—¡Desplegamos! —Y las primeras columnas de infantes se dirigieron al vano abierto en la muralla como las mandíbulas de una bestia. El estrépito acompasado de sus armaduras sonó como una canción de guerra—. Buena suerte, perro del norte —dijo añadiendo un ademán de saludo al rojo caballero antes de iniciar el paso.
—Buena suerte, comandante.
Cuando la compañía de Lem cruzó la muralla se posicionó en su lugar donde pudo comprobar cómo el frente enemigo se organizaba para la inminente batalla. Eran más efectivos, pensó, pero poco podían hacer orcos y saurios contra la caballería imperial en carga abierta.
—¡Caballería en cuña! —se escuchó la cadena de mando repetir—. ¡Avance al paso! —Los caballos se pusieron en movimiento.
Frente a ellos la contienda se había desatado. Las lanzas imperiales barrían los enemigos como si estuviesen al rojo y aquellos sólo fuesen blanda manteca. La compañía de lanceros de Holfgan, la remesa imperial que aún disponía la ciudad, avanzaba al trote encabezando las tropas que salían de Tagar. Apenas a distancia de flecha se extendía la carnicería. La superioridad de los refuerzos imperiales parecía hacer innecesaria la presencia de las tropas civiles allí. Con todo, Holfgan dio orden de preparar las lanzas y los caballeros dispusieron la carga. Sólo instantes después, una orden hacía espolear a los caballos y la vanguardia del ejército de Tagar entraba en contacto con el enemigo desde el flanco de batalla.
Los alabarderos de Lem apenas si habían alcanzado el campo de batalla cuando las líneas enemigas se quebraron ante la descarga y echaron a correr en desbandaba hacia las lomas que anticipaban las montañas. Los mandos imperiales, embriagados con su demostración de fuerza hicieron que las trompas tocasen «
exterminio»
y las columnas de caballos emprendieron una persecución mortal. Lem hizo detener su compañía sobre las lomas cercanas. Con suerte ni siquiera combatirían. Prefirió reorganizar filas y aguardar como refresco una ayuda que se antojaba innecesaria.
La caballería enemiga parecía no tener valor de enfrentarse a las columnas de caballeros imperiales y galopaban hacia las lindes de los bosques cercanos protegiendo el escaso flanco en huída organizada de su ejército.
En la retirada, los orcos caían por docenas desmembrados por las espadas imperiales. Todo apuntaba a una limpia y rápida victoria. A no ser...
—¡El bosque! —La veteranía del herrero le advirtió de un peligro. Las tropas imperiales dejaban a un flanco la linde de un espeso bosque a los pies de las cordilleras. Los orcos parecían correr con demasiada coordinación.
Desde su atalaya natural el recio herrero fue testigo de como sus temores cobraban vida ante él. El sonido de los tambores volvió a superar al resto de sonidos de la contienda. Esta vez parecían no cientos, sino miles los tambores machacados. Los perseguidos, en número aún muy respetable, se volvieron en cuanto los sonidos malditos invadieron el gélido ambiente de aquella mañana. En aquel instante la arrogancia imperial supo que había caído en una trampa. La numerosa caballería imperial giró las riendas en redondo y se lanzaron entonces al galope rompiendo la formación. Todos los que acompañaban al herrero en aquella loma fueron testigos del horror. Desde las lindes del bosque salieron cientos de jinetes y carros de guerra que enmudecieron a los tambores con sus gritos de furia. Lem no necesitó presenciarlo para saber que las tropas aliadas apenas si tendrían una oportunidad ante una carga organizada desde el flanco y ordenó la retirada a sus hombres. Llevar hasta allí a la infantería sin la cobertura de los caballeros era un desperdicio inútil de vidas humanas. Al menos el sacrificio serviría para que ellos regresaran de nuevo a la protección de las murallas.
—¡Dioses, esto es el fin! —pensó mientras subía a las almenas, una vez que las tropas de refresco consiguieron entrar en la ciudad.
—¡¡Lem!! —le llamaron a pocos metros de él—. ¡Mirad esto! —El herrero se asomó por entre las almenas. El exterior se llenaba de armaduras negras y se tragaba en su oscura marea a los últimos valientes. Ante ellos el horizonte se cubría de enemigos. Sus blasones eran los únicos que se alzaban al viento y sus gargantas bramaban alaridos de guerra.
Lem tragó saliva.
Mientras, los tambores seguían sonando...
El Encuentro
[ 1 ]
«(...)Y así, habremos de ver, no nuestros ojos tristes
han de ser sin duda testigos otros ojos
quienes contemplen reunirse una vez más
aquellas mismas lanzas
forjadas en fraguas dispares por manos dispares
que ha tiempo juntas ya se vistiesen de sangre.
¡Que no han de ver quienes no estuvieren de ojos dispuestos!
y mucho temo hayan los ciegos de ser numerosos.
¡Que no han de creer quienes no estuvieren de fe dispuestos!
y muchos, a mi pesar y para gloria de la Sombra,
han de ser los incrédulos.
Y así, a pesar de las nieves del Invierno
Más aún del confín del espacio y las horas,
desde bosques desconocidos, se han de unir
junto con los designios
[ 2 ]
de los Dioses
en la encrucijada de los mundos
allende mil caminos
se hacen uno (...)
«Al principio en el Cosmos hubo Silencio...
Del Silencio surgió la Unidad. De la Unidad brotó la Diversidad...
La Diversidad creó el Conflicto y de él nació el Movimiento.
Y del Movimiento, la Vida».
COSMOGONÍAS CLERIANNAS, Volúmen I
PICOS DEL SAGRADO. 1.346 c.I.
Dos años antes de la
«Revolución de los Templos»
.
Las escarpaduras en las crestas de la montaña eran heridas abiertas en la piedra…
Aquel lugar parecía haber sido desgarrado por las zarpas de alguna bestia colosal. Las cimas de aquellas abruptas cordilleras seguían levantándose millares de metros hacia los cielos. El viento bramaba con una furia espeluznante levantando mareas de nieve.
Nieve, un océano de nieve frente a ellos que ocultaba la visión como una densa capa de niebla. Los jinetes cabalgaban a paso lento, encorvados y protegidos por capas y capas de pelaje que les abrigase del frío inhumano de aquellos recónditos parajes. Ante ellos, abriendo el paso, una nutrida fuerza de bárbaros del norte avanzaba a pie, en formación, con sus escudos por delante configurando una gruesa muralla de metal. Parecía que esperaran una carga de caballería en cualquier momento.
‘Rha vestía hábitos de monje de la diosa Kallah, aunque éstos desaparecieran bajo las pieles de oso que le protegían de las adversidades del clima. Tenía emblemas ocultos que le distinguían como Apotecario y por lo tanto, el rango más elevado del grupo de monjes que cabalgaban junto a él, gregarios de su Templo. Entre ellos y el grupo de mercenarios que habían contratado cabalgaba una criatura de aspecto inquietante. Su nombre era Sorom, jefe de aquella hueste a sueldo. Y a ‘Rha le removía las entrañas saber que su Orden le había concedido el mando de aquella expedición. Ojalá supiera por qué el Cónclave desperdiciaba sus arcas en pagar a semejante bestia para un trabajo tan delicado. Pensaba sin pudor que su fama resultaba inmerecida. La ardua ascensión estaba poniendo a prueba la reputación de aquella bestia.
—¡Sorom! —le llamó desde la distancia. El enorme félido se volvió desde su bestializada cabalgadura. Su dorada melena leonina estaba cubierta de escarcha pero su orgullo le llevaba a mostrarla sin la protección de la gruesa caperuza de piel de su larga capa—. ¿No crees que vamos demasiado lento?
El félido estaba cansado de las continuas quejas de aquel agrio monje. Hubiese querido replicarle como se merecía pero un sonido que se había vuelto habitual le llevó a agazaparse por puro instinto. Una vez más, un espeluznante silbido anunció la llegada de una nueva flecha. La compañía de bárbaros levantó los escudos en un acto reflejo pero no pudo evitar que aquel invisible venablo mordiese carne. Uno más de aquellos salvajes norteños quedó tendido, retorciéndose sobre la manta de nieve que machacaban a su paso mientras se teñía de sangre. Sus compañeros apenas si se dignaron en mirarle agonizar. Las filas le sortearon inclementes, pasando sobre él sin desviar su mirada. La muralla de escudos continuaba su paso, imperturbable. Sorom alzó la cabeza pasado el peligro y retomó la conversación con el monje.
—¡¿Más rápido, ‘Rha?! —le replicó con acritud —¿Con este tiempo y un arco silvanno sobre nuestras cabezas? Reza a esa diosa tuya todo lo que puedas por que mis hombres no decidan amotinarse o esas flechas tendrán menos gargantas para elegir.
‘Rha observó el cuerpo del último bárbaro víctima del oculto hostigador pasar a su lado y quedar abandonado en aquella agreste tierra. Le siguió con la mirada y le vio perderse entre la niebla cuando le dejaron atrás.
—Desde luego, Sorom. Tus hombres están resultando inestimables. —le gritó con evidente ironía—. Ten por seguro que no nos perderemos en estas cumbres. Basta que sigamos el reguero de muertos que vamos dejando por el camino.
Aquello acabó por exasperar al félido. De un enérgico golpe de bridas obligó a su corcel-diablo a volverse hacia el monje. Cuando estuvo a su altura le miró a los ojos con rabia.
—No tienes ni idea de a qué nos enfrentamos, viejo. Ni idea.
—Ese es tu trabajo, Sorom. Por eso estás aquí. Yo solo me limito a asegurarme de que el dinero que la Orden gasta en ti, se invierte bien.
—Pues entonces, muerde tu lengua venenosa y déjame trabajar—. Visiblemente irritado aquel mercenario retornó a su habitual posición mientras se dirigía a sus hombres—. ¿Quién tiene a la niña?
‘Rha no pudo evitar sentirse satisfecho. Disfrutaba de manera malsana sacando a aquella bestia de sus casillas. Aquél parecía hasta el momento el único aliciente de tan mortificante viaje.
Ariom apoyó su espalda contra el arisco muro de piedras que le servía de parapeto ante la ferocidad del viento. El cordel de su arco aún vibraba con un inapreciable zumbido, como cuerda de instrumento. Eran los indicios de haber tocado una nota de muerte momentos antes. Äriel llegó aquella posición apenas unos segundos después y se agazapó junto a él.
—Siguen avanzando. Nos faltará cordillera para escondernos de ellos —dijo la mujer.
—Antes nos faltarán flechas. Son demasiados y no se detendrán—. El elfo echó mano a su carcaj en cuyo interior bailaban sólo un puñado de saetas. Apenas si alcanzaban a una docena. Regresó sus ojos a ella—. El viento sopla en contra nuestra. Es muy difícil acertar en estas condiciones. Se echarán sobre nosotros antes de que agote mi última pluma.
Él era un elfo Silvänn
[ 3 ]
, de sangre purísima sin mezcla alguna. Orgullo de una estirpe. Un hijo del clan Alssârhy
[ 4 ]
de los bosques del Iss’Älshaäar. Ella vestía ropas de sacerdotisa. No eran hábitos comunes. Sus togas y telas se llenaban de pliegues y accesorios en un diseño fascinante y complicado, inevitablemente surgido de manos elfas. Ninguna otra raza de cuantas habitan este mundo es capaz de concebir prendas con esa mezcla escénica de grácil y proporcionada elegancia. Tampoco resultaba una sacerdotisa cualquiera. Como las runas que los paños de su capa repetían una y otra vez, el Dragón se dibujaba en su espalda. Aquellas marcas la hacían sierva de un culto extraño y misterioso, tan poderoso como lleno de mito. Uno de esos círculos sagrados y herméticos que inspiran tanto miedo como respeto.
—¡Malditos sean los Dioses, hermana! Rexor no debió separarse.
—Los Dioses no son responsables de nuestras decisiones, Asymm’Shar. Ni de las de Rexor. Ni de las mías.
Ariom miró a los ojos a aquella Virgen del Hergos. Sus iris malva brillaban con emotiva intensidad y contrastaban con el leve dorado de su piel. Su negra cabellera estaba salpicada de copos de nieve que Ariom se permitió la licencia de apartar en una caricia suave. Los ojos de aquel elfo quedaron prisioneros de la mirada ligeramente rasgada de aquella elfa que prendió su mano con delicadeza. Su belleza, sin duda, volvía indigna a la palabra que hubiese de describirla.
—Sé que estás aquí para cuidar de mí, Ariom —le confesó con ternura mientras apartaba su mano de sus cabellos—. Y que has hecho todo lo que estaba en tu mano por protegernos.
Esas palabras aliviaron por unos instantes el sentimiento de culpa del arquero. Su voz tenía la virtud de amansar a las fieras. De no ser así sería extraño que siguiese al lado de aquel salvaje mestizo al que había hecho padre sin saberlo y que los dioses sabrían dónde habría ido a dar con sus huesos mientras ellos estaban allí, tratando de evitar que aquella hueste alcanzara las cimas del Sagrado.
—¡Asymm Shar’! —gritó una voz ronca, como un rugido. Lograba superar con éxito la distancia que los separaban y venció en la profunda batalla contra el viento. Esa voz sacó del letargo a aquella pareja que se miró con extrañeza.
—Es Sorom —le reconoció ella. No olvidaría aquella voz por nada del mundo.
—Debe ser una trampa —dijo Ariom desconfiado—. No está en desventaja como para necesitar negociar.
—Sorom no es malvado. Sólo un oportunista—. Ariom evidenció su desacuerdo con un gesto de su cabeza.
—Nunca llegaré a entender por qué te empeñas en ver el lado bueno de todo el mundo —le confesó con cierta resignación—. Ese félido... después de lo que te ha hecho.
—¡Asymm Shar’! —insistió la voz.
—¡Te he oído, maldito bastardo! —gritó Ariom, aunque su voz no fuese tan potente como la de su adversario.
—Di a ese viejo fósil de Rexor que quiero proponerle un trato.
El elfo regresó la cabeza al abrigo de piedras donde esperaba su bella acompañante. Los ojos púrpura de Äriel, encendidos como el fuego, contemplaron al aguerrido explorador elfo por un instante.
—Cree que Rexor sigue con nosotros —se lamentó el arquero—. Quiere pactar con él. No me fío Äriel y tú no deberías fiarte tampoco.
—No debemos delatar aún su ausencia —sugirió ella —Rexor necesita tiempo para asegurar los sellos del Sagrado. Démoselo. Ya hemos visto que las flechas no los detienen. Quizá las palabras lo hagan.
Ariom volvió a hacer resurgir su rostro afilado por encima de la crestería natural que le escudaba del frío abrazo de las cumbres, recibiendo su helada caricia de nuevo.