by Pratchett, Terry
Manta's Gift by Timothy Zahn
Playing Games by Jill Myles
Raven's Peak by Lincoln Cole
Abducted by Janice Cantore
How We Decide by Jonah Lehrer