—Cuando el guerrero y el arma se funden —continuaba el minotauro—, son como una balsa de aceite que espera la chispa que la haga arder. Esa chispa es la sangre; la sangre del enemigo. El elixir de la inmortalidad, el fuego que hará arder tu balsa de aceite. Prueba la sangre de tu adversario y comprobarás como la furia de Berserk se apodera de ti. Ella hace que el guerrero deje de ser sólo un guerrero y se convierta en un heraldo de la muerte.
Lem abrió los ojos. Su corazón ya no latía a ese ritmo infernal, ni sus piernas temblaban como lo hacían antes. Ya no tenía miedo. Su nuevo estado le proporcionaba ante todo confianza. Se sentía el ser más poderoso del mundo. Capaz de doblar el firmamento con un golpe de su martillo. Ante él, los lobos seguían gruñendo y aullando pero ahora ni siquiera les escuchaba. Los veía moverse, agitar sus garras y gruñir, enseñando sus mortíferos colmillos llenos de saliva espesa y sus ojos inyectados en sangre. Pero era como si todos los sonidos del mundo se hubieran marchado de repente de aquel lugar o hubiera quedado sordo en aquel mismo instante. En un estado similar al de estar afectado por alguna droga alucinógena, todo aquel espectáculo mudo y mímico empezaba a resultarle incluso cómico.
Olem tenía la mirada perdida en los enemigos. Casi podía decirse que no respiraba. Entonces avanzó un paso hacia la jauría de bestias. Un par de ellos, como en una reacción instintiva frente al movimiento, se abalanzaron sobre él. El Rex batió su hacha y de un solo golpe abrió a los dos licántropos. La sangre bañó la hoja del arma del minotauro y resbaló por el asta en dirección a las manos del guerrero de ébano. Las bestias que quisieron secundar a sus camaradas quedaron a medio camino, clavadas en el sitio. El minotauro llevó entonces sus dedos ensangrentados a su recio rostro bovino y untó por su negro pelaje el denso y cálido fluido. Éste brilló al contacto con un haz de luz de la luna. Entonces, todos los músculos del toro de ébano se crisparon. En un desafío de guerra hinchó sus tremendos pulmones y bramó como jamás nadie ha oído bramar a un hijo del Toro Tempestuoso. El grito fue ensordecedor y espeluznante. Ronco y hondo como surgido del mismo infierno. El alarido de aquella bestia astada de casi cuatro metros de altura enmudeció por completo a los lobos. La atmósfera dejó de albergar los gruñidos y aullidos de las bestias que poco a poco dejaban sin remedio paso al tremendo bramido del minotauro. Un aullido largo que hizo temblar a todas las criaturas que pudieran alojarse entre las podridas reliquias de los árboles de aquel bosque fantasmal. Un grito que pareció acallar al mismísimo silencio.
Olem enmudeció y miró como una bestia irracional a sus adversarios. Los iris normalmente anaranjados del Rex aparecían blancos como los de un ciego. Empuñó su arma y cargó como una montaña contra los hombres lobo.
A Lem algo le impulsaba a luchar, a matar adversarios donde los hubiera y en el número que llegaran. Sentía una fuerza incontrolada dentro de su cuerpo que sólo la liberaría a golpes de martillo. Con los ojos ciegos y sin otra cosa en su mente que no fuese morir peleando, el herrero corrió como alma que regresa del infierno. Ondeaba el martillo cuando la jauría entera se les echó encima...
En la memoria de Lem, el recuerdo de aquel encuentro aparecía y desaparecía a velocidad imposible siempre que se jugaba la vida en un combate. Contagiado del poder devastador que su arma le brindaba, los ojos del herrero se clavaron como una lanza en las rasgadas pupilas del reptil que pretendía coronar las murallas. La poderosa bestia tembló al comprobar cómo Lem, aquel desarmado humano de hacía unos instantes, alzaba por encima de su cabeza un martillo de hierro que difícilmente sostendrían muchos de sus aliados con ambas manos. En las pupilas del imponente pelirrojo tan sólo podía leerse una cosa:
golpear
. Ya no había nada en sus ojos. Lenguas de fuego parecían haberlos sustituido. Con aquellos orbes de aspecto demoníaco empotrados en su adversario, Lem lanzó un berrido colérico, más propio de un macero enano. Nada evitó que descargara su imparable arma sobre la cabeza del saurio. Tal fue de desgarradora la fuerza en la abatida que de errar aquel golpe y alcanzar la piedra a nadie hubiera sorprendido que las murallas de la ciudad se hubiesen abierto en dos.
Pero el golpe fue certero y el cráneo de su adversario se deshizo ante él en una nube de sangre. El cuerpo sin vida del saurio cayó muro abajo arrastrando consigo a todos los demás trepadores. Cerca de la posición de Lem, un grupo de orcos habían logrado reducir a los defensores y llegar a las almenas. Empezaban a conseguir hacerlo con mayor facilidad. El herrero observó cómo los enemigos daban muerte a un par de voluntarios. Ni aún cuando el gigante partió a la carrera transportando su pesada corpulencia deseosa de asestar golpes mortales con el martillo, se amedrentaron. Lo hicieron cuando fue ya demasiado tarde. Lem no había dado tiempo al orco de lanzar el primer mandoble. Su golpe lo envió murallas abajo sin que aquél apenas hubiese visto la mortífera embestida.
Lem Forjadorada no era ningún novato, muy al contrario. Podía decirse que poseía un palmarés de triunfos y batallas que pocos grandes oficiales imperiales llegan a tener, mucho menos un puñado de orcos Se deslizó entre ellos abriéndose paso a golpes. El sonido del quebrar de huesos a cada impacto lo estimulaba, al igual que la adrenalina embravecía sus músculos. En aquel estado de locura que llaman
Berserk
nada existía salvo él y el caer de sus adversarios. Pronto, el último de sus enemigos sucumbía a sus pies. Sin embargo, la batalla en las murallas se tornaba desfavorable. ¡Había demasiados enemigos! Se mirara por donde se mirara, orcos, saurios u hombres bestia combatían ferozmente contra las mermadas fuerzas de Tagar. El herrero escuchó tras él un gruñido y el golpear de unas botas a la carrera. Se giró en redondo, martillo en mano. Alcanzó de lleno al orco que pretendía atacarle por la espalda. El golpe lo elevó del suelo y lo catapultó contra las almenas. En ese preciso instante se percató de que un grupo de goblins estaban coronando las murallas con una escalera. De una patada hizo que la escala perdiera su agarre precipitando a las criaturas.
—¡¡Lem a tu espalda!! —escuchó una voz. El herrero se giró batiendo el pesado martillo. Esta vez sólo encontró al vacío como oponente. Dos oportunas saetas interceptaron a un goblin en el aire y evitaron que empujase al herrero murallas abajo. Buscó al dueño de aquella voz. A su izquierda, Kristenn Galladar, un sargento imperial, le sonreía. Con la mano le ofreció un saludo antes de dirigir a dos de sus ballesteros, todavía en posición, hacia él. Tras Galladar, un cuerpo de refuerzo de soldados imperiales le seguía. Cuando el grupo alcanzó su altura, el sargento se detuvo.
—Mis hombres se encargarán de esta zona. Tus voluntarios ya se han sacrificado bastante —le aseguró.
—¿Cómo está la batalla?
—Aguanta. Este es el flanco más débil. Mis espadas frenarán su vanguardia. Veremos qué hacen esos orcos cuando tengan frente a ellos corazas imperiales y no un puñado de ciudadanos asustados. Los refuerzos milicianos vienen en camino. Date un respiro. Saca a todos los voluntarios que puedas y aléjalos de la primera línea.
Deseándose suerte, ambos guerreros partieron en direcciones opuestas.
Mientras, el herrero corría sorteando cuerpos, esquivando proyectiles y agrupando voluntarios para sacarlos del frente. En dirección a la Puerta Grande pudo comprobar con sus propios ojos que el sargento Galladar tenía razón. Tal vez la zona de la que salían era una de las más castigadas. La parte amurallada que tenía a su frente respondía mejor al asedio. Un mayor número de soldados imperiales, mucho mejor equipados para combates duros evitaban que el enemigo atravesara la zona. Allí se habrían agrupado más hombres diestros y bien pertrechados con experiencia en combate. Formaban aún una férrea defensa. Allí era mucho más usual ver cuerpos enemigos que de aliados sembrando el suelo de piedra de las murallas. Los magos, que allí se concentraban en mayor número, hacían estragos en las filas enemigas con poderosos hechizos ofensivos. Pronto escuchó las palabras por las que todo combatiente sangra.
—¡¡Se retiran!! —Se oyeron las primeras voces—. ¡Las líneas se repliegan! —Y pronto los vítores corroboraron aquella noticia. Las líneas enemigas se plegaban hacia atrás dejando almenas y murallas sembradas de cuerpos quebrados. Los que pudieron volver a las escalas y cuerdas lo hicieron de inmediato. Los demás buscaron despeñarse a la desesperada o resistir y morir hasta el último hombre. No había rendición posible. Los defensores suspiraron aliviados aunque su alegría estaba teñida de dolor y sangre.
Horas más tarde Lem se reencontraba con Irëëm y la pequeña Amber en la seguridad del templo de Yelm que se había convertido en el refugio improvisado de los civiles. Apenas si tuvo tiempo de abrazar a su mujer y besar a su hija. Se alegraba de la fortuna que le permitía el reencuentro con sus seres queridos. Por otra parte, el dolor de aquellas quienes habían enviudado esa noche le atenazaba por todas partes. El venerable santuario se había convertido en hogar, refugio, despensa, hospital y velatorio a un mismo tiempo.
—Muchas víctimas veo, por el número de lágrimas —le comentaba el padre Elías.
—La noche ha sido ruda, hermano —le decía el herrero—. Cuidad bien de mis damas. Os lo ruego.
—Lo haré como si fuesen mi propia familia.
La noche fue larga. En las barracas de los oficiales tres hombres mantenían quizá la misma conversación que el resto de los soldados y voluntarios que habían participado en la defensa de la ciudad. La diferencia es que de las conclusiones que derivasen de aquella conversación resultarían las líneas de estrategia a seguir en adelante. Junto a ellos, a la cálida luz de las antorchas, algunos representantes de los cultos guerreros les asistían.
—Han bajado de las montañas —decía el comandante Malik apurando una jarra de abundante cerveza rubia—. Es imposible que hayan cruzado las líneas Imperiales de Durgan Lynn.
—Eso sólo puede significar que ya aguardaban ahí antes incluso de la llegada de las tropas del Emperador —aventuraba otro oficial de la milicia.
—Tratan de cortar los suministros. Tal y como sospechaba el gobernador —añadió Lem.
—Saben perfectamente que si lo consiguen y Tagar cae, las Armadas se verán en la necesidad de dividirse para recuperar esta plaza o trasladar esa primera línea de defensa a esta ciudad, si es que Durgan no está sitiada ya —apuntaba un capitán miliciano.
—Nuestros últimos correos dicen que la vanguardia enemiga aún no ha superado los valles del Ghâr’al’Amarna. En Durgan no se han visto tropas enemigas —apuntaba Holfgan masticando un buen bocado de pan.
—Sea cual sea la situación resulta desfavorable para nuestros intereses. Si se dividen las líneas, Durgan Lynn se hallará en desventaja y sus murallas se resentirán cuando el enemigo alcance la plaza.
—En cualquier caso, Holfgan —añadiría el veterano herrero—, Durgan Lynn es una metrópoli. Tagar, por su tamaño no resulta tan eficaz para la línea de defensa. No tenemos infraestructura para albergar tantas tropas aquí, ni a los refugiados.
—No pensemos en eso —apuntó Ben Malik—. Tagar aguantará y Durgan no necesitará repartir efectivos.
—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó el herrero girando la conversación.
—Casi un centenar. La mayor parte voluntarios —respondió el comandante de la milicia—. Aunque sus bajas triplican las nuestras. Podemos sentirnos orgullosos del comportamiento de nuestros hombres. Aunque... —prosiguió con tono sombrío —no han utilizado ni una tercera parte de sus efectivos, me temo. Su caballería sigue intacta y creo que la mayor parte de la infantería pesada también. Lo de esta noche no ha sido más que una escaramuza. Orcos y goblins en su mayoría. Nos han enviado su morralla sólo para comprobar la dureza de nuestras murallas. El tiempo corre en contra nuestra. Nosotros somos los sitiados—. Ben Malik apuró su jarra de cerveza de un prolongado trago y acercó el barril abierto con el que la rellenó de nuevo. Luego vertió el espumoso y espeso caldo en la jarra que le tendía Lem.
—No debemos preocuparnos —comentó relajado el capitán imperial mientras indicaba con un gesto si alguien más quería reponer sus reservas de cerveza—. Con suerte el humo provocado por los ahnkull se verá a varias millas a la redonda. Los destacamentos Imperiales apostados en los alcázares estarán aquí en un par de días. Si esperamos a que lleguen podemos atacarles juntos. Les rodearemos con una tenaza y caerán aplastados.
—Si antes no nos vuelven locos —bramó un capitán miliciano—. ¡¡Malditos sean esos tambores!!
Habían pasado algunos días desde la primera escaramuza. Una niebla espesa se había levantado aquella mañana aunque ello no impedía ver el campamento levantado por las tropas enemigas. La caballería tomó posiciones cerca del perímetro de las murallas. La infantería se agrupaba cerca de la Puerta Grande. Llevaban dos días preparando lo que sería el enfrentamiento con el grueso del ejército que les sitiaba. Abajo, los caballos piafaban en un coro desacompasado de relinchos y bufidos. El vaho se escapaba haciendo visible el aliento. Lem se acercó a las primeras posiciones a lomos de su caballo embutido en su antigua armadura de guerra Jerivha. Bajo la celada penachada por una cimera púrpura se escapaba la frondosa barba que el herrero había trenzado al modo enano para la guerra. Pronto estuvo en el grupo de cabeza y se situó junto a Ben Malik que se regocijó al verle.
—Una mañana fría, Malik —saludó el herrero.
—Pronto se calentará, viejo lobo. Los visionarios de Sem dicen que nuestras tropas llegarán hoy.
—No es lo único que dice el Oráculo, Ben. Los astros no nos acompañan.
—Ellos son sacerdotes, no guerreros —se invitó en la conversación el capitán Holfgan desde su posición en la vanguardia—. Dejemos que ellos recen en sus altares y nosotros combatamos en el campo de batalla.
—Por una vez estoy con el imperial —bromeó el comandante de las milicias.
—¡¡Están, aquí!! —La voz del vigía dio la noticia esperada. El ejército que aguardaba inquieto estalló en sonoros vítores. Ben Malik miró a Lem con una sonrisa en los labios.
—Ha llegado la hora—. Alzó la mano y su lugarteniente voceó que se abriese el portón. Aquél, como una criatura que se despereza, emitió un crujido cuando sus tripas metálicas alzaron el hierro. El portaestandartes de la milicia agitó la tela blasonada con las armas de la ciudad. Se le sumó el abanderado Imperial. Las trompas tocaron posición de vanguardia.