WILLIE: ¿De modo que una cosa llevó a la otra?
MODENE: Basta.
WILLIE: ¿Por qué no me lo dices?
MODENE: No hay nada que decir.
WILLIE: ¿Qué hiciste toda la noche?
MODENE: Le encantan los clubes nocturnos. Cuanto más humo, mejor. Pide una canción y canta junto con el pianista. Sólo que Sam cambia la letra. Ya sabes: «Toma todo de mí. Tú y yo y todo de mí. Sólo apaga la luz y duérmete». ¡Pobre pianista! Tiene la voz ronca, como un claxon roto. No podía creerlo, pero me divertí.
WILLIE: ¿Se puso serio?
MODENE: Sí. Me habló de la muerte de su madre. Me pareció enternecedor. Ella le salvó la vida, ¿sabes? Cuando tenía cinco años, en los barrios pobres de Chicago, la madre oyó un coche que giraba en la esquina a toda velocidad, y Sam estaba allí, jugando junto a la alcantarilla. Su madre corrió hacia él y lo levantó en brazos, y el coche la atropello. Murió en el acto. Sentí pena por Sam. Después me contó acerca de su esposa. Estaba enferma del corazón, y su familia, aunque de inmigrantes italianos, debe de haberse encontrado un escalón o dos por encima de él, porque lo despreciaban. Para empeorar las cosas, estuvo preso por robar un automóvil. Cuando salió, él y su mujer eran tan pobres que vivían en un apartamento sin agua caliente y tan frío que se sentaban junto a la estufa abrazando a sus dos hijitas y tostaban mondas de naranja para comer algo dulce. Una de las niñas también tenía una afección al corazón. Todo muy conmovedor. Antes de conocer a Sam, su mujer había estado a punto de casarse, pero el novio murió joven. Ella siempre se lamentaba de esto. Pasó mucho tiempo antes de que Sam pudiera sentirse su verdadero esposo.
WILLIE: Es un hombre inteligente.
MODENE: ¿Por qué?
WILLIE: De ese modo te ha hecho saber que podría resignarse a la idea de Jack Kennedy.
MODENE: Dice que soy una mujer con clase.
WILLIE: Quizá tenga miedo de acercarse a ti. Debido a Frank Sinatra. ¿Qué ocurriría si no saliese bien parado con la comparación?
MODENE: Estás muy equivocada, Willie. Para empezar, Sam sabe que jamás le contaría nada a Frank. Y en segundo lugar, Sam sería otra clase de amante. Mucho más emotivo.
WILLIE: Lo siento, pero Sam me parece lúgubre.
MODENE: Pues no lo es. Puede hacer que te partas de risa. Me contó una historia acerca de Bobby Kennedy, cuando hace dos años se preparaba para llamarlo a declarar ante la comisión McClellan. ¿Te acuerdas de la comisión McClellan?
WILLIE: Sí. Investigaba el crimen.
MODENE: Bien, Sam se ocupó de que lo vistieran como la clase más barata de pistolero, ya sabes, con traje negro y camisa negra y corbata plateada. Cuando entró en el despacho de Kennedy, se puso de rodillas, acarició la moqueta y dijo: «Sería sensacional para una partida de dados». Entonces entró un abogado y Sam lo detuvo, le palpó la espalda y los muslos y dijo: «No se acerque al señor Kennedy. Si alguien mata a Bobby, me echarán la culpa a mí».
WILLIE: Supongo que es bastante gracioso.
MODENE: Absolutamente. Necesitaba un cambio de ambiente.
WILLIE: ¿Te molestaría mucho decirme qué tiene Tom de malo?
MODENE: Nada. No quiero hablar de Tom.
WILLIE: ¿Le contarás que viste a Sam?
MODENE: Por supuesto que no.
WILLIE: ¿Estás segura? Dijiste que cuanto más celoso se ponía, mejor era como amante.
MODENE: Ese tópico ya no existe.
Al día siguiente, recibí por circuito abierto un mensaje de VITAMINA en el que me pedía que lo llamase por el teléfono seguro.
—Esas muchachas están por todas partes, Harry —dijo Harlot—, pero resulta útil. He hecho algunas investigaciones, y ahora estoy seguro de que el señor Giancana es el rey de los mentirosos. Su madre nunca le salvó la vida. Fue su madrastra la que murió en un accidente de coche, pero para salvar al hermanastro menor de Sam, Charles. La madre verdadera había muerto hacía años, en circunstancias menos heroicas. Infección de útero.
—Sí, es un mentiroso.
De hecho, no podía creer en sus mentiras. Un hombre que es capaz de romperte las piernas no tiene por qué mentir acerca de su madre.
—Además —prosiguió Harlot—, Giancana no se comportó de esa manera en el despacho de Bobby Kennedy. Uno de mis hombres habló con uno de los integrantes de la comisión McClellan, y comprobó que el comediante fue un caballero llamado Joey Gallo. Sam no hizo más que apropiarse de la historia.
—Sí, un completo ladrón.
—¿Quién es el Tom al que se refiere la pequeña Barba Azul? No será nuestro amigo Field, ¿verdad?
—Sí, señor. Fue mi manera de comunicárselo.
—¿Me estás diciendo que le has clavado el anzuelo a la sirena?
—Sucedió no hace mucho.
—¿Por qué motivo todavía no has obtenido ningún material?
—Porque nuestra dama no es demasiado sincera, señor, y no quiero despertar sus sospechas.
—Bien, empieza de una vez, muchacho. Giancana puede estar utilizándola como correo para Kennedy. Trata de ser un buen Tom y averigua si la muchacha ha estado llevando mensajes.
—Lo intentaré —dije.
—Haz algo mejor que eso.
—Lo intentaré —repetí—. Necesitaré tiempo y suerte.
—Y un poco de acción —dijo, y colgó.
¿Cómo podía informarle a Harlot acerca de la relación? Modene nunca antes había tenido un orgasmo con un hombre. Eso me dijo, y la creí. ¿Era posible no creerla? ¡Qué forma de correrse! Ignoro si era el producto de la combinación de un padre alcohólico y una madre ambiciosa, pero ahora yo sabía por qué las mujeres me asombraban tanto. Algunas mujeres, Sally Porringer, entre ellas, me recordaban una maza derribando un muro, pero el orgasmo de Modene provenía de los dedos de las manos y los pies, de sus muslos y de su corazón, y podía jurar que en ese momento se combinaban la tierra y el océano en mi muchacha hermosa, atlética y torturada por sus uñas. Sentía que su cuerpo atravesaba el mío, de modo que le perdonaba sus mentiras. Cuando había perdido toda esperanza de sonsacarle una confesión mediante engaño, ardid, provocación o por la fuerza, ella, perversamente, me la brindó. Fue la primera de varias, y me recordó nuestro primer encuentro.
—¿Te acuerdas de Walter? —me preguntó un día.
—Sí.
—Me gustaría hablarte de él.
Tuve el buen tino de no decirle que prefería que me hablase de Jack. Me limité a asentir. Estábamos en la cama, y cómodos; podíamos hablar de pequeños horrores como si estuvieran al otro lado de una ventana.
—¿Sigues viendo a Walter? —pregunté.
Esperaba disfrutar de su respuesta negativa, pero, en cambio, dijo:
—Sí, lo veo algunas veces.
—¿Actualmente?
Asintió. No podía hablar. Me pregunté si sería por miedo a reírse al ver la expresión de mi rostro.
—Desde la última vez que vi a Jack en la convención —dijo finalmente.
—Pero, ¿por qué? —No quería hacer la siguiente pregunta, pero tuve que hacerla—. ¿Acaso no soy suficiente para ti?
—Lo eres. —Hizo una breve pausa—. Sólo que siempre debe haber dos hombres en mi vida.
Parecía contenta con este hecho, como si hubiera inventado una defensa contra todo desastre emocional.
—¿De modo que has estado viendo a Walter todo este tiempo?
—No, sólo unas pocas veces. Para poder sentir que había alguien más en mi vida. Eso me permite disfrutar más de ti.
—No sé si puedo soportarlo —dije.
—Bien, no podía ver a Jack. Hizo algo que no me gustó. ¿Te habría hecho más feliz que hubiera estado con Jack?
—Sí —respondí, y en ese instante supe por qué los celos son una emoción tan perversa; fortalecen nuestro ingenio—. Sí, habría preferido que vieras a Jack.
—Estás mintiendo —dijo.
—No. Al menos me podría comparar con alguien que vale la pena.
—Bien, quizá podamos hacer algo al respecto —dijo—. ¿Me estás invitando a que empiece de nuevo?
—No podrías hacerlo. Ignoro por qué rompiste con él, pero sí sé que tu orgullo está herido.
—Nunca podría acercarme a él —dijo—, a menos que me lo pidieran. A menos que hubiera alguna razón externa.
—En cuestiones de esta clase no hay razones externas —repliqué.
—Sí que las hay. Supón que un buen amigo te pide un gran favor. ¿Se lo harías?
—Estás hablando de una manera terriblemente abstracta —dije.
—Supón que este buen amigo quisiera que tú le pasaras un mensaje a alguien con quien ya no te ves.
—El que lo recibiese creería que has buscado una excusa para acercarte a él.
—Eso es verdad —dijo—, a menos que estuviera en contacto con la otra persona. —Bostezó dulcemente—. ¿No te gustaría hacer el amor?
Sus confesiones, al menos por esa noche, habían llegado al fin.
A la mañana siguiente le envié un mensaje a VAMPIRO-DESVÍO ESPECIAL. Decía:
IOTA y RAPUNZEL mantienen algún contacto a través de BARBA AZUL. Trataré de descubrir el contenido de sus comunicaciones. Anticipo obstáculos implícitos.
FIELD
La respuesta de Harlot fue:
Hace semanas que llevo la misma ropa vieja. Ya me he acostumbrado.
VIGILANTE
El domingo 25 de septiembre mi padre tomó en Washington el primer vuelo a Miami. Expectante, lo acompañé al Fontainebleau, donde había fijado su cita con Robert Maheu. Y si menciono mi actitud expectante, se debe a que Mahue era una leyenda en la Agencia. Dada nuestra compartimentalización, no se trataba de un hecho rutinario. Este ex agente del FBI, que ahora mantenía su propia agencia de detectives con Howard Hughes como cliente más conocido, era el poseedor de unas cuantas hazañas profesionales. A menudo había oído hablar de una misión monumental que había llevado a cabo en 1954 para Richard Nixon, quien por ese entonces trabajaba para un grupo petrolero estadounidense que esperaba dar un golpe multimillonario a expensas de Aristóteles Onassis.
Es posible que Maheu fuera más conocido entre nosotros por la película pornográfica que se decía que había hecho, en blanco y negro, con dos asistentes de su oficina, marido y mujer, que representaban, respectivamente, al mariscal Tito de Yugoslavia y su rubia amante de enormes pechos. La película fue filmada a instancias de él, bajo condiciones malísimas, y del resultado se extrajeron algunas fotos. Más tarde, cuando el producto se hizo circular por sectores cuidadosamente seleccionados de Europa con el propósito de desacreditar al mariscal, nadie pudo decir con certeza si el amante pornográfico era o no Josip Broz Tito.
Robert Maheu debía de ser el detective privado más elegante del país. Vestía un terno milrayas y una corbata con nudo Windsor. Parecía un banquero europeo.
—Dentro de unos instantes iré a charlar con nuestros nuevos amigos —dijo Maheu—. La noticia que he recibido de ellos es que Santos Trafficante estará presente.
—Dios mío —dijo Cal—. ¿Trafficante, el de Tampa?
—Lo trajo Sam. Dice que no puede hacer nada sin él. De los tres, Santos es quien tiene los mayores recursos en Cuba.
Mi padre asintió.
—¿Qué posibilidad hay de grabar la reunión?
—Señor Halifax, hace algunas semanas podría haberlo hecho.
Pero ahora, después de varios encuentros, he pasado a ser uno más de los muchachos. No digo esto para delimitar mi lealtad hacia ustedes, sino porque lo considero una cuestión práctica. No daría resultado. Giancana y Roselli revisan todo: tocan los bíceps, la espalda. De hecho, palpan a uno antes de darle la mano.
—¿Un maletín sería demasiado obvio? —preguntó Cal.
—Se cierran como ostras cuando ven uno. Debo ir limpio. Pero, como usted muy bien sabe, mi memoria está bien adiestrada. Puedo repetir lo más importante.
Quizá fuese así. Cuando dos horas más tarde regresó a la habitación de mi padre, fue para decirnos que Giancana ya estaba preparado.
—«Roben, en mis tiempos solía usar un par de nombres. Cassro es uno de ellos. Sam Cassro. Me hice llamar así antes de oír hablar de Castro», dijo. Roselli silbó, de asombro. «Debes de haber estado destinado para esto», le dijo. Dirigiéndose a mí, Giancana respondió: «Eso mismo he pensado yo. En el destino. Odio a Castro. Aborrezco a ese hijo de puta sifilítico y asesino. Estoy preparado para hacerlo, Robert». Hizo una pausa y me miró con astucia. Luego dijo: «Estoy preparado, excepto por una cuestión práctica. Tal vez el trabajo no sea necesario. El tipo de la barba está sifilítico. Lo sé de buena fuente. Le quedan seis meses de vida».
»En este punto intervino Trafficante —continuó Maheu—. Fue la primera vez que habló, pero debo decir que hasta Giancana lo escucha. «Castro tiene una visión de trescientos sesenta grados. Discúlpame, Sam, pero no creo que Fidel Castro tenga sífilis, pues su cerebro funciona muy bien», dijo. Giancana no estaba preparado para replicarle. Así que cambió de tema. Cogió un ejemplar del
Parade
donde aparecía una foto de él, de frente, sacada de un archivo policial, y dijo: «¿Podéis creer lo horrible que salgo en las fotos?». Roselli saltó al oír esto. «Una conspiración», dijo. Giancana se echó a reír, luego se puso de pie y hundiéndole a Roselli un dedo en el pecho, le dijo: «Tienen a un tipo en estas revistas, un gusano que cada vez que necesitan una foto mía revuelve entre las cincuenta que guardan en el archivo y cuando encuentra la peor, mea encima de ella. Aquí está la foto que buscamos, dicen, y la publican. Siempre la peor».
—Tienes una memoria fotográfica —dijo Cal.
—Prácticamente —dijo Maheu—. Me gusta esa parte de las reuniones con los muchachos. Son graciosos. Trafficante interviene en la conversación para decir: «Piensa en cómo impresionas a todos cuando por fin conocen a alguien apuesto como tú, Sam».
—Sí, debo admitir que es entretenido —dijo Cal—. Pero ¿qué hubo de importante?
—Muy poco. Estos tipos proceden de manera furtiva. Mantienen los negocios en una especie de nebulosa.
—Hemos fijado la fecha para finales de octubre o principios de noviembre, a más tardar.
—Muy bien. Ya han recibido el pequeño cargamento que discutimos. Me aseguran que siguen adelante. Sin embargo, se rehúsan a divulgar planes específicos. Se dijo algo de una joven que es la novia de un traficante de armas llamado Frank Fiorini, que ha trabajado activamente con el movimiento de exiliados cubanos. Al parecer, la muchacha mantuvo relaciones con Castro hace un año, y ahora el tal Fiorini está tratando de convencerla de que vuelva a La Habana, se meta en la cama con Fidel, y le eche unos polvos en el vaso de agua. Como segunda opción, confían en un restaurante donde Castro come a menudo, y cuyo jefe de camareros simpatiza con nosotros. Pero no hay nada definitivo ni satisfactorio. Dependemos de gente que puede ser confiable o no, según le venga en gana. No diré que se trata de una operación segura.