Todos los hombres estaban preparados, todas las armas dispuestas, esperando la chispa que las despertase, la señal que las hiciera rugir. Todos los ojos fijos en el enemigo y todos los corazones bombeando sangre a más velocidad de la normal. Pero los tambores... los tambores marcaban el ritmo lento y macabro de la muerte. El sonido que salía de ellos se condensaba en el aire y penetraba en las almas de los soldados llenándolos de terror. No paraban. No habían cesado desde el principio. El martillar constante empezaba a hacer mella en los defensores.
—¡¡Malditos tambores!! —exclamó Holfgan, también allí en el puesto de mando miliciano—. Es como si la muerte misma estuviera tras ese sonido infernal.
Lem le miró y volvió la vista hacia el horizonte. A él no le parecía, estaba seguro que la mismísima Muerte, esa noche, tocaba el tambor. Aquel silencio terrorífico, aquellos tambores incesantes y su macabra melodía. Aquella angustia, se prolongó durante una hora al menos. Hasta que las líneas enemigas reunieron a todos sus efectivos.
—Dejemos que hagan su primer movimiento —dijo el comandante—. ¡Qué se preparen los arqueros!
—¡Arqueros preparados! —ordenó el primer oficial al resto de los oficiales.
—¡Arqueros preparados! —anunciaron, a su vez, éstos a sus subordinados.
—¡Arqueros preparados!
De esta forma, la orden «
arqueros preparados»
corrió por entre las almenas en un eco cada vez más difuso. Atendiéndola, los arqueros montaron una flecha y tensaron los arcos. El silencio en las almenas era sepulcral. Podía oírse al compañero respirar con esa insistencia típica de los momentos de tensión...
Una primera línea enemiga se desligó y comenzó una frenética carrera hacia las posiciones que ocupaban los hombres de las murallas. Hasta ellos llegaban los ecos de sus gritos de guerra. Cuando sobrepasaron la barrera de alcance de los arcos y estuvieron a tiro de flecha, el comandante mandó disparar a los arqueros. Una lluvia de saetas se precipitó sobre el enemigo dejando en el suelo las primeras víctimas de la contienda. Todos los arcos volvieron a tensarse en un crujido cartilaginoso. Dispararon una segunda andanada. La batalla había empezado.
Los primeros enemigos lograron pasar el arco de flechas y llegaron al pie de las murallas. Sus luces delataron por primera vez la naturaleza de los agresores. Eran unos seres grandes de piel verde y rugosa y aspecto ligeramente porcino. Todos ellos embutidos en rapiñadas armaduras por piezas hechas de cuero y metal. Junto a ellos había otras siluetas de menor tamaño también de piel sinople. Tenían narices largas y grandes orejas puntiagudas. Los orcos y goblins de esta primera línea de ataque se encargaron de lanzar recipientes de aceite inflamado hacia las murallas. Llegaron muchas más de las que los defensores de Tagar hubiesen querido. El aceite en llamas que alcanzaba el objetivo causaba los primeros daños entre las fuerzas de Tagar.
Junto a estos primeros lanzadores de nafta, sus arqueros y ballesteros comenzaron a disparar las armas. La atmósfera pronto se plagó de proyectiles que iban en una y otra dirección, causando la muerte en uno y otro bando. El frente enemigo se dividió en tres secciones cuyos flancos se dispersaron en un intento por rodear la ciudad. Pronto buena parte del perímetro de murallas se vio asediado por antorchas.
Las armas de proyectil eran dueñas absolutas de esta fase de la contienda. De uno y otro lado de las murallas silbaban cortando el viento, precipitándose mortalmente hacia los infortunados cuerpos de las víctimas. Eran portadoras de una muerte fugaz, súbita; como si de la picadura venenosa de algún insecto gigante se tratase.
Al inicio del despliegue enemigo Lem había tomado un grupo de ballesteros pesados para reforzar uno de los flancos de muralla. No eran soldados profesionales, sino un grupo de voluntarios al que se le había asignado arma. No tenían experiencia militar y ello hacía que fuera más difícil organizar una defensa coordinada. El herrero disparaba indiscriminadamente a cualquier blanco en su zona de tiro, resguardándose, tras cada disparo, en las almenas para rearmar su lenta herramienta. Los caídos en el bando enemigo sembraban de cuerpos el perímetro de murallas. Sin embargo, a causa de las flechas y el aceite, las bajas de las fuerzas de la ciudad eran suficientes como para empezar a notar las ausencias.
Como era de esperar, el efecto devastador de castigo que las flechas y el aceite de los orcos habían provocado en los defensores, dio pie al verdadero asalto. En una de las alzadas del herrero tras el último disparo de su ballesta descubrió la nueva fase de ataque enemiga.
—¡¡Garfios!! —Se escuchó la voz de alarma. Pronto corrió por entre las almenas. Los orcos y goblins comenzaban, al amparo de las flechas de sus aliados, a desplegar garfios y cuerdas. Al lanzarlos sobre las murallas, les permitirían llegar a ellas. Desde fuera del resplandor de las luces que alumbraban el exterior de los muros de Tagar, donde la oscuridad hacía invisibles a los enemigos, surgían más y más guerreros orcos y pequeños goblins, en un fluir continuo, de forma que hacía fácil pensar que no se acabarían nunca.
—¡Escalas! —La batalla por las murallas empezaba ahora.
En esta fase ya no solamente eran orcos y goblins quienes utilizaban todo su poder para alcanzar las defensas. El panorama había cambiado de una forma dramática. No sólo los garfios que se aferraban a las murallas centraban la atención de los soldados imperiales, esforzados en abatir a los trepadores o cortar las cuerdas que hacían posible el ascenso. También las escalas de madera competían contra los defensores en esa lucha por tomar las murallas.
Con los orcos y goblins aparecieron en el campo de batalla seres de torso y piernas humanoides. Tenían cabeza de carnero y estaban cubiertos de su mismo pelaje. Lem los reconoció al instante. Se trataba de hombres bestia. Sólo su contacto contagiaba las más infecciosas enfermedades. Pero había más: entre la maraña de seres verdes las pupilas de Lem descubrieron saurios armados con hachas y grandes espadas de curvo y ancho filo. Se protegían por escudos gruesos de quitina y corazas de hueso. Con todo, aún parecían secciones de infantería ligera de apoyo a las líneas de orcos. Miró al horizonte y su experiencia guerrera le dijo que la caballería seguía ahí, detrás de las antorchas. Inútil en esta fase del combate, pero protegiendo probablemente a las mejores reservas de infantería pesada.
Estaba recargando la ballesta agazapado en una almena cuando un garfio se aferró a los sillares de piedra como las garras del animal. El herrero clavó los ojos en el hierro curvado del garfio con la misma fuerza con la que las puntas de la herramienta mordían la piedra. El garfio se movió, afianzándose en la roca. Lem supo que abajo habían empezado el ascenso. La soga crujía con el peso de quienes vencían la gravedad buscando subir. No tenía cuchillo así que se apresuró en colocar la saeta y esperó a que el enemigo estuviera a una distancia prudencial. El sonido metálico de otro garfio al estrellarse contra la roca cerca de él le sobresaltó. Sin más demora asomó su torso alzando la ballesta por encima del garfio y disparó el dardo mortal al que subía en cabeza. La saeta atravesó la frente del orco que encabezaba el ascenso que cayó fulminado arrastrando a otro de sus congéneres en la caída. Ambos golpearon en el suelo haciendo un sonido sordo apenas perceptible en el fragor de la batalla. Lem echó mano hacia el carcaj donde guardaba el resto de los proyectiles. No le durarían mucho más. Sobre las almenas, la batalla era encarnizada. Gran número de enemigos habían conseguido traspasar la barrera de las murallas gracias a los garfios y escalas. Los aceros salieron a la luz de las antorchas, prestos a mancharse de sangre. Hachas, mazas y alfanjes frente a las lanzas, picas y espadas de los defensores. Pieles correosas frente a armaduras de coraza. Bestias frente a hombres. Así estaba la situación sobre las murallas de Tagar. A su alrededor, yacían hombres que habían encontrado un triste final aquella noche de tormenta. Padres, hijos, hermanos que ya no volverían a encontrarse con los suyos. Abajo, las víctimas triplicaban el número, pero al enemigo parecía no importarle el dispendio de vidas en sus cohortes.
El viento y el frío seguían minando fuerzas entre los combatientes. En las murallas comenzaba a respirarse el penetrante olor de la sangre. Junto a él un grupo de soldados trataba de evitar que los enemigos treparan, cortando las cuerdas de los garfios, pero parecían bastante ocupados como para atender a las suyas. A su derecha, un joven voluntario disparaba a los orcos que intentaban alcanzar las almenas con su ballesta. El infernal martilleo de los tambores captó la atención de Lem.
Los de su garfio estaban coronando las murallas. El herrero se percató de ello y golpeó con la ballesta desesperadamente el rostro inhumano del hombre bestia que casi había encaramado todo su torso. Derribó al adversario pero perdiendo el arma. La ballesta se escurrió de las manos cayendo abajo, enterrándose al caer en el espesor de la enrojecida nieve. De poco más abría servido aquella noche pero él quedaba desprotegido a los ojos de sus adversarios. Un saurio que subía tras la bestia abatida, aferró el sillar de la almena con su garra y sonrió, mostrando una ristra de sucios y temibles colmillos. La bota de Lem impactó en su pecho y lo arrancó de allí lanzándolo al vacío. Sin embargo, otro saurio coronaba el garfio anexo. Aparentemente desarmado, el rostro atónito del herrero envalentonó al nuevo enemigo que empuñó con fuerza el mango de su espada. Brillaba a la luz zigzagueante de las antorchas. En un gesto de desafío desplegó e hizo vibrar amenazadoramente la colorida membrana crestada de su cuello, pero...
La confianza desapareció cuando el corpulento herrero echó hacia atrás su capa, mostrando el descomunal martillo de guerra que le colgaba del cinto.
La diestra enguantada de Lem abrazó con sus dedos el asta que enmangaba los cuantiosos kilos de hierro que daban forma a la cabeza del Yunque. La superficie del mango se fundió al contacto con la mano del coloso. En cuanto sintió la presión de su arma favorita en la yema de sus dedos, algo, como una corriente eléctrica, como un río de energía, ascendió desde su mano al brazo y por él a todo su cuerpo. Las vibraciones que su arma le transmitía le devolvieron la confianza e inevitablemente le transportaron por su memoria hasta un recuerdo que siempre aparecía cuando la batalla entraba en la fase del cuerpo a cuerpo. Aquella vez también empuñaba su formidable martillo...
Era un bosque frío de árboles muertos cuyas raíces desnudas y retorcidas daban paso a los corrompidos esqueletos de lo que alguna vez habían sido árboles vivos. Una niebla espesa envolvía las deformes raíces y el suelo pantanoso en el que se hundían. Lem se encontraba espalda con espalda -lo cual era sólo un decir- con otro guerrero colosal, sólo que aquél hacía parecer al inmenso humano apenas un mediano lampiño. Su estatura ascendía doblando la considerable estatura del herrero. Incluso más aún. La desarrollada musculatura de Lem se proporcionaba al desmesurado tamaño de su compañero, configurándole un grupo muscular en uno solo de sus muslos todo el desarrollado torso del humano. Vestía un pantalón de cuero sobre el que la tremenda estatura de Lem tan sólo podía superar en una cabeza. Su cuerpo se cubría de un pelaje recio de color ébano y su cabeza no era humana. De sus sienes sobresalían dos imponentes cuernos, mucho más gruesos y fuertes que los de la mayoría de su raza. Aunque su inexpresiva testa bovina lo delataba, su compañero de armas no era un simple Toro de Berserk. Su estatura estaba muy, muy por encima de su media racial. Su cornamenta y sobre todo el negro pelaje de su cuerpo decían de él que pertenecía a una casta superior de minotauros. A una estirpe gobernante. Una raza que dejaba a la altura de un púber incluso a los de su misma sangre. Olem Asta de Dragón era un Rex. «
Uno de ébano»
como les llamaban los humanos, en referencia a la delatora tonalidad cuervo de su piel.
Si el herrero portaba su afamado y pesado martillo de yunque, el Rex cargaba con su hacha de doble filo. Tenía un mango de asta tan grueso que parecía imposible calibrar a simple vista el peso del acero en su hoja.
Lem y Olem estaban espalda a espalda con las armas en guardia defensiva, escudriñando las agonizantes formas de los árboles entre la niebla. No estaban en esa desesperada posición por casualidad. Al menos una docena de Aulladores les habían dado alcance y rodeado en aquella ciénaga oscura y brumosa. Entre gruñidos y aullidos que hacían temblar al más curtido de los valientes, las afiladas garras, los letales colmillos y los fríos y amarillos orbes de aquellos lupinos cada vez estrechaban más el círculo. Les rodeaban con la certeza de haber cortado el paso a sus presas.
A pesar del tamaño de las bestias no era en realidad su estatura lo que preocupaba a Lem en especial, sino que la Licantropía se contagiaba al menor rasguño de sus garras y dientes. Y eran más de diez...
No parecía difícil morir aquella madrugada frente a tan nutrido grupo de hombres-lobo, a pesar del formidable guerrero astado que le acompañaba. Pero mucho más fácil sería aún terminar siendo un miembro más de la manada. Cuando Olem percibió que el herrero estaba temblando de miedo tras él, le susurró:
—Sangre fría, Jerivha, sangre fría.
—Suena fácil para ti, «
Berseker»
—le criticó convirtiendo en dureza su acuciante temor. Aquel campeón de su raza supo lo que el herrero trataba de decirle con aquel comentario.
—La furia Berserk no es una cuestión de raza, humano, sino una cuestión de fusión de la mente y el cuerpo —confesó el Rex—. Eres un guerrero y un guerrero piensa siempre como un guerrero. Tu arma es algo más que una herramienta, es parte de ti. Siente el poder de tu arma, Jerivha, deja que te llene su fuerza. Fúndete con ella. Que su energía te recorra todo el cuerpo.
A medida que el atronador timbre de voz del toro de ébano hablaba, Lem se dejó llevar por las palabras. Apretó el mango del martillo con fuerza. Quizás fueran fantasías suyas, pero ¡Por los dioses! Al compás de las palabras de su compañero tuvo la sensación de que las venas bajo su piel no acababan en sus dedos sino que seguían por la labrada madera del martillo. Sentía cómo inundaban con su fluido vital el inerte metal de la cabeza. Por extraño que pareciese, creía tener incluso tacto. Jamás había experimentado algo semejante. Realmente, sin ningún asomo de duda, aquel férreo yunque enmangado que tantas veces le salvó la vida, acababa de convertirse en un apéndice más. Le resultaba imposible precisar dónde acababa su brazo y dónde empezaba el martillo.