—Confiaba que vosotros me ofrecieseis esas respuestas, por eso os seguí.
Gharin volvió raudo la cabeza de nuevo hacia aquellos inocentes muchachos que dormían ajenos a la verdad. Una idea se estaba formando en su cabeza...
Aquellos muchachos....
—Gharin me ha contado su historia y lo que ambos pensáis de ella —añadió mirando intensamente a Allwënn—. Lo que para vosotros son incongruencias más que justificadas, para mí son posibilidades por explorar. La historia de esos humanos coincide con el perfil de quien Rexor desea encontrar.
—¿Rexor buscaba a estos humanos? —dedujo Allwënn—. Esto cada vez tiene menos sentido.
Sin embargo, para Gharin cada vez tenía más.
—Rexor busca a un humano —repitió Ishmant enfatizando la singularidad del concepto—. Un humano de características muy concretas. Si ellos son el origen del epicentro, quizá esté entre ellos. Quizá sean todos. Esa es una posibilidad con la que seguro que no contaba. En cualquier caso, habéis hecho bien en llevarlos con vosotros y alejaros de la vista. Seguro que Rexor no es el único tras su pista.
—¿Quién más los busca? —preguntó el arquero.
—¿Qué importa? —interrumpió Allwënn cansado de tanto misterio—. ¿Qué características tienes ese humano? Preguntémosle a ellos. Si es alguno, lo confesará. Pero en confianza, Ishmant, si alguno de esos pobres críos conoce a Rexor, yo soy una princesa real.
—Es algo más complejo, mi impulsivo amigo —reconoció Ishmant—. Ese humano no tiene por qué saber qué es en realidad.
—¿Y qué es? —Gharin estaba deseoso de saber. Ishmant le miró con gravedad. En ese instante el arquero supo que se quedaría con sus dudas.
—No soy yo quien debe responder a esa cuestión. Ni este es el momento en el que vosotros debéis saberlo.
—¿Quién responderá, entonces? ¿Rexor? ¿Dónde está él ahora? ¿Por qué no viajasteis juntos? —Quiso saber Gharin.
—Dividimos nuestros esfuerzos. Yo buscaría el origen del Temblor. Él iría a sumar a un poderoso aliado a nuestra causa. Fijamos un punto para reencontrarnos.
—¿Dónde? —Ishmant se giró hacia el mestizo de enanos.
—Por la seguridad de todos esa es una información que por el momento sólo yo debo conocer. ¿Lo entendéis, verdad?
Siempre ocurría igual...
La aparición de aquel misterioso personaje siempre había estado acompañada de numerosos interrogantes que venían con él. Veinte años después no podía ser de otra manera. Volvía a aparecer, como un fantasma... y con él los misterios y enigmas.
—Yo os daré un rumbo nuevo. Esos humanos están ahora a mi cargo. Podéis seguir vuestro camino si lo deseáis pero Rexor se entusiasmará si vuelvo con vosotros. No esperaba hallaros en el camino y no nos sobrarán aliados en esta empresa que se inicia. Si deseáis marcharos, lo entenderé. Si continuáis... debéis guardar secreto de todo cuanto se ha dicho en esta conversación... especialmente con ellos, con esos chicos.
Gharin y Allwënn se miraron entre ellos. A Gharin le hubiese gustado tomar partido en aquel mismo momento, pero Allwënn se adelantó.
—Déjanos unos días para pensarlo.
Había amanecido...
El gran astro-dios se alzaba sobre la interminable línea del horizonte y su rojizo pupilo apenas apuntaba la frente por encima de la mítica frontera entre la tierra y los cielos. Aún era temprano. Los rayos de luz no habían tenido tiempo de calentar la superficie del terreno y la nieve persistía en buena parte del bosque. Allí estaba Claudia. Apenas podría decir por qué motivo se decidió a andar un trecho hacia el interior del bosque, pero allí estaba, al borde de una pequeña charca helada que formaba la corriente del río a su paso por un claro en la arboleda. Miraba, medio perdida entre las mantas de pieles, al interior gélido de sus aguas vaporosas y cristalinas. Allí, como tallos de alguna exótica planta que sumergiese sus raíces en el claro líquido afloraban por entre las mansas aguas tres torsos de hombre. Sobre sus espaldas se vertía el afilado caudal de cristal líquido que se despeñaba en una cascada sobre el espejo helado que era la charca. Desde su superficie, tranquila y muda, se escapaban volutas de vapor gélido. Su temperatura había de ser insoportablemente fría.
Uno... suave de perfiles felinos, terso y claro.
Era el de Gharin, el elfo de hombres...
Otro... de torso inequívocamente masculino, de musculatura amplia y recia.
Era Allwënn... de mezcla enemiga.
El último... de definición perfecta, de fibra poderosa y nervuda...
Era ese personaje de presencia grave e intensa que llamaban Ishmant.
Los tres portaban sus armas...
Aquella espada larga y fina de livianas formas. El acero ancho y majestuoso de Gharin y la fastuosa espada dentada con nombre de mujer, por la que la chica se sentía tan atraída como por su portador. Cortaban el aire con movimientos suaves y acompasados, en un sincronismo casi artificial. Indolentes al caudal frío que acuchillaba sus cuerpos. Con sus largas cabelleras húmedas abrazando sus espaldas guerreras. Con sus cuerpos esbeltos en una danza armoniosa y pausada.
Absorta, como contempla un artista su obra acabada, así la joven pasó el tiempo indiferente del mundo que la rodeaba, admirando con fascinación aquellos tres seres que ignoraban su presencia. Y sé que pensaba, justo antes de que los brazos de su eterno amigo Alexis la rodearan desde la espalda, que aquellos elfos y aquel inalterable humano no eran todo lo que habían confesado ser. Que aún ocurrirían muchas historias, muchas junto a ellos, antes de que alguien pudiese indicarles el camino de regreso al hogar.
La claridad traspasaba como lanzas de fuego los vidrios opacos de la ventana...
La luz incidía dibujando la silueta difusa del vano en las esteras del suelo. No podía ver aquello que se encontraba más allá de la ventana. Sólo aquellas ráfagas de luz que atravesaban la barrera del cristal me aseguraban que fuera aún lucía el sol. Por su potencia, la mañana estaba ya avanzada.
¿Dónde me encontraba? ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente o qué lugar se extendía más allá de las estrechas dimensiones de mi pequeño habitáculo? Eran preguntas que me atormentaban. Casi lograban borrar de mi mente otras incógnitas mucho más trascendentes. Ya no me importaba saber cómo había logrado salir vivo tras la mortal caída, a quién o quienes debía el estar donde me encontraba o por qué me habían desnudado y vestido con una ridícula camisola de lino blanco hasta los pies. No sabía si sentir miedo o curiosidad. Sé que el miedo me corroía pero aún no soy capaz de calibrar con justicia si lo hacía más que la maldita curiosidad.
Dejé de recorrer nervioso los cuatro o cinco metros que distanciaban una pared de otra y me senté en el suelo. Un pinchazo agudo aguijoneó mi muslo. Mis heridas ya casi no molestaban pero aún seguían avisando de vez en cuando que podían continuar dando guerra.
Quien fuese responsable de mi actual situación lo era también del cuidado de mis heridas. No había cristal o espejo alguno en aquella habitación de madera donde pudiera mirarme y contemplar mi aspecto. Aún así, era evidente que durante el tiempo que permanecí inconsciente, alguien se tomó la molestia de tratar mis contusiones. Hubiese apostado que mi frente aún podía delatar la señal de más de una. Distintos lugares de mi cuerpo se hallaban sujetos por el abrazo potente de unas gasas. Bajo ellas, tan solo una leve molestia me recordaba que una vez hubo heridas en mi carne. Ignoraba la naturaleza de mis heridas de la misma manera que desconocía con qué me las había producido. Intuía que podían ser el resultado de mi caída a la terrible corriente del río. Pero ya resultaba demasiado sorprendente encontrarme vivo tras aquello como para lograr rescatar de la memoria cada golpe.
Habían pasado varias horas desde que recobré la lucidez, tiempo suficiente para atisbar hasta el último rincón de mi austera prisión. Me hallaba en una habitación de madera sin más decoración que un rústico camastro deshecho y una ventana de cristales opacos por la que era imposible atisbar el exterior. La puerta estaba atrancada. Ya lo había probado. No había manera de salir de allí a menos que atravesara las paredes. Y me encontraba lo bastante cansado como para no pensar en intentarlo siquiera. Fuese quien fuese quien estuviera molestándose en atenderme había dejado unos cuencos con agua -o eso me parecía, pues no quise probarla-, algo de fruta, de la que disfruté con placer y algunos otros útiles que no llegué a identificar. Todo el recinto olía a un aroma denso y compacto, pero ciertamente fragante y con un inequívoco matiz exótico que lo hacía a la vez abrumador a los sentidos. De mi dolor de cabeza, quizá, sólo restaba un pequeño zumbido lejano en mis sienes. Aunque lo más extraño era tener la sensación de haber estado consciente durante mi letargo y no recordar mas que vagos fragmentos de sensaciones e imágenes inconexas como extraídos del delirio febril de un moribundo.
¿Qué había pasado mientras yo dormía? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Quizá horas, minutos... tal vez años. No hubiese podido saberlo con ninguna certeza. El tiempo para mí se había convertido en un fantasma, una sombra sin medida o peso. Todo se reducía a aquellas cuatro paredes y a la luz que penetraba por los cristales de la ventana.
Creo que quedé dormido...
Abrí los ojos en aquella misma posición alertado por un ruido. Alguien se acercaba. Logré incorporarme a tiempo para advertir que la cercanía a la inexorable respuesta a mis interrogantes realmente me producía escalofríos. Aquella se encontraba tras la puerta, a punto de encararse conmigo. En esos instantes temí cualquier cosa. No sabía qué tipo de criatura atravesaría el umbral. Si sería o no hostil. Si vería el cabello negro de Claudia o los grandes bigotes de Odín y ellos estuvieran detrás de todo. Si debía considerarme invitado o cautivo. La puerta pareció tardar toda una vida en abrirse.
La luminosidad se internó por el hueco abierto y llenó de color la solitaria sala. Con ella se coló la brisa envolviendo el aire viciado del interior con un fresco beso cargado de aromas nuevos y sonidos. Al principio, el impetuoso haz de luz cegó mis ojos en un golpe. Pronto pude distinguir una pequeña figura obstruyendo en parte el caudal brillante que se derramaba ante mí. Puse los brazos para protegerme. Poco a poco la imagen se aclaró.
Era rubia...
Sus clarísimos cabellos caían lánguidos y suaves como si fuesen hilos de seda. Era un cabello extraño. Delgado, brillante y largo. Traía una cesta. Una canasta de mimbre que hubiese apostado le doblaba el tamaño. Vestía paños largos.
Hubo dos cosas que me dejaron boquiabierto. Una fueron sus ojos. Se trataba de la criatura más hermosa que había visto hasta entonces: una niña, una joven... quizá, supuse, no mucho mayor que yo.
Sus ojos poseían un azul claro acuoso y húmedo. En ellos pude ver reflejada la sorpresa cuando me descubrieron allí plantado ante ella, con aspecto de estúpido, mirándola como si fuese la primera mujer que contemplaba en la vida. Pronto se tornaron cálidos, como si hubieren advertido rápido que yo no representaba amenaza ni aún para las moscas. Dejó la cesta cerca de la puerta. Entonces sus labios finos plegaron una sonrisa y se marchó, cerrando de nuevo. Creo que el golpe de la puerta me devolvió a la realidad y entonces reaccioné lanzándome hacia el vano, nuevamente obstruido. Insistí a voces que volviera, pero no fue así. Aquella muchacha... aquellos ojos azules... aquel cabello rubio y brillante... se había evaporado. Creo que me enamoré enseguida. Estaba seguro que había sido ella quien me había cuidado mientras permanecí inconsciente. Que habían sido sus manos las que vendaron mi cuerpo y su voz, la voz que arrulló mi sueño. Sus ojos eran fríos de color pero poseían una calidez extraña que me recordaba a ciertos ojos brillantes que yo había visto. Aunque no fueron sus ojos los que me hicieron relacionar aquella misteriosa muchacha con ciertos individuos. Fueron sus orejas. Delicadas, pequeñas, finas. Puntiagudas como ningún mortal humano podrá tenerlas jamás. Era elfa.
El cesto contenía ropa.
Cansado de gritar sin que nada ocurriese decidí echar un vistazo a lo que había dejado. Supongo que mis ropas no quedarían demasiado bien paradas tras el accidente por eso me proporcionó prendas secas y nuevas. Unos pantalones de material grueso semejante al cuero, una camisa de un tejido natural fino de color blanco, muy similar al tejido del camisón que vestía. También unas recias botas como calzado que me quedaban algo grandes. Estaba terminando de vestirme, pensando cómo iniciar una conversación con ella, cuando la puerta volvió a abrirse.
Esta vez la recibí confiado y sonriente. Cual iba a ser mi sorpresa cuando por el mismo lugar por el que momentos antes había entrado aquella graciosa visión irrumpieron dos figuras pertrechadas con placas de armadura y lanzas. La sonrisa se borró de un soplo de mi cara. Di pasos hacia atrás de manera intuitiva.
Tras ellos llegó un hombre de mediana estatura y unos cuarenta años de edad. Tenía el cabello castaño claro y de aspecto descuidado. Vestía unas telas llamativas de varios colores y su rostro sencillo y desenfadado transmitía una extraña tranquilidad.
—Loados los Dioses que nos permiten contemplarte de nuevo entre los vivos, pequeño forastero —dijo entre estudiados y grandilocuentes gestos—. Permitidme ser legado de las bendiciones de la Dama. A todos nos place encontraros con tan extraordinario aspecto. Edelynnd dice que bastarán dos nuevas madrugadas para que volváis a poder correr y saltar como un gamo.
Aquel desconcertante personaje quedó un instante observándome. Se percató de que había abandonado a medias, la empresa de vestirme.
—¡¡Vamos, mi joven advenedizo!! ¡Terminad de colocaros los paños! La mañana se presenta sin duda agitada.
—¿Perdón? —No es que no le hubiese entendido, es que no imaginaba la dimensión de aquellas palabras.
—No quebrará vuestra salud respirar un poco de aire fresco —explicaría entonces entre grandes sonrisas—. Supongo que tendréis cosas que contar y que los males habrán sido innumerables. Sois el primero en arribar a estas costas en mucho tiempo y eso genera una expectación difícil de reprimir, lo confieso. Son muchos los que desean contemplaros felizmente recuperado, hijo. Acercaos. Seré vuestro intérprete y vuestro guía. Mi nombre es Taarom.
Taarom tenía una peculiar forma de expresarse. Había sido Maestro de Ceremonias de un importante aristócrata de Dáhnover antes del conflicto. Su poética dicción y rebuscado vocabulario eran residuo de sus años de trabajo. No obstante, su personal manera de comunicarse resultaba entrañable y un signo inequívoco de él. Por supuesto, yo desconocía todo eso cuando se daba lugar aquella conversación.