—Escúchame bien, amor mío. Ya hemos hablado de esto muchas veces y sabes lo que debes hacer. Vístete y prepara a la niña. No te muevas de la casa hasta que alguien llegue. Mandaré alguno de los muchachos a buscarte. Luego iréis al refugio. Al Templo de Yelm. Allí busca al hermano Elías del templo de Sem y no te separes de él. ¿De acuerdo? No pasará nada. Me reuniré con vosotras lo antes posible.
Lem acercó su boca a la de su esposa y le regaló un prolongado beso. Sin embargo, ella no lo dejó marcharse y le retuvo en sus labios, apretando su cuerpo como si presintiera que aquél podría ser el último roce con aquellos labios firmes. Luego, Lem se calzó la capa y cargó sus martillos. Antes de marcharse se volvió hacia su esposa que continuaba mirándole sentada en la cama como si no fuese a verlo jamás. En aquel instante habría tenido tantas cosas para decirle que no supo articular palabra. Sin poder quitarse de la cabeza aquellos ojos de lágrimas brillantes partió sin volver la mirada.
—¡¡Dividíos de tres en tres!! ¡¡Dos alabarderos y un ballestero!! —ordenaba con ímpetu el sargento de mando en el escuadrón—. No quiero un callejón sin explorar. Un rincón por mirar o una mota de polvo sin remover. ¡¡Los espadas que vengan conmigo!!
El sargento ya había visto a Lem aproximarse y se encaminó con dos soldados milicianos callejón arriba hasta el herrero. Aquél se detuvo para recibirle. En un saludo, ambos aferraron con la diestra el antebrazo del contrario. El sargento se alzaba del suelo a una altura considerable, aunque al lado de Lem parecía un muchachito aún por desarrollar.
—¡Paz, Lem! —Saludó el mando de la milicia—. ¡¡Venga, moveos!! —Arengó a sus hombres con austeridad—. ¡¡Infierno!! ¡Malditos sean los Dioses! Habrá más trabajo del que nos gustaría tener—. Lem frunció el ceño ya que no alcanzaba a entender lo que el sargento trataba de decir con aquella afirmación.
—¿Ahnqull? ¿otra vez?
—¡Diantres! ¿Aún no lo sabes? Son una horda —manifestó el mando con incredulidad—. ¡Media Tagar arde en llamas!
—¡Yelm, ¿Es cierto eso?!
—¡Por las barbas de mi madre que lo es, Lem! Te juro que preferiría andar borracho—. El sargento volvió a dirigirse a sus hombres. A punto de marcharse giró la vista al herrero pensativo y le dijo algo.
—La ciudad es una pira, Lem. Marcha a donde seas útil. Tagar lo agradecerá.
Tras esto, y antes de que de nuevo exhortase a sus hombres de modo seco y fiero, Lem creyó ver en los ojos del recio soldado una chispa de confianza que le llenó de energía. En cuanto el eco de sus voces y el rechinar metálico de las armaduras desapareció en la oscuridad, el musculoso hombre abandonó de su mente cualquier pensamiento y empezó a correr callejón abajo en dirección al corazón de la ciudad. En breve, a Lem se le descubrió ante sus ojos el anárquico aspecto que la ciudad presentaba. La gente corría como loca en grandes bandadas que huían de los muchos focos que había provocado la incursión de los ahnkull. Un gran número de casas desaparecía presas de las llamas. Un sinfín de soldados se las arreglaba para bañar de agua las viviendas consumidas por el fuego. El griterío de la gente se mezclaba con el viento que no amainaba desde la tarde. Además, contribuía a avivar las llamas dificultando las tareas de extinción. Las voces de los oficiales al mando y el estrépito de las armaduras hacían aún más ensordecedor el ambiente.
Lem, como prisionero en una pesadilla, envuelto por los chillidos y el desorden, contemplaba aún sin poder creerlo a las patrullas que corrían de un lado a otro portando cubos, heridos o despejando una zona bloqueada por los escombros de otra casa más rendida ante la devastación del fuego. En su carrera dejaba atrás numerosos cuerpos. Víctimas, ya fuera de la puntería de los arqueros o del infortunio que supone morir abrasado o sepultado bajo los cascotes. El foro, centro neurálgico de la ciudad, también ardía.
El gigantesco cuerpo del herrero se detuvo a recobrar el aliento, extenuado por la carrera. Se inclinó con la mano en el pecho, temeroso de que el corazón saliese de la prisión en el que las costillas lo encerraban. Entonces los pensamientos de Lem se fueron a su mujer y su hija pequeña. Un frío intenso recorrió de punta a punta su espina dorsal. La incertidumbre y el miedo se adueñaron del recio herrero que temió por la salud de los suyos. Iba a ponerse en camino cuando, aún por extraño que parezca, algo le detuvo en seco y forzó a cambiar de itinerario. Aquel mismo sonido que hacía unos minutos le sacase a patadas de la cama y que le recordaba por qué estaba allí. Por encima del viento y los gritos, sobre el caos y los llantos. Ronco y hueco, el bramido del Cuerno se extendió por toda la ciudad ocultándolo todo a su paso. Como una red que atrapa los peces. Así el gélido sonido penetró en cada rincón de Tagar. La sensación de Lem, mientras el espantoso rugido del Cuerno eclipsaba todo lo demás, fue como si la ciudad entera se paralizase. Como si los soldados dejaran de correr, las gentes de gritar. Como si el mismo fuego de arder y el viento de soplar. Fue como si todo se congelase. Se detuviera y escuchara con atención el hondo lamento y lo que aquello significaba. Sus pensamientos se marcharon a otro lugar y otro tiempo...
Se veía despojado al menos de diez o doce años. Era el día de la gran final en la Arena. Lem terminaba de pulir un encargo muy especial. Todo un Mariscal de la Legión Imperial se la había encargado y abonado por adelantado. El desorbitado precio de 200 Damas de oro evitó que Lem asistiera al afamado festejo donde amigos suyos también participaban. Sentado en su taburete de madera daba los últimos retoques al labrado peto cuando oyó las campanillas y cascabeles que advertían de alguien entrando en la tienda. Cruzó despacio el marco que separaba la forja de la sala de muestras y caminó hasta colocarse tras el mostrador. Un sucio trapo servía para limpiar sus enormes manos de los aceites con los que había estado lustrando la armadura. Al levantar la vista descubrió en su tienda a un individuo conocido.
—¿No has pensado nunca cambiar los artículos de los expositores? Al menos podrías limpiarlos más a menudo.
Parecía un muchacho joven, pero no lo era. Sus rasgos eran de una belleza casi femenina: pelo rubio y largo, ojos azules y hermosos, rostro inmaculado y sobre todo las orejas puntiagudas. Eso lo delataban como un elfo, al menos en apariencia. Vestía ropas gruesas de cuero y portaba una abultada mochila de la que se descubrían piezas de una armadura ligera de endurecido cuero. También un escudo redondo además enseres propios de quienes han de pasar largos periodos en el camino. De su cinto pendía el acero de una respetable espada ancha.
Lem dejó el trapo sucio sobre el mostrador y lanzó una mirada escrutadora a su cliente.
—Es una buena apreciación —dijo frunciendo el ceño—. Creo que ha llegado la hora de darle un buen repaso a las vitrinas. Lo que no he decidido aún es si se lo daré con tu cara o con tu trasero de nena.
El muchacho elfo se colocó en jarras y entornó la mirada hacia el gigantón.
—Ya decía yo que me mirabas mucho el trasero, abuelo.
—¡Por los brazos de Arses! ¡¡Gharin!! ¿Cuánto tiempo hace? ¿Dos años? ¿Qué te trae por aquí?
—La Arena, abuelo. Como a todo el que visita Tagar en estas fechas. ¿Qué si no? ¿Tu grasienta tienducha?
Tras todo el invierno, la llegada de la primavera era recibida en Tagar con la celebración de un torneo de lucha. En sus orígenes, las peleas entre los hombres más recios de Tagar servían de excusa para las festividades de Miranna y Okkerom, deidades de los cultivos y los cereales. De un modo simbólico, el ganador era agraciado por los mismos dioses a través de sus sacerdotes y sacerdotisas. Permitían que en los tres días de la celebración de los festejos se le tratase como a una divinidad viviente y efímera. Esto pronto atrajo a los mejores luchadores de otras ciudades. Y éstos a los de otras. Y esos otros a los de más allá. En breve tiempo Tagar se convirtió en la anfitriona de la mejor confrontación de gladiadores de toda Arminia, ya fueran humanos o no. El empuje económico que esto brindaba a la ciudad supuso el gran desarrollo. Tagar era deudora de sus juegos gladiatorios y de su formidable Arena. El Torneo de Lucha de Tagar sigue siendo cita obligada para combatientes, turistas, comerciantes, viajeros y sobre todo para cualquiera que pretendiese disfrutar de un buen espectáculo y unos días de fiesta en la hermosa ciudad.
En esas fechas Tagar rebosaba de vitalidad. Gentes venidas de los puntos más distantes de la geografía se daban cita para compartir con los oriundos de la ciudad festejos de tan alto renombre. Las posadas, albergues y residencias habían de colgar en sus puertas los carteles de «
completo».
En las calles, el bullicio del gentío contagiaba de alegría al transeúnte. Toda Tagar era engalanada con estandartes, banderolas, guirnaldas y demás decorativos. No era extraño toparse con un enano comefuegos, medianos malabaristas o elfos trovadores. Tampoco faltaban ancianos magos, pitonisas y el millar de puestos ambulantes que vendían desde los supuestos licores afrodisíacos más afamados de los elfos a ricas golosinas que hacían las delicias de los más pequeños.
Junto a semejante despliegue artístico ambiental estaba el reclamo de los participantes. Eran presentados en el inicio de las fiestas. Como antaño, seguían siendo considerados todos ellos héroes dignos de un trato privilegiado. Se paseaban con orgullo dejándose adular por vecinos y forasteros. En fin, Tagar estaba ciertamente en la época más hermosa del año.
Lem comenzó a reírse a carcajadas, contagiado de buen humor y sin duda alegre por tan inesperada visita. Con la sonrisa de oreja a oreja salió de detrás del mostrador para poder saludar al joven elfo. Hacía más de dos años que no se veían.
—¡Menudo golfo! —reía el herrero cuando cerca del muchacho, se detuvo a contemplarlo de arriba abajo. Gharin, sintiéndose estudiado, se sonrojó. Con una sonrisa burlona trató de disimular la mirada del herrero pasándose su hermosa cabellera rizada tras la puntiaguda oreja elfa dejando ver el par de ricos pendientes que en ella lucían.
—¡Si no te conociera lo suficiente diría que ya eres todo un hombre!
—Aún sigo teniendo las orejas de mi madre ¿Recuerdas? Nunca seré «todo» un hombre —contestó socarrón, haciendo referencia a sus rasgos élficos, fruto de la mitad de su sangre. Lem carcajeó al entender aquél sutil juego de palabras.
—¡Medio-elfo del diablo! ¡Ven y dame un abrazo si no quieres que te rompa la crisma! —La inmensa diferencia de estatura y fuerza entre ambos permitió a Lem levantar al mestizo y a su petate como si fueran un peluche.
—¡¡Eh, eh!! ¡Basta, Lem, bájame al suelo! Tengo una reputación que mantener ante las damas —bromeó suspendido en el aire por los potentes brazos de su inmenso amigo. El gigante de la barba roja depositó al semielfo en el suelo y le pidió que le detallara el motivo de su llegada. Gharin soltó la mochila cerca del mostrador. En ese tiempo Lem aprovechó para descorchar un poco de vino que tenía bajo un estante y servirlo en dos jarras. El muchacho acercó dos tarugos de madera que harían las veces de sillas.
—Vengo a ver viejas amistades, recoser la armadura y templar la espada.
—Pues entonces estás en el lugar adecuado —contestó el herrero entregándole su parte de licor. Tras un brindis por el reencuentro, Gharin narró sin mucho detalle cómo logró enterarse de que el «Pequeño Robhyn» y Urias McBirras habían decidido participar en el Torneo de Tagar este año. Así se lo comentó a su inseparable camarada Allwënn, con quien nunca había dejado de cabalgar. Ambos tuvieron que separarse hacía varios meses por motivos que Allwënn no quiso detallarle. No sin antes fijar como fecha y lugar de encuentro las festividades en Tagar.
—¿Así que el rufián de Allwënn también va a aparecer? —preguntó Lem con una intención retórica más que evidente.
—Sí, debe venir de camino. Si no se ha metido en peleas por ahí, ya le conoces —corroboró Gharin tras haber aprovechado la intervención del herrero para propinarle un largo trago a su jarra de vino—. Si no lo hace hoy, tal vez llegue mañana. ¿Qué sabes de mis amigos? —cambió de tercio el rubio semielfo mientras le tendía su jarra vacía con la intención de que se la rellenase.
—¿Robbahym y McBirras? Se defendieron, pero el nivel del Torneo de Tagar aún es mucho más de lo que pueden aguantar.
—Sí, supongo que sí —le siguió el joven.
—El
Pequeño
estuvo aquí esta mañana y me comentó lo iracundo que se encontraba ese «Crestado».
—No me sorprende —le confesaría el medioelfo recibiendo de nuevo el rojo caldo fermentado—. A Urias jamás le ha sentado bien una derrota.
El herrero siguió contando...
—Supongo que habrán ido a la Arena. Querían seguir desde las gradas el resto de los combates—. Gharin depositó la jarra en el suelo y desenvainó su espada ancha ante las narices del herrero. El arma, aunque no poseía la belleza de un mango labrado por un joyero o en su hoja no se advirtieran las filigranas con las que un artesano hubiera ornado el mortífero metal, tampoco caía en la simplicidad de formas de una espada barata. El acero era sin duda firme y de gran calidad.
—¡Déjala ahí, chico! —Exclamó el herrero sin mirarle, dando buen provecho al licor de su jarra—. Empezaré con ella en cuanto termine lo que estaba haciendo—. Con un sonido metálico Lem supo que el arma estaba donde le había ordenado depositarla. El muchacho rebuscó algo entre los bolsillos de su mochila y sacó un pequeño amuleto de piedra con forma de yunque. Llegando hasta el taburete volvió a sentarse.
—¿Sabes a quién me encontré en estos dos años de viaje? —Ante la negativa del herrero el muchacho siguió contando—. A cierto enano gruñón que me dio esto para ti imaginando que tarde o temprano te vería.
Gharin colocó en la callosa mano de Lem el pétreo amuleto que, en relación con las dimensiones de la palma y los dedos del herrero, parecía reducir las suyas.
—Es... curioso—. Lem se acercó el colgante para poder contemplarlo mejor. Con todos sus detalles era la réplica exacta de un yunque de herrero. En la parte superior podía leerse: «Arhamân, Lem. T.O.M.». Aquel hombre se deshizo en una risotada de complacencia.
—¡Torghâmen Orm Mostalii! —exclamó al reconocer la firma del artista.
—Insistió en que te lo diésemos en cuanto nos encontráramos contigo —le aseguró Gharin. Los ojos de Lem volvieron a repasar la breve y bien acabada inscripción en la porción labrada de la piedra.