El enviado (13 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Gusano —retumbó ensordecedora la voz del reptil, resonando y amplificándose por entre el estrecho corredor. Probablemente el soberano de los Ennartû no hubiese considerado en serio al elfo hasta el momento en el que pareció escapársele de las manos. Ariom no esperó más. Apartó sus ojos de la fulgurante mirada del dragón y emprendió una carrera hacia sus lóbregas profundidades. Aquella carrera tuvo muy corta vida. Apenas cuarenta o cincuenta pasos de existencia. Luego el corredor moría después de empequeñecer y disminuir durante unos metros. La angustia le devoró la conciencia. Una sofocación insostenible hizo su presa claustrofóbica en el guerrero. La gruta se volvió una cáscara de nuez. Sus paredes se constriñeron de manera agobiante y un sudor irrefrenable bañó por igual su visión y su frente.

—¿Qué se siente? —Atronó tras él la voz cavernosa del dragón. Ahora parecía la sentencia de muerte de los dioses. Ariom se volvió desesperado. No podía simular su turbación—. ¿Qué se siente cuando se tiene la certeza de la muerte?

El final del oscuro túnel lo obstruía la colosal visión de la corona negra del dragón. Su cabeza, a todos los efectos mayor que la boca de la cueva, se entreveía ocultando la única luz que pudiera entrar desde el exterior. De haber podido sonreír lo hubiese hecho probablemente, pero las mandíbulas del dragón no permiten tanta expresividad. Hinchando el pecho Anhk-Ahra tomó el aire con el que impulsar una nueva descarga ígnea sobre el infortunado. Ariom tragó saliva. Todo pasaría en un momento.

Un rugido tremendo precedió al río de fuego que desató su furia y se alargó como la lengua de una serpiente para fundirse con él. Aunque...

En un momento de lucidez, quizá la recompensa a una esperanza inquebrantable, a una fe por encima del destino, las brillantes pupilas del lancero se fueron hacia el techo bajo de la caverna. Había una grieta en él. Una grieta que parecía conducir a una angosta chimenea.

Una nueva voluntad impulsó sus músculos al límite de la fuerza y el abatimiento. Un poderoso salto le llevó hasta el saliente en el techo. La piedra afilada le dio una dentellada terrible a la carne en sus manos. Se escaparon unas lágrimas de dolor. Un dolor agudo. Que escuece. Que quema... ¡Quemar! No podía perder el agarre o conocería una nueva definición de ese mismo verbo. Tensó los brazos fibrosos y elevó su extenuado cuerpo al cielo antes del mortal baño de llamas. Un vapor hirviente ascendió por la brecha abierta en el techo, ahora bajo sus pies.  Contempló el horno en el que se había convertido el lugar que pisara momentos antes. El suspiro acudió a su pecho casi como un acto reflejo intencionado.

Había una galería abierta allí. Soplaba un pequeño suspiro de viento. Muy arriba también podía divisarse la luz. Los pensamientos le llegaban de golpe, casi a borbotones. ¡Vivo! Loado Elio, el Patriarca. Sólo esperaba que Äriel hubiese dado con la pequeña. Si seguía llorando como hasta entonces no tardaría en encontrarla.

Desde el exterior se escuchó el tremendo golpear de las alas sobre el viento. La pesada criatura remontaba el vuelo. Ojalá no fuese porque perseguía a la doncella.

Ella llegó al bosque casi sin resuello con la respiración desgarrada y las piernas entumecidas. Su hija no estaba allí. Es decir, podía estar en cualquier parte. Comenzó a llamarla voz en grito. Sabía que no contestaría pero no pudo evitar aquella reacción. Todo aquel lugar le parecía idéntico. Un viento helado se paseó con crueldad por entre los troncos de los árboles haciéndola sentir profundamente sola y desamparada. Iba de un lado hacia otro sin saber muy bien cómo organizar aquella búsqueda. La imagen de su pequeño retoño abandonado a los pies de un árbol la asesinaba por dentro. Cada tronco igual al anterior. Cada piedra. Ella se había criado en los desiertos del Yabbarkka, los bosques la desorientaban.

¡Un momento! Trató de calmarse. Se paró en seco y dejó que su apremio no pudiese contra ella. Tenía capacidades suficientes para rastrear a su pequeña. Sólo necesitaba serenarse un poco, serenar su mente, dejar que fluyese su empatía natural.

Apenas entonces, el aire le llegó acompañando su habitual quejido ronco con otro sonido leve, difuminado y deformado por su lamento. ¿Quizá fuese...?

Äriel sintió una fuerza demoledora inundando las venas que le impulsó a correr en una dirección. Parecía elegida al azar, pero no era así. Después de unos minutos de sortear troncos, aquel artesanal capacho se dibujó acunado por la blanda estera de nieve a la vera de unas gruesas raíces.

¡La pequeña!

—¡¡Mi pequeña!! —el corazón le bombeó con fuerza. Estaba allí, lo supo antes incluso de alcanzar aquel fajo de pieles que la abrigaba. Ni siquiera reparó en el cadáver de aquel gigante norteño ensartado por una de las lanzas de Ariom. Solo quería contemplar de cerca de su bebé que lloraba como si no hubiese en este mundo nada capaz de consolarlo. Lloraba, como lo había estado haciendo durante todo este tiempo. ¡Bendito llanto! Una alegría inenarrable la embargó hasta los huesos.

—Ya está. Ya está, pequeña. Mamá está aquí—. Sus brazos acabaron rodeando aquel cuerpo cálido que tan pronto pareció reconocer la voz, abandonó lentamente sus sollozos—. No volveré a separarme de ti, Äriënn. Lo juro por Hergos Poderoso.

Sin embargo, pronto supo que rompería aquella promesa.Un nuevo rugido alertó aquel silencio en las cumbres y le regresó de golpe la sensación de amenaza. Anhk-Arha seguía allí. Ariom podía estar en grave peligro. Debía actuar con rapidez. Fue en esos instantes cuando se preguntó si la niña conservaría aún el collar que prendió a su cuello.

Unas manos firmes alcanzaron al fin el punto más alto de la angosta chimenea de piedra abierta en la roca. Lograban izar con esfuerzo el cuerpo agotado de Ariom hasta el exterior de la caverna. Las laderas occidentales, escenario de los últimos encuentros, se podían intuir metros abajo. Una nueva interminable sucesión de paredes afiladas sobre aquellos densos bosques blancos y brumas perennes. La geografía habitual desde que se iniciara la ascensión al Sagrado. La belleza del lugar era grandiosa e indescriptible, ahora que sus ojos disponían del sosiego necesario para su contemplación. Ariom no tenía tiempo para nostalgias ni paisajes, aunque su alma élfica se sintiese prontamente vinculada a tales lienzos. Hubo de hacer un esfuerzo por apartar la mirada del cenit de los soles que ya comenzaban su lento descenso hacia las sombras. Poco a poco aquél vasto escenario dilatado ante su mirada se transformaba en un hervir de trazos fugaces y nubes ardientes, como si la tela gris azulada del cielo se rasgase y ensangrentara.

Un tropel de pensamientos cuajó su mente...

Cómo afrontar el siguiente paso consistía la mayor parte de ellos. Pensaba si Äriel habría conseguido al fin encontrar a su pequeña. También, si resultaría mejor esperar a Rexor en este lugar o bien buscarlo inmediatamente. Debían ponerle en aviso sobre los planes de Sorom y sus aliados. Si se apresuraba, quizá incluso pudiera intentar llegar al templo antes que esa cuadrilla de indeseables alcanzase Sagrado. Habían perdido a la mayor parte de su hueste mercenaria. Se hallarían en inferioridad si lograban reunirse a tiempo para defender las puertas. En esos tormentosos senderos de dudas se encontraba el lancero elfo, sentado aún sobre la roca húmeda en la que había decidido recobrar un poco de aliento apenas alcanzara la cima. Y de ellos fue bruscamente expulsado con ferocidad por un sonido que le heló la sangre y le devolvió de súbito al terror y angustia pasados. El sonido que se intensificaba no era otro que el acostumbrado vibrar de dos poderosas alas batiendo los cielos. Aquellas alas no podían ser de otra criatura que las del feroz adversario con el que había tenido el infortunio de medirse. Anhk-Ahra seguía allí.

Al volverse, sólo tuvo ocasión de contemplar cómo una inmensidad de brillante color negro se le venía encima como una avalancha incontrolada. Aquello bastó y sobró para corroborar todas las conjeturas. Sus reflejos le alejaron lo suficiente como para evitar el desgarro de sus zarpas, que acabaron estrellándose en la nieve, dejando en ella una huella perenne.

Ariom echó a correr con desenfreno mientras la sangre volvía a fluir frenética por sus venas al ritmo disparado de su corazón. A su alrededor todo se había vuelto difuso y borroso. Mientras, el alarido victorioso y brutal del dragón lo llenaba todo. Era curioso cómo aquel rugido salido del infierno le helaba la sangre, a él, que había conseguido sobreponerse a fuerza de la rutina y la costumbre a la aureola de terror que despiden los dragones.

Sintió a su espalda un silbido pero sabía que la alada bestia no le perseguía. En cualquier caso no podía decidir si aquello resultaba o no una buena señal. Aún se encontraba lo bastante cerca como para que pudiese ser víctima de la lluvia de fuego que lanzaba la descomunal garganta del reptil. Y a eso respondía, precisamente, el maléfico silbido tras él. A una nueva descarga ígnea.

El cazador elfo había perdido en los anteriores lances su útil escudo. Nada salvo la mágica protección que aquél le brindaba hubiera podido resistir el envenenado aliento de fuego sin quedar carbonizado al instante. Saltó por inercia hacia un lado cuando el torrente letal casi le alcanzaba. Giró sobre sí y extrajo una lanza de su carcaj.

Quedó en posición de ataque, semierguido, con el arma dispuesta y una rodilla enterrada en la nieve. Ante su mirada, el emperador de los dragones agitaba su coronada cabeza en actitud amenazante. Parecía un toro que raspa la tierra antes de embestir. Un nuevo y aún más poderoso aullido resonó desde las entrañas de la prodigiosa criatura.

«Sólo es un dragón» se decía el lancero para animarse. «Tal vez un poco más grande», «como unas diez veces más grande»

¡No iba a funcionar!

Ariom inspiró hondo. ¿Qué otra salida quedaba? Si había de morir, si había de ser en aquel instante y a manos de tal prodigio de la naturaleza: que así fuera, pero no sin sangre y lucha de por medio. Cogió fuerza y velocidad en la carrera. Ciego y suplicando tener el coraje y la sangre fría hasta el final embistió a aquella montaña de ébano cuajada de espinos que tenía por enemigo. El Dragón le esperó paciente, casi con sorna. Ariom empuñaba con fuerza su lanza. Al tiempo, trataba de recitar los versículos de un excepcional conjuro con el que cargaría su acero arrojadizo. Sin la afortunada mezcla de factores que le llevaron a conocer y aprender el arcano conjuro muy probablemente su extraña profesión nunca hubiera tenido ocasión de existir.

Anhk-Ahra envió su salvaje zarpa a encontrarse con el elfo, pero Asymm Shar’ aguantó con nervio de acero hasta el último instante. La evitó cuando el impacto parecía inminente. Entonces cruzó su espalda, impulsó todos los músculos de su cuerpo y lanzó la pica hacia la panza del reptil confiando en que su fuerza bastara para hacerla llegar hasta la carne. El brillante venablo de hierro voló lo que pareció una eternidad hasta el cuerpo del gigantesco dragón negro. Finalmente hendió las placas de su piel y penetró en la carne enterrándose en ella. Anhk-Ahra se dobló como quien recibe una patada en las tripas. Su rostro duro e inexpresivo pareció contraerse a medias entre el dolor y la sorpresa. Ariom se desplomó por la inercia sobre la nieve pero fue partícipe de la reacción del dragón. Pronto fue consciente que tan formidable golpe distaba una eternidad de ser suficiente para acabar con aquel no menos formidable adversario. No habría tregua por parte del Señor de aquellas cumbres. Aquella farsa había agotado su último compás.

El príncipe Ennartû batió sus enormes alas despidiendo mareas de nieve polvo a su alrededor. Elevó como un milagro el cuantioso peso de su cuerpo. Ariom se incorporó con dificultad, cansado, reconfortado a un tiempo. Le había herido y eso era más de lo que semejante enemigo hubiese esperado de cualquier rival, incluso de su misma especie. Se sentía orgulloso de sí mismo. Orgulloso del magnífico broche final con el que abandonaría el mundo después de haber visto derramarse la sangre de Anhk-Ahra, Dragón de Dragones.

Quizá en algún momento hubo posibilidades. Quizá en el pletórico segundo de autocomplacencia que sobrevino al magnífico lance. Quizá en el fugaz momento en el que, tras herir al poderoso príncipe, todo parecía posible. Pero aquella majestad coronada de estacas fue más rápida. En una violenta e inesperada sacudida de su robusta cola, el afilado extremo golpeó con ferocidad el costado del lancero, arrancándolo del suelo. Ariom dejó escapar un aullido de dolor al tiempo que sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. Su osamenta entera crujió al contacto con aquel látigo de ébano como el pan recién hecho al ser mordido. Y tuvo aún suerte de que su espalda no se le quebrara como una espiga reseca. Sintió un terrible pinchazo eléctrico y luego una quemazón profunda. Lo último que pasó por su recuerdo fue la imagen de unas rocas acercándose a velocidades incalculables y un dolor insoportable en la cara.

Cayó de una pieza, aunque sin sentido. Partido todo él, como un desvencijado y viejo artilugio de madera.

—¡Detén tu paso Anhk-Ahra, Rey de Reyes! No avancéis más—. El dragón obedeció turbado por aquella inesperada interrupción. Tornó su encrestada cornamenta en todas direcciones sin hallar a la dueña de tales órdenes. La voz, aunque enérgica, era innegablemente femenina.

—¿Quién desafía mi voluntad en mis propios dominios? —Preguntó airada la voz de ultratumba de dragón esperando que se revelara la identidad de su interlocutora. Aquella se mostró, pero no del modo en el que el solemne monarca esperaba.

—Vyr’Arym’Äriel, Virgen Dorai, Jinete del Viento. Lo ordena mi rango, bajo el cual estás. Lo sanciona el Código Ultimo de los Hermanos Doré y el poder que éste me otorga por el Privilegio de Hergos, el Inmortal, tu máximo señor —contestó aún sin dejarse ver. Su voz cargada de solemnidad resonó en ecos entre los insondables picos del Sagrado.

—Yo soy mi último señor, pequeña perra de orejas puntiagudas —manifestó iracundo la magnífica bestia creyendo reconocer la identidad oculta de su interlocutora—. Nadie me supera en rango ni tiene potestad para ordenarme absolutamente nada. Sea cual sea el nido de arpías al que sirvas, ni tú, ni tu orden, ni tus dioses significan nada en este lugar. ¡¡Estas cimas son mi trono!! ¡Incluso los Gemelos se arrastran en mis dominios! Y tú, carne mortal, harás alarde de tu mortalidad en cuanto tengas el valor de mostrarte ante mí.

Primero hubo un silencio gélido e hiriente. Como si nada ni nadie, ni siquiera las piedras o el viento de aquellas inhóspitas alturas se atreviese a contradecir al Rey de los Ennartû. Pero pronto escuchó la réplica.

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