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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (56 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Se dirigió a la puerta del lavabo de hombres y se dispuso a montar guardia.

Me senté junto a C. G. en el asiento trasero y se me ocurrió que si la suerte es una corriente en los asuntos humanos, uno debe aprovechar cuando la marea es favorable. Me llevé la mano al bolsillo para activar el interruptor del fisgón.

—¿Bill se encuentra bien? —preguntó.

—Vendrá en unos minutos —respondí.

—Si la gente supiera cuánto trabaja, comprendería sus excentricidades —dijo. Tenía ganas de prevenirla para que no dijese nada, pues estaba ansioso por manipular cada una de sus palabras. La luz interior del último martini brillaba en mi horizonte moral.

—Supongo que nunca ha sido lo bastante comprendido —dije.

—Bill tiene mucho talento. Sólo que el Todopoderoso no lo ha dotado con el don de no hacerse de enemigos inútilmente.

—Imagino que debe de tener cantidad de ellos —dije.

—Puedes estar seguro.

—Es verdad —dije—. No —agregué—, no preguntaré nada.

—Puedes hacerlo. Confío en ti.

—Entonces, preguntaré —dije.

—Y si puedo responderé.

—¿Es verdad que a J. Edgar Hoover no le gustaba su marido?

—Yo diría que el señor Hoover no lo trató equitativamente.

—Porque Bill Harvey trabajó duro para el FBI. —Como ella no dijo nada, yo agregué—: Sé que lo hizo.

Su silencio tenía como fin controlar su indignación.

—Si no hubiera sido porque Bill hizo de nodriza de Elizabeth Bentley todos esos años —dijo C. G.—, jamás nadie se habría enterado de Alger Hiss o de Whittaker Chambers, de Harry Dexter White o de los Rosenberg. De todos ellos. Bill hizo mucho por desenmascarar a esa pandilla. Sin embargo, eso no contribuyó a que el señor Hoover simpatizara con él. A J. Edgar Hoover le gusta que sus mejores hombres sepan quién es el jefe. Su secretaria, la señorita Gandy, que por cierto no se diferencia de la voz del amo, es perfectamente capaz de enviar una carta de reprobación a un funcionario importante si a éste se le ocurre entrar en la oficina del director con una mota de polvo en los zapatos. Aun cuando se haya pasado diez días en el campo, te lo aseguro.

—¿Le pasó eso alguna vez al señor Harvey?

—No, pero sí a dos de sus amigos. Con Bill fue peor. Inhumano, diría yo. La Compañía no trata a la gente como lo hace el FBI.

—¿J. Edgar Hoover despidió al señor Harvey?

—No, no era posible despedir a Bill. Se lo respetaba demasiado como para poder hacer algo así. El señor Hoover quiso relegarlo, y Bill era muy orgulloso, de modo que renunció.

—No creo haber oído la historia.

—Bien, debes comprender que entonces Bill estaba deprimido.

—¿Cuándo fue esto?

—En el verano de 1947. Verás, Bill había trabajado muchísimo para penetrar en la red Bentley, aunque sin que se produjera un triunfo dramático, por así decirlo. Todo sucedería después, y Joe McCarthy se llevó el crédito, pero, entretanto, Bill trabajaba día y noche. Cosa que atribuyo a su profunda infelicidad con Libby, su mujer entonces. Se casaron demasiado jóvenes. Como debes de saber, Bill era hijo del mejor abogado de Danville, Indiana, y Libby era la hija del abogado más importante de Flemingsburg, Kentucky. Sólo sé lo que me cuenta Bill, pero, según él, ese matrimonio contribuyó de manera decisiva a su tormento.

—Sí —dije yo.

Empezaba a apreciar el comentario de Montague de que las personas reservadas, una vez que empiezan, no paran de hablar.

—Los problemas de Bill con el señor Hoover se remontan a una noche de julio de 1947. Bill fue con unos amigos del FBI a una fiesta sólo para hombres que se daba en Virginia, y tuvo que volver conduciendo el coche a medianoche, en medio de una tormenta terrible. Disminuyó la velocidad por un enorme charco de agua en el parque Rock Creek, y un vehículo que venía en dirección contraria pasó a toda velocidad. El coche de Bill recibió una verdadera catarata, y el motor se paró. Logró llegar al arcén, pero había agua por todas partes, y el pobre hombre estaba exhausto. De modo que se quedó dormido, apoyado sobre el volante. Era la primera vez que dormía en varias semanas. No se despertó hasta las diez de la mañana. Ningún coche patrulla lo molestó. ¿Por qué iban a hacerlo? Estaba correctamente estacionado. Cuando el coche estuvo en condiciones de ponerse en marcha, volvió a su casa. Pero era demasiado tarde. Libby ya había hablado al cuartel general del FBI para avisarles que el agente especial William K. Harvey había desaparecido. Estaba histérica, o asustada, o tal vez fuese una mujer malvada (yo no quiero juzgarla), pero el hecho es que insinuó que podía tratarse de un suicidio. «Bill ha estado tan deprimido», informó. Por supuesto, eso fue a parar a su ficha. Cuando Bill telefoneó poco después para avisar que estaba en su casa, sano y salvo, el FBI le dijo no, estás en problemas. Verás, el FBI espera que sus agentes siempre estén donde se pueda dar con ellos. Si te encuentras en algún lugar donde eso no es posible, debes hablar cada dos horas. Bill había perdido contacto durante nueve horas y media, y durante ese período el FBI suponía que podía ser llamado a su casa. Eso fue un punto en su contra. Luego existía la posibilidad de una situación embarazosa. ¿Y si un coche patrulla se hubiese detenido e interrogado a Bill? ¿Y si se lo hubieran llevado a la comisaría? El señor Hoover envió el peor de los informes: se aconseja un serio examen de la disponibilidad del agente especial Harvey a la luz de la denuncia de su mujer de que ha estado deprimido y malhumorado durante un período considerable de tiempo.

»Bill se atrevió a llevar la lucha más arriba. Éstas son las palabras exactas que escribió ante la investigación del FBI: "Mi preocupación es la preocupación lógica de un hombre que ha tratado íntimamente con el problema del comunismo desde 1945, como lo he hecho yo". El oficial de la oficina del señor Hoover que conducía la investigación tuvo que enviarle un memorándum al señor Hoover diciéndole que Bill siempre había sido calificado como Excelente, razón por la cual no debía tomarse ninguna medida administrativa. El señor Hoover le ordenó al oficial que escribiera otro informe. Éste decía: "El agente especial William K. Harvey debe ser transferido a Indianápolis para tareas generales".

—Cruel —dije yo.

—Eso a Bill le destrozó el corazón. Si la Agencia no lo hubiera invitado a ingresar en ella, creo que se habría desalentado completamente.

En ese momento el señor Harvey regresó con Sam. Ambos subieron al coche, y reiniciamos el viaje. Apagué el magnetófono.

12

Bill Harvey se quedó dormido en la autopista Nuremberg-Munich, y al amanecer tenía los ojos tan hinchados, que C. G. insistió en que fuéramos a un hotel en vez de reunimos con el general Gehlen para el desayuno. En el ascensor del hotel, el jefe hizo una mueca.

—Cerremos los ojos unos treinta minutos y después démonos una ducha.

Los treinta minutos se convirtieron en ciento treinta, luego en una hora más. Ya era mediodía cuando Harvey y yo llegamos a la oficina de Gehlen.

El general no se parecía en nada al recuerdo que yo tenía del doctor Schneider. La ausencia de la peluca blanca mostraba una frente alta, y el bigote había desaparecido. No aparentaba más de cincuenta años. Tenía los labios bien delineados, lo mismo que la larga nariz y la pequeña barbilla. Su escaso pelo estaba peinado hacia atrás. Sólo las orejas seguían siendo tan grandes como yo las recordaba, y continuaban dándole un aspecto de murciélago. Pero no tuve tiempo de preguntarme por qué el general Gehlen habría elegido ese disfraz en la casa junto al canal. Me señaló brevemente con el dedo.

—Encantado de volver a verlo —dijo.

Advertí que sus ojos azules eran totalmente diferentes. El izquierdo parecía lejano; el derecho era el de un fanático. Algo que antes no había notado.

—Caballeros —dijo Gehlen—. Lo primero, primero. ¿Cuenta el joven con la aprobación debida para todo nivel de seguridad?

—Fue usted quien lo invitó, ¿verdad? —dijo Harvey.

—Para cenar, quizá, para devolver la atención de una cena excelente, sí, pero no para que se alimente de todo lo que tengo para ofrecer.

—Pues se queda —dijo Harvey.

Ignoro si la fidelidad del jefe era hacia mí, o hacia el magnetófono.

—Así sea —dijo Gehlen—. Se quedará, a menos que usted considere que no es prudente, o que yo dé por terminado nuestro coloquio.

—Sí —dijo Harvey—, iremos paso por paso.

—Fumemos —dijo Gehlen.

Extrajo un paquete de Camel, sacó tres cigarrillos y los puso sobre el escritorio frente a Harvey.

—Querido Bill —dijo—, de estos tres clavos de ataúd, ¿cuál le parecería distinguible?

Harvey examinó el ofrecimiento.

—No puedo decirlo sin el laboratorio —dijo.

—¿Por qué —sugirió Gehlen— no enciende el de la izquierda? Dé dos caladas, y luego apáguelo.

—Es su juguete. ¿Por qué no lo hace usted?

—Bien, si no está con ánimo deportivo, deberé hacerlo yo.

El general encendió el cigarrillo, dio un par de caladas, lo apagó, y nos lo entregó.

Harvey quitó el papel cuidadosamente. En el interior había un mensaje. El jefe lo leyó, asintió, no demasiado impresionado, y me lo entregó.

Era una comunicación breve, escrita a máquina:

jefe base berlín a pullach

a discutir seguridad de catéter

—Buena suposición —dijo Harvey—, pero no es por eso que estoy aquí.

—Aun así, ¿podemos discutir CATÉTER?

Me miró. Harvey agitó la mano en mi dirección.

—Hubbard está aprobado.

—Entonces, supongo que tarde o temprano me informará el motivo de esta visita.

—Afirmativo.

—Oigamos ahora qué estoy haciendo tan mal.

—Ya me ha tomado el pelo durante bastante tiempo —dijo Harvey—. Ahora quiero que saque el culo de mi almohada.

De pronto, Gehlen dejó escapar una risa nerviosa, aflautada, que saltaba como un acróbata de trapecio en trapecio.

—Lo recordaré. Debo recordarlo. El inglés es un tesoro... ¿cómo se dice? un
trove
de comentarios groseros y vulgares que son...
bissig
¿no?

—Incisivos —dije yo.

—Ah, ¿habla alemán? —preguntó el general—. Usted debe de ser una
rara avis
entre sus compatriotas, que sólo están familiarizados
ein bisschen
con nuestra lengua.

—No confíe en ello — dijo Harvey.

—No lo haré. Me pondré en sus manos expresándome en inglés con mi media lengua.

—Que es prácticamente perfecta —dijo Harvey—. Vayamos al grano.

—Sí. Edúqueme, luego lo educaré yo a usted.

—Quizás estemos en el mismo lugar.


Zwei Herzen und ein Schlag
—dijo el general Gehlen.

—Dos corazones y un solo latido —dije con vacilación ante la mirada de Harvey.

—¿Podemos aceptar vuestras pérdidas en Alemania Oriental de los últimos seis meses? —preguntó Harvey.

—Creo que los valientes esfuerzos en alemán de nuestro joven amigo son encantadores, pero no estoy dispuesto a discutir delante de él material importante para el BND.

—¿De qué cree que hablamos en Berlín? —preguntó Harvey.

Yo no recordaba que el jefe Harvey discutiera acerca del BND conmigo, pero Gehlen se encogió de hombros como si se tratara de un hecho innegable aunque desagradable.

—Muy bien —dijo—, hemos tenido nuestras pérdidas. ¿Puedo recordárselo? Antes de que yo y mi Organización entráramos en acción, el noventa por ciento de las informaciones de los estadounidenses referidas a los soviéticos resultaban falsas.

—Su estadística se remonta a 1947. Estamos en 1956. Durante el último año, sus redes en el Este han sido devastadas.

—Esos estragos son más aparentes que reales —afirmó Gehlen—, La situación en Berlín tiende a confundir los cálculos. Admitimos que Berlín demuestra una interpenetración entre el BND y el SSD. Yo debería advertírselo, si usted no lo hiciera. La mezcla de información verdadera y falsa sería caótica —dijo alzando uno de sus delicados dedos— si poseyéramos mi experiencia en la tradición interpretativa.

—¿Pretende decirme que usted sabe leer lo que recibe, y yo no?

—No, señor. Estoy diciendo que Berlín es un ejemplo del uso y abuso del contraespionaje. Es una ciudad maligna en la que hay más agentes dobles que agentes. Siempre he sostenido que el doble espionaje es tan difícil como el
Kubismus
. ¿Qué planos ejercen tensión hacia afuera? ¿Cuáles hacia adentro?

—El cubismo —expliqué.

—Sí —dijo Harvey—, comprendo. —Tuvo un acceso de tos — . No es su manejo de los agentes dobles lo que me molesta —dijo con voz espesa—. Tenemos un dicho en la oficina: Si para manejar a un doble agente se necesita un experto, Gehlen ocupará a tres y los triplicará.

—Triplicarlos. Sí. Sí. Me gusta. Usted es un demonio a la hora de hacer cumplidos, señor Harvey.

Una vez más oí esa inspiración peculiar, mitad canturreo, mitad quejido, que había hecho el doctor Schneider cuando jugaba al ajedrez.

—No es su habilidad lo que cuestionamos —dijo Harvey—, sino la maldita situación. Ustedes tienen ahora un gran número de hombres del BND en Alemania Occidental que no pueden tocar ningún instrumento en el Este. Una gran orquesta sin partituras. De modo que sus muchachos se van a ver en problemas.

—¿Qué me está diciendo? —preguntó Gehlen.

—Le describo lo que veo. En Polonia el KGB les ha dado una paliza; en Checoslovaquia, están empantanados; y ahora el SSD los ha arrollado en Alemania Oriental.

Gehlen levantó una mano.

—No es verdad. Simplemente, no es verdad. Ustedes están terriblemente equivocados, y eso se debe a que escuchan con un oído y no con los dos. Si les quitan su CATÉTER se quedan sordos, ciegos y mudos. Como no tienen en Alemania un servicio propio de Inteligencia, contrataron a los ingleses para que construyeran CATÉTER. !A los ingleses, señor Harvey! Los ingleses, cuya presencia está actualmente tan debilitada que ni siquiera pueden darle un palmetazo en las manos al señor Philby.

—Dejemos a los británicos fuera de esto.

—¿Cómo es posible? La Inteligencia británica es un tamiz. El MI6 podría estar situado en Moscú. Sería más conveniente para todos. Y con respecto al MI5, bien, uno de estos días, cuando estemos absolutamente solos, le daré informes acerca de sus verdaderos amos. El MI5 no es tan sano como ellos dicen.

—¿Lo es usted? ¿Lo soy yo?

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