Kittredge y yo, sin embargo, estuvimos una hora a solas. Fue exigencia de ella. El domingo por la mañana, al regresar de la misa de Pascua, como debíamos esperar una hora antes de que la cocinera sirviese el almuerzo, ella forzó la situación.
—Quiero que Harry me muestre la isla —le dijo a Hugh—. Estoy segura de que conoce hasta el último rincón.
Una falta de sincera aprobación revoloteaba en el aire. En una isla tan pequeña un guía era absolutamente innecesario.
Hugh asintió. Sonrió. Levantó la mano como un revólver, el pulgar en alto, el índice extendido. Sin palabras, disparó sobre mí.
—Mantén limpias esas fosas nasales, Herrick —dijo.
Kittredge y yo caminamos sobre la playa cubierta de algas y guijarros. La presencia invisible de Harlot nos seguía de cerca.
—Es terrible —dijo por fin Kittredge, y me tomó de la mano — . Lo adoro, pero es terrible. Es vil. Harry, ¿te gusta el sexo?
—Aborrecería pensar que no —respondí.
—Bien, así lo espero. Eres tan apuesto como Montgomery Clift, de modo que te debería gustar. A mí me gusta el sexo, y lo sé. Entre Hugh y yo, todo es sexo. Tenemos tan poco en común... Por eso es celoso. Su Omega está virtualmente desprovista de libido, y su Alfa está sobrecargada.
Yo aún no sabía que desde hacía cuatro años, cuando se le ocurrió la idea, estaba asociada con esos dos principados, Alfa y Omega. Estaba destinado a topar con aquellas palabras una y otra vez en los siguientes treinta años.
—Lo que empeora las cosas —dijo— es que todavía soy virgen. Creo que él también, aunque no dice nada concluyente al respecto.
El impacto que recibí fue doble, uno por esos hechos sorprendentes, y otro porque me lo hubiera dicho. Sin embargo, Kittredge se echó a reír.
—Tomo una píldora de Confesiones Verdaderas todas las noches —continuó — . ¿Eres virgen, Harry?
—Por desgracia, sí —respondí.
Se rió mucho.
—Yo no quiero seguir siéndolo —confesó — . Es absurdo. No es que Hugh y yo no conozcamos muy bien nuestros respectivos cuerpos. De hecho, los conocemos a la perfección. Nos desnudamos juntos siempre. Esa clase de verdad nos une. Pero él insiste en que hay que esperar al matrimonio para consumar la última etapa.
—Bien, os casaréis pronto, me imagino.
—En junio —dijo ella—. Se supone que este fin de semana debemos terminar de planificarlo todo, pero cuando papá y Hugh están juntos es desesperante. Peor que dos reliquias en un hogar de ancianos tratando de forzar la conversación acerca de sus respectivas dentaduras postizas.
Fue mi turno para reír. Reí tanto que, avergonzado, me senté. Ella se sentó a mi lado. Estábamos en el extremo sur de la isla, contemplando la bahía de Blue Hill bajo el frío sol de Pascua que brillaba sobre el remoto Atlántico.
—Hugh debe de ser la persona más complicada que he conocido —dijo—, pero este fin de semana se muestra ridículamente simple. Está furioso porque no podemos reunimos de noche. Papá insistió en ponerme en el cuarto contiguo al de mamá y él. De modo que Hugh está deshecho. Es escandalosamente priápico. Allá en Washington está encima de mí todo el tiempo. Espero que no te moleste oír todo esto, Harry. Tengo que decirlo.
—Sí —dije. No sabía a qué se refería. Los hechos parecían contradecirse—. ¿Cómo puede estar encima de ti si ambos sois vírgenes?
—Bien, hacemos lo que él llama «la solución italiana».
—Comprendo —aseguré, pero lo cierto es que no comprendía nada.
Luego sí, y fue físicamente doloroso darme cuenta de lo que ella le permitía hacer. Aunque no lograba concebir cómo podía relacionarse con su aspecto inocente.
—En realidad —dijo ella con el modo ligero de una estudiante de Radcliffe— me encanta. Ser virgen pero sentirse tan lasciva es una especie de perversión. Me ha permitido comprender el Renacimiento, Harry. Ahora entiendo cómo podían observar las formalidades católicas y al mismo tiempo vivir violando tantas cosas. No es la manera más insalubre de ser, te lo aseguro.
—¿Hablas de estas cosas con todo el mundo? —pregunté.
—Por Dios, no —respondió—. Tú eres especial.
—¿Cómo lo sabes? No me conoces.
—Me bastó con mirarte una vez. Antes de que termine todo, me dije, me confesaré ante este hombre. Sabes, Harry, te amo.
—Creo que a mí me ocurre lo mismo.
No tenía que fingir. El pensamiento de Hugh Montague, caliente como un sátiro sobre su espalda, me hirió de manera criminal. Bien podría haber sido yo el amante engañado. Odiaba el modo tan sencillo en que su confidencia había hecho blanco en el centro de mi ser.
—Por supuesto —dijo ella—, tú y yo jamás haremos nada al respecto. Somos primos, y seguiremos siéndolo. Amigos entrañables. En el peor de los casos, primos que se besan. —Me dio un ejemplo de lo que decía, en los labios. Un beso muy leve. Que penetró muy hondo. Su boca tenía el perfume de un pétalo al que acaban de separar de la flor. Nunca había sentido un aliento más puro. Ni lleno de tantas promesas. Era como abrir una gran novela y leer la primera oración.
Llamadme Ismael
.
—Algún día —dijo—, después de que Hugh y yo nos cansemos el uno del otro, quizá tú y yo tengamos una relación. Del tipo pasajero, para darle un aire de placer travieso.
—Primos que se besan —repetí con voz ronca.
—Sí. Sólo que ahora, Harry, necesito un buen amigo. Desesperadamente. Alguien a quien contarle todo.
—Yo soy incapaz de contarlo todo —le confesé, como si tuviera numerosas aventuras meticulosamente guardadas en secreto.
—Tú eres reservado. Por eso te saqué de la casa. Quiero hablar de tus capas fantasmagóricas.
—¿Es ésa una frase de tus teorías psicológicas?
—Sí.
—Mi padre me advirtió que eras genial. Allen Dulles lo dice.
—Pues no lo soy —dijo con petulancia, como si la estupidez de la suposición duplicara toda posibilidad de una gran soledad — . Tengo un cerebro que está maravillosamente vacío cuando no lo uso. Por eso permite que entren ciertos pensamientos que otras personas descartarían. ¿No crees que a menudo el cielo nos envía mensajes, lo mismo que las oscuras fuerzas inferiores hacen cosquillas a nuestros impulsos?
Asentí. No habría sabido cómo disentir. Aunque ella no buscaba una discusión. Por el modo en que varió el tono de su voz, me di cuenta de que quería explayarse.
—Siempre he hallado a Freud incompatible —dijo — . Fue un gran hombre que descubrió montones de cosas, pero no tenía más filosofía que un estoico. Y eso no basta. Los estoicos son buenos fontaneros. Los desagües se rompen y hay que taparse la nariz por el olor, y arreglarlos. Fin de la filosofía de Freud. Si las personas y la civilización no concuerdan (cosa que todos sabemos) bien, dice Freud, saca el mejor partido de una mala situación.
Era obvio que había expuesto esta tesis antes, posiblemente a causa de su trabajo, de modo que lo consideré una prueba de amistad el que deseara esbozarla para mí. Además, me gustaba oír su voz. Sentí que quería darme esa conferencia para que estuviéramos más cerca. Y experimenté una punzada de la mejor clase de amor. Era tan hermosa, y estaba tan sola... Con flores silvestres en el pelo, y zapatillas azules en los pies. Quería abrazarla, y así lo habría hecho de no ser porque presentía la sombra, prodigiosamente larga, de Hugh Montague.
—Filosóficamente hablando —prosiguió—, soy una dualista. No veo cómo alguien puede no serlo. Fue muy sencillo para Spinoza postular su Sustancia, esa cosa maravillosamente elusiva, metafísica y metafórica que empleaba para unir a todos los opuestos, y así declararse un monista. Pero yo creo que estaba abriendo un agujero en la corteza filosófica. Si Dios trata de decirnos algo, ese algo es que la idea que tenemos de Él, y del universo, es dual. El cielo y el infierno, Dios y el Diablo, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte, el día y la noche, caliente y frío, macho y hembra, amor y odio, libertad y esclavitud, conciencia y sueño, el actor y el público..., la lista puede ser interminable. Piénsalo, somos concebidos por el encuentro del esperma y el óvulo. En el primer instante de nuestra existencia, en el momento de nuestra creación, somos traídos a la vida por la unión de dos entes separados, totalmente diferentes. De inmediato, empezamos a desarrollarnos con un lado derecho y un lado izquierdo. Dos ojos, dos orejas, dos fosas nasales, dos labios, dos hileras de dientes, dos lóbulos cerebrales, dos pulmones, dos brazos, dos manos, dos piernas, dos pies.
—Una nariz —dije.
Ya lo había oído antes.
—La nariz es sólo un pedazo de carne que cubre dos túneles.
—Una lengua —dije.
—Que tiene una parte superior y otra inferior, totalmente distintas entre sí.
Sacó la lengua.
—Cinco dedos en cada mano.
—El pulgar está en oposición a los demás. El dedo gordo del pie solía estar en oposición al resto.
Nos echamos a reír.
—Dos testículos —dije—, pero un pene.
—Es el eslabón débil de mi teoría.
—Un ombligo —proseguí.
—Eres terrible —dijo—. Implacable.
—Una cabellera.
—Que divides en dos.
Me despeinó. Estuvimos a punto de volvernos a besar. Era delicioso flirtear con una prima tercera un par de años mayor.
—Trata de tomarlo con seriedad —me pidió — . En realidad, hay más evidencia de dualidad que de singularidad. Decidí dar el paso siguiente. ¿Qué sucede si no sólo hay dos fosas nasales, dos ojos, dos lóbulos, etcétera, sino también dos psiques, perfectamente equipadas y separadas? Van por la vida como hermanos siameses dentro de una misma persona. Todo lo que le ocurre a una, le ocurre a la otra. Si una se casa, la otra la acompaña. En lo demás, son diferentes. Pueden serlo apenas, como gemelos idénticos, o totalmente diferentes, como el bien y el mal. —Se interrumpió para buscar otro ejemplo—. O el optimismo y el pesimismo. Elegiré esto porque es más fácil para discutir. La mayor parte de las cosas que nos suceden tienen connotaciones optimistas y posibilidades pesimistas. Las llamo Alfa y Omega. Éstos son los dos nombres que les he dado a las dos psiques. Hay que darles un nombre, y A y Z resultan demasiado fríos, de modo que se llaman Alfa y Omega. Es pretencioso, pero una se acostumbra.
—Ibas a darme un ejemplo —le recordé.
—Sí. Muy bien. Digamos que Alfa tiende a ser optimista en la mayor parte de las situaciones, mientras que Omega se inclina hacia el pesimismo. Cada experiencia por la que pasan es interpretada por sensibilidades distintas, por decirlo así. Alfa elige lo que podría ser positivo en una situación específica; Omega anticipa que algo podría perderse. Ese modo dividido de percepción funciona en cada dualidad que escojas. El día y la noche, por ejemplo. Digamos que Omega es más propensa a las experiencias nocturnas que Alfa. No obstante, por la mañana Alfa es mejor para levantarse e ir a trabajar.
Como para probar la presencia de Alfa y Omega dentro de sí, desapareció su aire de intimidad, tan inocente y audaz a la vez, y apareció la pedantería. Habría que ganarse los dos lados de aquella mujer. También se me ocurrió que le estaba siendo bastante desleal a Hugh Montague, pero, qué diablos, podía tratarse de mi Omega.
—No entiendo —dije— por qué ambas deban reaccionar todo el tiempo de manera diferente.
—Recuerda —dijo, levantando el dedo como si fuese una maestra—, que Alfa y Omega se originan en criaturas separadas. Una, Alfa, desciende del espermatozoide; Omega, del óvulo.
—¿Estás diciendo que dentro de nosotros conviven una psique masculina y otra femenina?
—¿Por qué no? No hay nada mecánico en ello —dijo Kittredge —. El lado masculino puede estar lleno de las cualidades llamadas femeninas, mientras que Omega puede ser una mujer como un toro, tan viril y musculosa como un recolector de basura. —Cambió su expresión como si regresase su Alfa. ¿O era Omega?—. Dios quiere que seamos tan variados y facetados como un calidoscopio. Lo que conduce al punto siguiente. Hugh y yo estamos de acuerdo en esto. La guerra entre Dios y el Diablo se lleva a cabo en ambos entes psíquicos. Así debe ser. Los esquizofrénicos tienden a separar el bien del mal, pero en las personas más equilibradas, Dios y el Diablo pelean no sólo en Alfa, sino también en Omega.
—Al parecer, en tu sistema existe una capacidad inagotable para la lucha.
—Desde luego. ¿No concuerda eso con la naturaleza humana?
—Bien —dije—, pero aún no veo por qué el Creador deseó que existiera un diseño tan complicado.
—Porque quería darnos el libre albedrío —argumentó—. En esto también estamos de acuerdo Hugh y yo. El libre albedrío significa dar al Diablo la misma oportunidad.
—¿Cómo puedes saberlo? —pregunté.
—Es lo que pienso —dijo ella con sencillez—. ¿No te das cuenta? Tenemos una necesidad verdadera de dos psiques desarrolladas, cada una con su superyo, su yo y su ello. De esa manera, podemos sentir una tridimensionalidad, por así decirlo, en nuestra experiencia moral. Si Alfa y Omega son totalmente distintas, y créeme si te digo que a menudo lo son, pueden mirar el mismo suceso desde dos puntos de vista separados. Por eso tenemos dos ojos. Por el mismo motivo. Para poder calcular la distancia.
—Explícame esto —dije—. Cuando nuestros ojos se vuelven totalmente diferentes el uno del otro, necesitamos gafas. Si Alfa y Omega son tan distintas, ¿cómo puede funcionar una persona?
—Piensa en Hugh —dijo—. Su Alfa y su Omega deben de estar tan distantes la una de la otra como el Sol y la Luna. Los componentes Alfa y Omega de las grandes personas, los artistas y los hombres y mujeres extraordinarios son dramáticamente diferentes. Por supuesto, lo mismo le ocurre a los débiles mentales, los adictos y los psicóticos.
Algo en la seguridad con que hablaba hacía que me volviese insistente.
—¿Cómo explicas, entonces —pregunté—, la diferencia entre el artista y el psicótico?
—Por la cualidad de la comunicación interior, por supuesto. Si a pesar de ser Alfa y Omega increíblemente diferentes, pueden, al mismo tiempo, expresar recíprocamente sus necesidades y percepciones separadas, estamos ante una persona extraordinaria, capaz de encontrar soluciones excepcionales. Artistas, en especial. Cuando Alfa y Omega no se comunican entre sí, entonces uno u otro debe convertirse en el amo, o de lo contrario se produce un alto, una interrupción. De manera que el perdedor se convierte en el oprimido, y se produce una forma desesperadamente ineficaz de vivir.