—Ha sacado tus ojos, sin duda. —dijo aquel gigantesco félido refiriéndose al extraño color que pintaba los iris del bebé. La expresión amable en aquel rostro felino se deshizo enseguida cuando extrajo un enorme cuchillo de su cinto que colocó ante la inocente criatura—. ¡Sería una lástima que esta niña guardase marcas de este día, ¿no crees, Hermana?! —le rugió con furia a la hermosa elfa subiendo un grado la temperatura de aquella conversación. Ella se tensó en un incontrolado gesto de debilidad.
—¡No le hagas daño, Sorom, te lo ruego! —La amenaza surtía efecto. Aquel mercenario se encontraba aún en situación de poder—. Te conozco, no eres ningún asesino. Por favor.
—Entonces no me obligues a serlo, Äriel—. Sorom batió aquella escena con la mirada como buscando a alguien más—. Para empezar, di al Shar’Akkolôm que se muestre—. La hechicera dudó por un instante—. Sé que tiene una flecha preparada con mi nombre en alguna parte. Haz que salga. ¡¡Ahora!! —Y el filo de aquel cuchillo se acercó peligrosamente al rostro de la pequeña. Äriel le suplicó aterrorizada que no lo hiciera y el gesto del leónida se quedó en un amago. Incluso a ‘Rha empezaron a gustarle los métodos de aquel bastardo.
—Tú ganas, Sorom —se escuchó una voz masculina entre las cortinas de nieve, fuera de la vista. Todas las cabezas se volvieron en su dirección. Una nueva sombra. Un nuevo espectro. El cuerpo esbelto y enjuto de Ariom se dejó ver en otro punto alejado.
Caminaba con un paso ondulante y rítmico, de una teatralidad altiva y orgullosa. El paso, sin duda, de un elfo. A pesar de los cobertores de abultadas pieles, su armadura de escamas de dragón dejaba entrever el verde sinople de sus piezas entre sus pliegues. Sujeta a su espalda colgaba una colección de lanzas en un holgado carcaj. Sus variadas puntas de acero sobrepasaban ampliamente la silueta de su hombro como si fuesen el mástil de un galeón derrotado. Sobre ellas descansaba un espléndido escudo pavés de amplias formas. Eran las armas del Cazador. Aquellas con las que había forjado su leyenda. Sin embargo, no habían sido sus lanzas las que habían sembrado el terror en aquella veterana hueste de saqueadores.
El mortal arco reposaba adormitado entre sus dedos con una flecha recostada sobre la madera, abrumada por la talla exhaustiva y el ornamento que la decoraba. La emplumada base de la flecha abrazaba el cordel tensado con suavidad. Su punta mortal miraba hacia la nieve en un gesto inofensivo pero como queriendo advertir que podría crisparse y entrar en el fervor de la batalla en apenas un parpadeo. El resto reducido de sus flechas se alojaban en un nuevo carcaj anudado a su muslo.
—He aquí la flecha con tu nombre, bastardo —dijo apenas su silueta se hizo visible. Aquellos thorvos miraban el arco con un odio que no pretendía disimularse. Se habían estado escondiendo de la asesina punta durante largas horas. Cada flecha ausente de aquel menguado carcaj era un compatriota de menos en la formación.
—Bien. Eso está mejor. Hermosa reunión de viejos conocidos —ironizó el félido a la llegada del lancero—. Ahora sólo queda que aparezca el maestro de ceremonias, princesa. Di a Rexor que salga también ¿o seguirás permitiendo que ese viejo juegue con la vida de tu hija?
—Rexor no nos acompaña —se apresuró a confesar Ariom. Sorom se volvió hacia él con fingida condescendencia.
—¿Qué clase de advenedizo crees que soy, Cazador? Sé muy bien que Rexor os acompaña.
—Es la verdad, Sorom. Rexor no está. Nos separamos. Sólo Ariom y yo logramos llegar hasta aquí.
Aquella noticia pareció alcanzar al félido con la guardia al descubierto y no supo cómo reaccionar. Quedó un tanto descolocado, sujeto a una cadena de pensamientos interiores. De ser cierto, estaba perdiendo un tiempo precioso mientras el Guardián del Conocimiento quizá les llevase la delantera. Aquello le irritó. Había caído como un bobo en una vieja estratagema.
—¡¡Entonces, Hermana, hemos acabado esta charla!!
En un movimiento demasiado rápido como para reaccionar a tiempo, el arco de Ariom se tensó y aquella flecha apuntó sin piedad al félido.
—Ni un paso, Sorom. Ni se te ocurra—. Todos los presentes en la escena se tensaron y echaron mano a sus armas. Pero Sorom quedó clavado en el sitio—. Muévete y te atravesaré esa cabeza de bestia sin pestañear.
—¡¡Ariom, no!! —gritó la elfa tratando de interponerse.
—A mi manera, hermana—. Las pupilas cenicientas del Shar’Akkolôn tenían fijado el blanco.
—¿Me dispararás, Ariom? ¿Lo harás? ¿Con la niña en mis brazos? —Todos los hombres allí presentes esperaban el momento de actuar. Podía masticarse la adrenalina en las venas, bombeada por litros, retenida por unos músculos que estallarían a la primera provocación.
—¿Es una apuesta, Sorom? ¿Quieres apostar? Apuesto a que estarás muerto antes de caer de ese monstruo que cabalgas. ¿Qué dices tú?
‘Rha aprovechó para lanzar una mirada a sus hombres armados. Aquellos entendieron lo que sacerdote pretendía y volvieron a buscar sus arcos lentamente.
—Deja a mi hija, Sorom —suplicaba la hechicera—. Seré tu prisionera y el Shar’Akkolôm volverá por donde ha venido. Te doy mi palabra.
—Devuelve la niña a su madre, Sorom y vivirás para chantajear a alguien más—. Sorom dudó. Quizá...
Pero la chispa acabó por aparecer. La chispa que haría arder como una enloquecida pira toda aquella situación. Iba a ser una noticia que nadie, nadie esperaría.
—¡¡Anhk’Ahra!! ¡¡ Anhk’Ahraaaaaaa!!
Un grito de terror, como un aullido espeluznante. Uno de aquellos colosos volgos miraba al cielo y señalaba a las alturas con su brazo crispado. El rostro de aquel salvaje tatuado no dejaba lugar a dudas. Los thorvos se giraron con los ojos desorbitados casi como un solo hombre hacia el cielo del horizonte que se extendía más allá de las cimas inaccesibles que pisaban. El peor de sus augurios parecía haberse hecho realidad.
—¡Los Dioses nos amparen! —pensó Ariom para quien ese vocablo desconocido poseía un terrorífico sentido. Apartó un segundo la mirada por instinto. Cuando la regresó, aquella escena era un caos de hombres desmoralizados que habían roto filas y buscaban huir a la desesperada en todas direcciones.
Ariom trató de volver a buscar su presa antes de que fuese demasiado tarde, pero había demasiado movimiento. El blanco ya no era tan fácil. La monstruosa cabalgadura que montaba aquel leónida se levantó sobre sus cuartos traseros, victima de la histeria colectiva que se había adueñado de la escena. Ariom trató de afinar sus habilidades. De pronto...
Un silbido siniestro cruzó demasiado cerca de su cuello como para pasar inadvertido. El arquero movió su blanco y descubrió cómo uno de aquellos jinetes del Culto acababa de dispararle con el arco. Dos más lo hacían en aquel momento. Sin tiempo para pensar se echó al suelo. Aquellos dardos pasaron demasiado lejos de su cuerpo. Por fortuna aquellos soldados no disponían de su pericia. Rodó por la húmeda nieve y disparó a ciegas. La flecha impactó bajo el yelmo y atravesó la garganta haciendo que su víctima se desplomase desde el caballo para no levantarse más. Antes de que pudiera darse cuenta, un puñado de bárbaros se le venía encima.
—¡Aprisa ‘Rha, salgamos de aquí si le tienes aprecio a tu miserable vida! —ordenó desencajado el descomunal félido.
—¿Qué está ocurriendo? —el agrio monje estaba desconcertado igual que los lacayos que le servían.
—No querrás saberlo, viejo. ¡¡Tú!! —señaló a uno de aquellos bárbaros que aún mantenía la compostura. Sorom lanzó a la niña como si fuese un petate y aquel hombre del norte la recogió de puro milagro—. ¡Protege a esta niña con tu vida!
Las manos liberadas del leónida asieron las bridas de aquel monstruoso remedo de equino al que espoleó sin piedad.
—¡No esperaré a nadie, ‘Rha! —Y el Corcel-Diablo emprendió una fuga suicida hacia delante llevándose todo lo que pudiera encontrarse a su paso. ‘Rha y el resto de monjes no dudaron en emular al félido.
Äriel se lanzó inconscientemente tras del bárbaro que llevaba a su pequeña que pronto se fundió entre la marea de hombres que corría en todas direcciones, perdiéndose entre ellos. Ariom no tenía la menor intención de luchar con aquellos vándalos del Ycter. Su prioridad también era el bebé. Esquivó ataques con maestría y trató de colarse entre ellos mientras sacaba una de sus largas estacas que pronto encontró carne que morder. Extrajo los diez centímetros de acero que habían logrado atravesar las pieles y las protecciones de aquel coloso del Nevada interpuesto en su carrera. El hierro afloró bañado en sangre. Con un hábil y rápido movimiento esquivó aquél pesado cuerpo que batió la nieve como un roble sesgado por el hacha y siguió eludiendo hombres.
En un breve hueco desvió unos segundos la mirada de sus objetivos para volverse a las alturas. Una siniestra silueta alada recortaba sus monstruosas dimensiones en el cielo sobre él. Quizá aún hubiese tiempo. Poco, pero quizá lo suficiente.
Los corceles de los monjes se agitaban ante él a sólo unos metros de trayecto. Eran incapaces de reaccionar con claridad y obligaban a sus jinetes a dominar las riendas para evitar una caída mortal antes de poder precipitarse en una ciega y peligrosa cabalgada tras del félido.
Ariom atravesó la nieve con sus botas y se separó de sus hostigadores que pronto desistieron de continuar persiguiendo al esquivo elfo. Prefirieron ponerse en fuga en ausencia de su señor. Preparaba el ángulo y la posición desde la que impulsar la lanza cuando los animales iniciaron la carrera. Su objetivo no eran ellos sino la bestia que cabalgaba por delante. Se alejaba a gran velocidad. Sería un tiro muy complicado. Pero Ariom tenía una leyenda sobre sus hombros.
El enorme proyectil surcó el viento, poderoso, rasgándolo como un puñal que despedaza las telas vírgenes. Nadie intuyó siquiera aquella mortal saeta voladora. La estaca acerada ganaba metros. Su dedo de acero buscaba un corazón que traspasar...
Sin embargo, pasó rozando la espalda del félido. Tan cerca que atravesó la capa que ondeaba tras él para enterrarse inofensiva en la blanda nieve. Sorom volvió la vista al sentir el desgarro de las telas y comprobó lo cerca que le había rozado la muerte. Su formidable cabalgadura galopaba ya a la cabeza de una desesperada comitiva en fuga. Sus ojos de rasgada pupila hallaron al cazador elfo desolado, en pie sobre la nieve y en su rostro se dibujaba la máscara de la rabia. Había malgastado su mejor oportunidad y él seguía vivo.
Les dio por perdidos. Agarró otra asta y trató de encontrar al portador de la niña. Con fiereza se lanzó tras aquellos bárbaros en desbandada.
Äriel también se había mezclado entre los guerreros angustiada por haber perdido de vista su objetivo. En un momento de tregua se detuvo para barrer con la mirada la caótica escena. Casi no lo vio venir. Se le echó encima como una montaña enarbolando su pesada hacha de batalla. Aquel filo cruento tenía intención de partirla en dos. Se volvió a tiempo para interponer su báculo de dragón entre ella y el terrible mandoble. El bárbaro casi no pudo creerlo cuando vio cómo su formidable acero se quebraba estallando en pedazos como si fuese de cristal al impactar sobre el bastón de la hechicera. Su cabeza tatuada apenas si pudo encajar la desventaja. Difícilmente hubo tiempo. De un rápido giro, la palma abierta de aquella frágil mujer golpeó el pecho de esa montaña de músculo. El bárbaro salió despedido como si hubiese sido arrojado en catapulta. Se estrellaría decenas de metros atrás.
Al levantar la mirada Äriel se sintió rodeada de adversarios. La mayoría corrían, pero no fue consciente de ello y se sintió amenazada por todos los frentes. Ya estaba cansada de retener su poder. Su rostro pareció transformarse en una mueca de odio y sus brillantes iris malva se insuflaron de un brillo atormentado. Su voz se agravó mientras repetía el ensalmo de un hechizo como si una bestia habitase en su garganta. Pero la verdadera bestia estaba mucho más cerca de lo que suponía.
No supo qué la levantó del suelo interrumpiendo su poderoso conjuro. Solo aire. Una gran oleada. Algo de colosal envergadura que apareció de la nada alzando murallas de viento a su paso ensordecedor. Solo tuvo conciencia de salir despedida y caer duramente sobre la nieve golpeándose con violencia. Un rugido atronador, como si fuesen aquellas mismas montañas las que bramaban. Y un temblor. La tierra herida...
Aquellas montañas parecieron gemir cuando toneladas de carne y escamas irrumpieron entre aquella hueste, ahora en desbandada, como una quilla de barco. Sus garras eran como arpones de hueso enmangados en pulido y reluciente ébano. Al clavarse hirieron las cumbres al tiempo que un impresionante cuerpo acabó de posarse. A su alrededor, los bárbaros que aún se encontraban allí aullaban de terror mientras trataban de escapar de aquel coloso caído del cielo.
Allí estaba. El señor de aquellas cimas. Todos ellos lo sabían. Reclamaba su territorio. Ahí estaba, no había duda. Digno de la leyenda que inspiraba. Era Anhk-Ahra, Señor de los Ennartû, Dragón de Dragones. Podía medir con holgura unos cuarenta metros desde la punta afilada de su cola hasta el extremo más alto de su cabeza cuajada de estacas. La mandíbula de aquel dragón alojaba unas fauces formidables y su testa se plagaba de cuernos como atalayas de marfil del tamaño de lanzas. Aquella descomunal bestia podía alcanzar una altura de casi veinte metros. El cuerpo de aquel temible dragón negro rezumaba poder por todos sus poros. Sus escamas crujían entre sí al menor movimiento. Se agitaban y plegaban como las placas de la más bella de las corazas. Sus músculos, como piedra capaz de movimiento, se agitaban y crispaban con la sutileza digna del cuerpo ágil y esbelto de un colosal felino.
Apenas gastó tiempo en contemplar a aquellos insectos que se desperdigaban aterrorizados ante su presencia. Su cuello de sierpe se lanzó hacia el primero. El infortunado ni siquiera tuvo ocasión de reaccionar antes de que las mandíbulas se abriesen y el largo cuello crestado del dragón se estirase hacia él como el ataque de una serpiente. El bárbaro sintió un miedo horrible invadir sus miembros. Quizá sólo un segundo. Una última visión. Cómo la poderosa empalizada de marfil de unas brutales fauces se cernía sobre su cuerpo. Un aliento metálico espeso. Humedad envolvente. No tuvo ocasión de gritar. Ni siquiera sintió dolor.
El retumbar atronador de la tierra machacada por las patas de aquel dragón ancestral hubiese levantado a un muerto y Äriel solo estaba un poco aturdida. Su ojos se aclararon lo suficiente como para ver la carnicería que se estaba sucediendo frente a ella. Anhk-Ahra despedazaba cuerpos y devoraba a aquellos hombres en desbandada, como un lobo encerrado en un corral. Sus garras partían la carne y sus dientes desmembraban a cuantos aún no habían logrado huir a tiempo.