—¿Qué significa, Gharin? —le preguntó intrigado.
—¿Arhamân? Es Mostalii. Según Allwënn significa:
Paz
—le confesó éste.
—¿Paz? —Las risas de Lem debieron oírse a varios centenares de metros a la redonda—. ¡Esa palabra está en desuso entre los Tuhsêkii! ¡¡Dioses, Dioses!! Ese perro viejo deslenguado de Torghâmen deseándome paz ¡¡Creí que me moriría de viejo antes de ver esto!! —Las contagiosas carcajadas del herrero obligaron a reírse al semielfo también. Ambos reían de tal manera que pronto no pudieron parar.
—¡El viejo Torghâmen es un blandengue! —Continuaba entre carcajadas Lem—. Dentro de poco vestirá como una mujer.
—Y será una mujer de «
barbas
tomar»!! —contribuía Gharin desternillándose de risa. Esta situación duró un buen rato. Luego, cuando lograron tranquilizarse un poco, jadeando y secándose las lágrimas acumuladas, el semielfo preguntó por la esposa de Lem.
—¿Irëëm? —El herrero infló su pecho con orgullo al hablar de su hermosa mujer elfa—. Está en casa —anunció retardando el final de la frase para darle emoción —...cuidando de Amber ¡Mi hija!
Gharin abrió los ojos de par en par por la sorpresa. Pronto aquella se fue tornando con rapidez en alegría y ésta en euforia.
—¡Ah, ladrón! ¿Así que tienes una hija? —Exclamó lleno de gozo—. ¿Y qué edad tiene? —Los labios de Lem se dispusieron en una sonrisa picarona tras su poblada barba pelirroja. Miró hacia los lados disimulando.
—¡¡Dos años!!
Gharin explotó de nuevo en una risotada incontrolada.
—¡¿Y tú tienes la osadía de llamarme bribón!? ¡Te dejamos sólo un par de años y no se te ocurre otra cosa que hacerle una cría a tu mujer! —Durante un buen rato ambos amigos estuvieron riendo y contando anécdotas.
Pasaron aproximadamente un par de horas desde que Gharin llegara a la tienda. Durante ese intervalo de tiempo la charla se había visto interrumpida tan sólo un par de veces por algún que otro cliente. La mayor parte de la ciudad se hallaba en la Arena y se notaba en la clientela. Era ya casi la hora del almuerzo. Estaban discutiendo sobre quién invitaría a quién cuando un sonido hizo estremecer la ciudad y con ella a sus habitantes. Un bramido espeluznante se apoderaba de Tagar desde las murallas.
—¡¿Qué pasa?! —preguntó muy extrañado el semielfo al descubrir que Lem se había quedado clavado en el suelo. Miraba a la puerta como un zombi cuya voluntad fuera dirigida por una mente mucho más poderosa. Lem no contestó. Como una centella buscó su pesado martillo de yunque y salió a la calle. A toda prisa, el muchacho agarró su espada y partió tras él. Cuando logró darle alcance, un par de manzanas más adelante, trató de arrancarle una respuesta.
—¡Por los Dioses, Lem! ¿Qué diablos ocurre? ¿Es que te has vuelto loco? —Le gritó con todas su fuerzas mientras corría a su lado. El herrero se paró en seco.
—Es el cuerno de alarma de la ciudad ¡¡Tagar está siendo atacada!!
El claro cielo azul salpicado de manchas blancas de sus recuerdos se tornó de nuevo en la masa gris compacta de las nubes que amenazaban con volver a traer la nieve a la trágica noche. Desde las almenas de la Muralla Mayor de Tagar, hasta donde Lem había subido, el horizonte podía verse manchado de puntos anaranjados sobre la sombría superficie de la llanura. Puntos de luz. Un millar de ellos, parecían. Caminando uno junto a otro formando un centenar de columnas que se amontonaban sobre el suelo como un nutrido grupo de gusanos gigantescos que avanzaban al olor de la comida. En algunas zonas la intensidad con la que se apiñaban las luces era tal que no dejaban lugar al negro espacio de la oscuridad de la noche entre ambas. Aquel manto brillante se extendía sobre el valle en dirección a la ciudad. Lo hacía en un vaivén lento pero inexorable que asemejaba al de una ola que viene a derramar su espuma sobre las finas arenas de la costa. El viento que corría en contra de los defensores traía entre sus silbidos los estremecedores y rítmicos golpes de los tambores de guerra. Un gélido beso de aire azotaba los cabellos del gigante rojo desde las almenas mientras contemplaba el sobrecogedor espectáculo del horizonte. El adarve estaba fuertemente iluminado por las numerosas antorchas de aceite que plagaban las murallas. Tras él, una ciudad sumida en el caos y la desesperación. El aviso del Cuerno obligó a que se reorganizaran en las murallas más de la mitad de los efectivos militares disponibles.
Los mandos se desgañitaban ordenando preparar una defensa que pudiera sostener, al menos, la primera oleada atacante. Los ballesteros y los arqueros se agolpaban entre las líneas de las almenas con sus armas dispuestas, prestos a evitar que la ciudad fuera tomada. Mientras, el resto de las milicias movilizaban las armas de asedio y trataban de apostarse formando grupos sólidos.
El imparable avance de las luces obligó a Lem a darse prisa. Apartó su mirada del horizonte e intentó buscar entre la algarabía una cara conocida. Inmerso en la multitud de soldados que corrían de un lado a otro a posicionarse sobre las murallas, Lem creyó ver a Milkar Holfgan, excitado y gritando, como la mayor parte de los hombres congregados sobre el adarve. Se tratada un veterano de considerable estatura y barba rubia trenzada. Su valor en combate y capacidad militar pocos se atrevían a cuestionar. Era el capitán al mando del destacamento imperial. Doscientas espadas a su cargo.
—¡¡Calentad ese aceite!! ¡¡Vamos!! ¡Quiero a todos los hombres disponibles en la muralla norte! —gritaba, todo lo que su garganta le permitía.
—¡¡Holfgan!! —Le llamó el herrero avanzando a grandes zancadas hacia él mientras esquivaba hombres armados y otros que portaban útiles de guerra—. ¡¡Holfgan!!
El herrero se situó tras él y le puso una mano en el hombro para advertirle de su presencia. El soldado se volvió y en su mirada delató la sensación de angustia que envolvía a todos.
—¡¡Lem!! Necesitamos hombres en el puente. El incendio ha dividido a los soldados.
—¿Cuántos son? —preguntó Lem indicando con un gesto de cabeza la línea de luces que se acercaba por el horizonte. El soldado imperial volvió la mirada al exterior de la muralla y a la ola de puntos anaranjados que se les echaban encima.
—A juzgar por el número de antorchas ¿Quién sabe? Diría que dos o tres mil hombres. Un ejército muy nutrido para ser un grupo expedicionario. Bajan de las montañas.
—¿Y los hombres de Malik? ¿Dónde están los milicianos?
—La milicia se está encargando de las tareas de rescate y organización en la ciudad... Esos malditos salteadores han hecho muy bien su trabajo. ¡Bastardos! Quieren dividir nuestras fuerzas.
—Las murallas aguantarán, Holfgan —aseguró enérgicamente el pelirrojo herrero —pero tenemos que traer a más hombres aquí. La milicia debe acudir.
—¡Malditos sean los Dioses! ¡Malditos todos ellos! —vociferó el oficial imperial. Acto seguido se volvió hacia uno de los soldados de la milicia de Tagar que aún andaban en las murallas—. ¡¡Tú!! —llamó en un tono colérico y severo.
El soldado contestó saludándolo de inmediato.
—¡Señor!
—¡Avisa al comandante Malik!
—¡Sí, señor! —El soldado partió a la carrera en busca de su superior, como se le ordenase. Milkar Holfgan se volvió y caminó hacia Lem. El herrero se había apoyado en las almenas y miraba de nuevo la incesante marcha de las antorchas.
—Avanzan muy deprisa —comentó con voz queda—. La primera línea estará aquí en unas horas.
Habían transcurrido quince o veinte desesperados minutos desesperados de incertidumbre cuando el comandante de la milicia llegó hasta el adarve. Era un hombre maduro, también barbado, cubierto por una armadura de láminas y malla a la que una capa oscura le confería distinción y porte.
—¡¡Malik!! —voceó Holfgan en cuanto vio su figura recortarse entre la compacta masa humana que se movilizaba por las almenas. Aldar Ben Malik era el comandante al mando de la milicia local de Tagar. A diferencia del destacamento Imperial, que era una división que el propio Emperador enviaba a cada una de las poblaciones a razón de sus tierras y habitantes; la milicia no la costeaba el Imperio a través de sus tributos, sino que dependían del Gobernador y de la Casa Gobernante de cada ciudad. Buenas y bien entrenadas milicias locales sólo las podían sufragar las ciudades más ricas y prósperas, como era el caso de Tagar. En las cuales se constituían en varias compañías que daban lugar a un ejército local bastante bien conformado al mando de un comandante de milicia. Las ciudades con menos capacidad no lograban pasar de un puñado de hombres uniformados de dudoso adiestramiento. Sin embargo, la inmensa mayoría de esos lugares habían de conformarse con su asignación de hombres del Imperio.
La proximidad de las antorchas daban luz a las almenas y hacía que junto al sudor de los hombres y el clima generado se condensase una atmósfera característica que los veteranos de guerra denominan el «
olor de la batalla»
. Ben Malik plantó su figura ante Lem y el capitán Holfgan.
—Tengo a doce cultos religiosos que quieren colaborar en las tareas a la espera de mis órdenes y vosotros me hacéis desplazar a las murallas. Espero que sea importante.
—Se acercan tropas.
El temple sereno del militar se vio alterado en su rostro cuando miró a los dos hombres y tras ellos divisó la fantasmagórica alfombra de antorchas cada vez más cerca. El espectral sonido de los tambores de guerra traía hasta los oídos de los guerreros la música de muerte. Se escuchaba ahora con una claridad diáfana.
—¡Dioses! —Fue la única exclamación que se atrevió a salir de la boca del caudillo de la milicia. Su mirada se volvió hacia el capitán del regimiento imperial. Lem se adelantó para encararse con el mando local.
—Necesitamos tus hombres, Ben. Las almenas están casi desiertas. Tagar no aguantará con las murallas en esta situación.
—¿Y dejar la ciudad a su suerte pasto de las llamas? —La pregunta de Malik era retórica.
—Utiliza a los clérigos.
—¿Los sacerdotes? —Parecía una alternativa razonable.
—Que ellos lo hagan, Ben. Deja un par de segmentos de refuerzo pero que se encarguen los clérigos. Hay que evacuar a las mujeres, ancianos y niños. Ordena que vayan a los refugios. Esto se puede poner muy feo y lo sabes. Que todos los hombres que puedan empuñar una espada se agrupen en las murallas o no pasaremos del primer ataque.
Malik se frotó el mentón. Miró al exterior y a la amenaza que se aproximaba y caviló unos segundos.
—Sin muralla no hay ciudad. Traeré hombres aquí, Lem. Pero dos segmentos no conseguirán organizar el caos que hay ahí abajo. Tengo que dejar al menos dos secciones. Movilizaré a los mandos para que saquen a todas las almas de esta ciudad de sus camas, si es preciso. Cuatro secciones Lem, es todo lo que puedo mandaros en un plazo razonable.
—Os necesitamos al mando de las murallas, comandante —se interpuso el oficial imperial—. No puedo dirigir una defensa con doscientos hombres. Tus milicianos me doblan el número. Esta batalla es de la milicia.
—Holfgan tiene razón.
—Cuatro secciones. Los pondré bajo tus órdenes, capitán. Traeré cuatro más en cuanto tenga a los sacerdotes controlando la evacuación—. Se volvió hacia el capitán del destacamento imperial—. Pienso dirigir esta defensa, Holfgan. Esta es mi ciudad. No pienso dejarla en manos de cualquiera. Mandaré los hombres ahora. Estaré de vuelta con el resto en cuanto me sea posible. Tratad de sobrevivir en mi ausencia.
Lem miró a Holfgan con una sonrisa mal disimulada. La milicia de Tagar era correosa y Malik tenía fama de perro viejo.
—Antes de que te vayas, Ben —dijo el herrero casi reteniendo en el lugar al experimentado miliciano. Este le miró con gesto urgente—. Irëëm. La he dejado en casa… —el herrero no terminó la frase. En sus ojos podía verse la angustia de un esposo y padre temeroso de la suerte de los suyos. Una mirada que bien podía resumir ella sola toda la situación.
—No te preocupes, Lem —le aseguró Ben Malik—. Haré que alguien de confianza se encargue de ellas.
Soplaba un viento frío aquella noche. Un viento que traía el infernal latido de los tambores enemigos. Un latido hondo que hacía estremecer al más valiente. Unos tambores que bien podían ser los tambores del infierno. Como larvas de insecto, las luces engordaban por momentos en su marcha continua y fatal hacia la ciudad.
El capitán Holfgan volvió a su papel de mando y se dispersó entre la maraña de soldados para proseguir las tareas en las murallas con los primeros hombres recibidos de la milicia. Ben Malik regresó a ocupar su puesto como mando último en la defensa de la ciudad y el grueso contingente miliciano hizo su aparición en las almenas. El enorme herrero, quien no necesitaba galones para ser obedecido, hizo lo propio en otro sector de la muralla. Atendiendo a mil cosas a la vez, dividían hombres, repartían armas y supervisaban operaciones. Se aseguraron las puertas con enormes trancas y los rastrillos de hierro bloquearon el paso. El aceite probablemente no se calentaría a tiempo, pero no se descartaba la oportunidad de utilizarlo más adelante si es que la muralla aguantaba lo suficiente. Junto con los primeros hombres de la milicia y ciudadanos de Tagar convocados a las murallas, llegaron un buen número de clérigos de combate de Helckar, Dios de la Guerra. También algunas Hermanas de la Guerra del único templo de Ira, diosa guerrera, que Tagar levantaba tras sus muros. Todos ellos supusieron que serían mucho más útiles empleando sus habilidades marciales y su magia de combate que acarreando niños.
—¡Quiero verte en mi posición cuando esto empiece! —le dijo el comandante Malik a Lem antes de que ambos se dividieran con objeto de disponer a los hombres para la defensa. Así, cuando las antorchas se detuvieron, Lem trató de localizar al jefe de los milicianos.
Lo que hasta hacía unos instantes era un fluir continuo de hombres, presentaba ahora una cara bien distinta. La mayor parte de efectivos se apostaba entre los huecos dentados de las almenas, preparados para el combate, con los ojos fijos en el enemigo. La corriente había disminuido hasta ser casi inexistente. El único sonido que alteraba el hondo silencio que precede al fragor de la batalla venía de la ciudad, donde las tareas de evacuación distaban años de haberse concluido.
Lem sorteó sin dificultad a los hombres agazapados que encontraba en el camino a la posición donde el oficial de la milicia había levantado su puesto de mando. Cuatro oficiales le asistían y una cadena de mandos diseminada por la muralla se encargaría de transmitir las órdenes que en cualquier momento dictara. El herrero se arrodilló junto al militar que escudriñaba el horizonte como un pájaro de presa. Las luces aún no dejaban ver a sus portadores, pero sí advertían de su número y distribución. Buena parte de ellos eran caballería, de ahí su rapidez de movimiento. Aunque la mayoría de sus efectivos se encuadraban dentro de la infantería ligera. Se habían detenido a unos quinientos metros de las murallas donde las flechas no son efectivas, reagrupándose en líneas. Varias antorchas sobre una loma advertían del puesto de mando enemigo.