—Buen tiro —felicitó el herrero. Culminaron el ascenso sin mayores dificultades. En el lugar en el que debía estar apostado el tirador encontraron rastros de sangre.
—Si sangra, podemos matarle—. Aquello era un viejo dicho popular entre la hueste de armas. A Lem le gustaba repetirlo en ciertas ocasiones. Siguiendo el rastro de sangre parecían haberlo acorralado en un pasillo. Lem hizo un gesto a sus hombres que se apostaron mientras él se aproximaba avanzando cautelosamente. Cerca ya de del final del muro escuchó un sonido que advertía de actividad. Con el arma dispuesta a mancharse de sangre dobló la esquina. Lanzó con fiereza un golpe que hubiese podido echar las paredes debajo de impactar contra los muros de la mansión. Pero aquel ataque encontró sólo el vacío. Perdiendo el equilibrio ante la inercia de su propio golpe se derrumbó al suelo. A sus pies, el arquero yacía muerto. Se había quitado la vida por su propia mano. Lem suspiró porque alguno de aquellos arqueros fuese atrapado con vida. Su interrogatorio podría despejar muchas incógnitas. Pero dudó que fuesen a gozar de aquel favor. Sin duda, la misión de aquellos asesinos era una misión suicida.
En un rincón muerto de aquel salón asaeteado, arrugado y manchado de sangre, un pliego de pergamino se mecía al arrullo de una brisa furtiva que se colaba, quizá, a través de alguna ventana rota. En su superficie podía leerse un mensaje corrido. Aquella noticia que daba algo de sentido a aquella masacre... si es que las masacres tienen alguna vez sentido.
La misiva decía así:
Mi Querido Lord Istban Alexan Goshlein
Gobernador de Tagar:
«Poco tiempo dispongo para el protocolo, así que ahorraré esfuerzo en el discurso.
Los hechos así lo requieren. El alba nos ha deparado una terrible tragedia. Los tres templos del culto del Ojo Lunar de Kallah que nuestra ciudad acoge en sus muros se han levantado en armas contra las autoridades. El ejército personal de este culto se ha revelado en un acto injurioso y detestable. Ya han tomado los puntos más notables de la ciudad y temo que pronto toda ella caiga en sus garras. En estos momentos se libra una batalla cruel en las calles. Todo Durgan Lynn arde y es un feroz campo de batalla. En las calles se escuchan rumores que implican a toda Arminia. Si es cierto lo que oigo, incluso a todo el Imperio. Se dice que los templos de Kallah se han levantado contra sus gobernantes. No sabemos cuánto de cierto tienen tales palabras, pero si fuere esto así ¡Qué los dioses nos amparen!
Te escribo puesto sé que en vuestras leyes prohibisteis que el Culto levantara templos en vuestra ciudad ¡Cosa que todos debimos haber hecho! Así, vosotros os habéis salvado por el momento de esta anarquía. No sé qué pretenden, ni cómo va a acabar esta terrible situación, pero es mi deber de político y humano pedirte ayuda y ponerte en aviso. Mandaré al mejor de mis jinetes correo. Morirá antes de errar en su cometido. Confío en que estas noticias tan delicadas lleguen a ti. Si has podido leer lo que mi tembloroso pulso escribe, ahora ya sabes que todo está en tus manos».
De mi puño y Letra: Lord Aveynnium Diguenlord
Gobernador Mayor en Durgan Lynn
Una densa bruma envolvía aquella mañana los sepelios por las víctimas…
Al bravo mensajero se le rindieron honras militares del más alto nivel. Incluso se le concedió el laurel imperial a título póstumo. La más distinguida condecoración del Imperio al mérito y valor en el ejercicio del deber. Cargados de pompa y boato fueron también los funerales por los terratenientes, menos sentidos por la ciudad aunque mucho más significativos. Fruto del azar o de un plan trazado Tagar no sólo se encontraba en un estado larvado de tensión, se veía privada también de la mayor parte del concejo de la ciudad. Tenía una población atemorizada y recelosa de la situación más allá de sus murallas. Los rumores se disparaban con tanta celeridad como crecían y se deformaban. Por esta razón, las decisiones de un mermado equipo de gobierno resultaban cuanto menos espinosas.
Cuando aquella noche de autos los ballesteros alcanzaron al gigante le encontraron examinando el cuerpo. No llevaba armadura. Un traje completamente negro. Idóneo para las incursiones nocturnas. Ocultaba un cuerpo muy alto y enjuto. El herrero había despojado al cadáver de la capucha que embozaba su rostro y confirmó sus sospechas. El rostro de un morado intenso. Una boca enorme, con cierta semejanza a la de un batracio repleta de dientes enormes y afilados. Los ojos pequeños y rasgados: La descripción inconfundible de un ahnqull, más conocidos como «salteadores nocturnos». Esta especie originaria de los pantanos del Nahûl se organiza en grupos más o menos numerosos. Montados en reptiles voladores, familiares menores de los majestuosos dragones, se dedica a sembrar el caos en pequeñas aldeas y poblados. Aunque de cultura arcaica y dialecto aún más rudo, estos seres alternan comportamientos totalmente primitivos con un dominio espectacular del arco. Lo que extrañaba a Lem no era encontrar que su magnífico arquero fuera un ahnqull, aunque ya fuese por sí mismo todo un misterio. El motivo de su asombro era encontrar a una de aquellas sabandijas operando en una ciudad tan grande como Tagar. Siendo responsables de un ataque combinado y estudiado que estaba muy lejos de las habituales rapiñas a aldeas poco pobladas. Matando a un mensajero de la ciudad vecina e intentando, de paso, acabar con la vida de su Gobernador. Demasiado complicado para aquellos sapos salteadores, apenas una pandilla de corsarios salvajes. Demasiado tejido político en todo aquello. Además, y he aquí lo más curioso, el salteador portaba un escudo de armas. Un blasón que tenía similitudes con las armas de la diosa Kallah.
La sola idea de que los ahnqull hubieran puesto sus espadas a sueldo parecía imposible. Lo que ya no entraba en las lindes de la razón era que se hubiesen dejado uniformar.
Sobre la mesa de trabajo de aquel trágico día quedaron pendientes algunos temas. Hacía varios meses que no se hablaba de otra cosa que de la insostenible inseguridad de los caminos. Incluso en las mayores arterias de comunicación del imperio muchas caravanas nunca llegaron a sus destinos, siendo presa del bandidaje. Aquello asustaba a los mercaderes y grandes inversores del sector. El asunto sin duda estaba sumiendo en la ruina a unos y llevando la miseria a otros. Quizá, con todo, no eran las dificultades de abastecimiento lo que más preocupaba a la gente. Era aquello que contaban las caravanas y mercaderes que lograban arribar a sus destinos. No resultaban bandidos corrientes quienes atacaban las rutas comerciales. Era la presencia de orcos y goblins. También las incursiones de bandas de ogros que se habían multiplicado en el último año y medio hasta un punto inusitado. Incluso aparecían criaturas menos usuales en los caminos como saurios u hombres bestia. Todo ello resultaba ya común en los relatos de los viajeros. Desde siempre orcos o goblins han utilizado la rapiña de villas y aldeas como medio de subsistencia. En muy pocas ocasiones la amenaza ha llegado a ser tan grave como para declararse una guerra abierta e incluso en tales extremos nunca dejaba de ser un fenómeno local, cuanto menos localizado.
La amenaza se extendía ahora, según los rumores de los viajeros, a lugares muy dispares. La crisis era aguda, tanto que el propio Emperador había dictado medidas especiales. Ya se había fijado una fecha para la reunión de los Notables en Ciudad-Imperio. Probablemente de allí saldrían las líneas maestras que dieran solución a esta crisis. Sin embargo, los hechos acaecidos en Tagar y las noticias que estos desvelaban abrían una preocupante fosa en el abismo. Modificarían sin duda el devenir de los acontecimientos.
En los días venideros dejaron de tener noticias del exterior. El número de mercancías o viajeros que llegó a la ciudad en las semanas siguientes resultó insignificante. Antes de que Lord Goshlein partiese en dirección a la Ciudad-Imperio de Inmortalia, el gobernador realizó una visita de cortesía al herrero. Desde luego hubo cortesía. Tanto por parte del anfitrión como del invitado. Sólo que la aparente reunión de amigos pretendía ser un telón de cara a la galería. Fueron otros asuntos los que motivaron a Lord Goshlein a entrevistarse con el gigante rojo en secreto.
Cuando el gobernador se marchó Lem quedó pensativo. Con la mirada hundida en la simiente del fuego que crepitaba en un abanico denso de olores y tonalidades en el interior de la chimenea. Lentamente, como si hubiese repetido tantas veces estos movimientos que ya no precisaran de su atención para realizarse, cargó su pipa de tabaco. La encendió todavía con la mirada perdida sondeando las extensas llanuras de sus pensamientos. El oloroso humo se escapó de su boca y se mezcló con la atmósfera cálida del salón en un ondulante abrazo. Así le encontró su mujer. Abstraído del mundo. Fumando en su larga pipa con la pupila clavada en la hoguera. Ausente de todo. Tardó un instante en decidirse, pero al fin acercó una silla a su esposo y tomó asiento junto a él.
—Estás cansado, Lem —le susurró con su delicada voz al tiempo que pasaba sus dedos por los maltrechos cabellos de fuego del herrero—. Trabajas demasiado. Ya no eres ningún jovencito—. Pero Irëëm sabía que no eran las horas de trabajo abrasador junto a la fragua lo que abatía a su enorme esposo. Esa profunda melancolía la habían traído las noticias del gobernador. La hermosa elfa pasó sus dedos de nácar por las marcadas mejillas de Lem antes de fundir sus labios con los de su esposo. Entonces se escucharon los llantos de un bebé que provenían de una habitación anexa. El herrero hizo un gesto con su cabeza a su esposa y ella se separó lentamente del corpachón de su marido. Durante un instante encadenó sus iris resplandecientes a los ojos cansados de él.
—Nada puede pasarnos si tú estás con nosotras. Lo sé —dijo antes de marcharse. Lem la miró entrar en la habitación de la niña y pronto escuchó cómo sus arrullos calmaban los miedos de la pequeña que dejaba al instante de llorar. Se aproximó hasta el umbral de la puerta y contempló con calma la escena. Un miedo vertiginoso se instaló entonces en su pecho. La elfa se volvió hacia su marido mientras acunaba en sus brazos a la pequeña. Sus labios se plegaron en una sonrisa amable. Lem no pudo devolver más que un amago forzado de esa misma sonrisa. Había demasiados pesares en su alma. Demasiados temores. Allí, frente a él, estaba toda su vida. La mera idea de abrir los ojos una mañana y encontrarse solo le llevaba a la locura.
Un ejército avanzaba desde el sur. Oficialmente sólo eran rumores. Rumores que se extendían como la pólvora y que cobraban solidez cada día, pero rumores, después de todo. Lem era uno de los pocos que sabía las escasas certezas que había sobre la mesa. No había un único ejército en el sur. Los templos de Kallah habían estallado en revueltas y habían tomado muchas plazas. La mitad sur del continente era suya y sus líneas de vanguardia se agrupaban en una fase envolvente hacia el corazón de la nación humana: la Ciudad-Imperio. El temor se respiraba en el ambiente, pero pocos sospecharon la tragedia que se avecinaba hasta que vieron los estandartes de uno u otro bando ondear frente a sus murallas. La Guerra avanzaba imparable. El gobernador de Tagar había dado instrucciones precisas sobre qué hacer si no regresaba de la asamblea convocada por el Emperador. Pero regresó y no lo hizo solo. Vino con el anuncio oficial de la contienda y la declaración del estado de excepción para toda Arminia y las Provincias Hermanas del Armín y el Nevada. El Culto de Kallah había iniciado una conquista en toda regla. Aunque sofocada en la capital, sus líderes habían conseguido atravesar las filas aliadas. Un destacamento de apoyo imperial se dirigiría hacia el oeste, en dirección a Tagar, para poner la línea defensiva en Dungar Lynn. El gobernador reunió a su Concejo en guerra.
—Avanzan muy rápido. No son únicamente tropas de culto. Han establecido algún tipo de pacto demoníaco con los clanes salvajes. Toda clase de bestias conforman las filas de ese ejército. Eso explica tan espectaculares progresos en tan poco tiempo. El Emperador ha designado que un Gran Mariscal al mando de veinticuatro legiones emprenda la marcha hacia el oeste. No tenemos infraestructura para alojarlos aquí así que dispondremos las defensas en Dungar Lynn. Aún así, desplazaremos aquí dos cuerpos expedicionarios para asegurar las vías de suministros. Tagar se convertirá en el centro de abastecimiento del frente. Perder Tagar será perder el control de las rutas y el frente peligrará sin suministros. La ciudad vecina ha perdido al gobernador Mayor. He sido llamado a ocupar ese puesto. Señores, me marcharé con el destacamento Imperial. Quiero que los trabajos de administración pasen por el consejo de sacerdotes. Que los templos sirvan de cédulas administrativas. No tengo tiempo para nombrar ningún sustituto y no creo que sea ningún secreto mi desconfianza sobre las capacidades de mi sobrino. Me llevaré conmigo la dotación Imperial de la ciudad. Dejaremos una sección de cien hombres al mando del capitán Holfgan. Señor Malik, la responsabilidad de las murallas recae sobre vos y vuestros milicianos. En mi ausencia, la milicia local dispondrá de la máxima autoridad en defensa, salvo que una disposición de grado mayor establezca lo contrario. A su servicio quedarán las milicias de culto de los templos. En cuanto a la formación de una tropa de voluntarios, Lem, dispones de todos los poderes. Junto con los cuerpos expedicionarios, la ciudad debería permanecer segura. Y ahora señores, ofrezcamos libaciones a los dioses porque se avecinan tiempos difíciles.
La tensión era máxima cuando las delegaciones imperiales llegaron a la ciudad. Los campos se tiñeron de plata cubiertos por las armaduras brillantes de los bravos guerreros. El ondear de los estandartes trajo un renovado orgullo. Un sentimiento tranquilizador se extendió como un potente narcótico por entre las gentes, pero poco tiempo estuvieron los campamentos sobre la encrespada pradera de Tagar. Todo se realizó conforme lo acordado y tras abastecer a tan cuantioso ejército, aquella marea de cimeras azules y blasones nobiliarios se puso en marcha. Se llevaron consigo al gobernador de la ciudad. La despedida fue tumultuosa y llena de euforia. Pero pronto, sin la presencia de las Armadas, el abatimiento se dejó sentir. Si cabe, con más fuerza que antes.
Aquella noche, un aullido metálico y bronco sacó a Lem del intranquilo sueño. El sobresalto despertó a su mujer que pronto supo que algo anormal sucedía. Lem saltó de la cama y buscó apresuradamente sus ropas ignorando las preguntas de su esposa desde el lecho. Lem terminó de calzarse las recias botas de piel y se arrodilló a los pies de su mujer. Su rostro estaba alterado y su voz, habitualmente firme, sonó trémula.