—Ya lo he hecho, lagarto ostentoso y arrogante. Pero tú estás ciego—. Entonces, quizá por inercia repentina, el coronado reptil tuvo a mejor mirar hacia el cielo. Lo que descubrió le llenó de asombro y supo que se trataba de la misma persona sólo porque algo en su interior le advertía de ello. Sin embargo, la visión se alejaba de la fragilidad de aquella tenue hembra que recordaba.
Sobre unos riscos aún más altos, coronada por la crepuscular luminiscencia de un cielo enrojecido, una jinete embutida en una plateada armadura de gráciles ornamentos y escamosas formas le desafiaba. Cabalgaba un curioso ejemplar de dragón. No resultaba un Ennartû, desde luego. Tampoco los brillantes Shubbartû, los multiformes dragones de los metales. Era un híbrido mágico entre ambos cuyas escamas brillaban como si fuesen plata purísima -como ocurre con los Shubbartû- pero su apariencia estaba mucho más cerca de la línea felina de los Ennartû. En corpulencia, estatura y dotes, aquella peculiar montura no podría rivalizar ni en los sueños más generosos con la magnificencia de aquel soberano. Por eso, lo que a Anhk-Ahra le inquietaba era una magnífica lanza de caballería que resplandecía como si hubiese condensado en ella toda la luz de un nuevo amanecer.
—Retiraos, príncipe... y no habrá sangre —advirtió la Jinete del Viento.
—No me impresionáis en absoluto, hechicera, aunque os enlatéis y subáis a la grupa de esa pequeña lagartija brillante. Vuestra luminosa coraza sólo me resultará un estorbo... como cáscara.
—En tus manos está que este asunto acabe pronto y sin lamentos, Anhk-Ahra. No digáis que no os di esa oportunidad. No tenéis poder contra mí. La Mirada de Hergos me ampara—. El príncipe bufó con socarronería.
—Este asunto ya ha durado demasiado —bramó desplegando sus poderosas alas, cada una como el velamen de un galeón imperial. Arrancándose del suelo cargó contra la acorazada elfa. Aquélla, como un cruzado que espolea su brioso corcel, ordenó marchar a su montura Elanori; mucho más rápido y ligero sobre el viento.
Entre las nubes, la batalla parecía, de haber habido ojos para verla, la solitaria embestida de un navío contra toda una flota de buques de guerra. Anhk-Ahra era una marea negra, imparable, que se volcaba sobre aquel elegante grupo resplandeciente. El choque aventuraba poder hacer quebrar los cielos...
Sólo pudo abrir un ojo torpemente. Un dolor indescriptible le laceraba el cuerpo. Un dolor como si cientos de estacas le atravesaran la carne por todos los miembros y en todas las direcciones posibles. Alguien le recogió en brazos arrancando quejidos a sus malparados restos. Alguien que portaba una armadura brillante y que levantó de su soberbio yelmo la ornada máscara que cubría su rostro. Él tardó en reconocer aquella criatura. Imaginó que debía ser la visión de una Custodia Sagrada y que él debía encontrarse ya fuera de dolores mundanos en el jardín eterno de sus creencias. Pero no resultó así.
—Ä... riel...! Lo sien... to. Pensé, pen... sé que habías...
Ella embutida aún en la fulgurante y hermosa coraza le mandó callar con el dedo. Él como acostumbraba, desobedeció.
—¿Y la pequ...? ¿Y la... pequeña?
—Ella está bien. Está bien. Ahora descansa —le mandó de nuevo con suavidad mientras se desprendía del casco y dejaba aflorar sus largos y negros cabellos que cayeron como torrente despeñándose sobre la armadura. Sus ojos violáceos se mostraron más cándidos y dulces que nunca.
—Aún tenía... el medallón —confesó en una afirmación. Ella casi por instinto se llevó su mano reforzada de metal al medallón que ahora suponía la fíbula de su capa y que hasta aquellos instantes había permanecido oculto entre las ropas y mantas de la niña.
—Sí. Ya ves que sí.
—Estás... preciosa —comentó con una sonrisa iluminando la ensangrentada cara—. Me he dado… un buen golpe...
—Tu cuerpo. Está destrozado.
Ariom trató de llevarse la mano a la cara pero fue incapaz de mover el brazo. Un terrible dolor le aguijoneó el antebrazo como si le atravesara una lanza. Su rostro estaba adormecido y tan sólo veía por uno de sus ojos. El otro no podía abrirlo y una mancha cálida, un charco de sangre, se escurría hacia el interior del yelmo. Bajaba por su cuello hasta el pecho. Su boca había perdido parcialmente la movilidad.
—Mi… mi cara. ¿Qué... le ocurre a... mi cara...? No veo... a...penas siento... Noto... mucha sangre.
—Tu cuerpo es un amasijo de huesos rotos, Asymm’Shar. Es posible que tengas gravemente dañados algunos órganos internos. Tu gravedad es extrema —confesó la joven mientras se preparaba para probar una cura, evidentemente de naturaleza mágica—. Descansa. Trataré de hacer cuanto pueda.
—Mi cara... Äriel... ¿Qué... le ha ocurrido... a mi cara? —Sin ayuda de la magia no sobreviviría una hora. Eso no era suficiente. Heridas como aquellas precisaban de toda su experiencia y energía. Aún con todo, mejor sería rezar y prepararse para lo peor, quizá lo inevitable. Sin embargo, como buen elfo, le preocupaba su cara.
—Tienes heridas muy profundas en la espalda. Has perdido mucha sangre.
A él le pareció que trataba de darle rodeos.
—Te... lo ruego. Mi cara... —suplicó con un hálito de voz.
Hubo un hondo silencio. Äriel supuso que el condenado elfo gastaría toda su energía en continuar preguntando si ella persistía en guardar el secreto.
—El yelmo, Ariom. Se ha clavado en tu cara. Te ha salvado de una muerte instantánea pero te ha deshecho el rostro, lo siento.
La poca expresividad que las terribles heridas sufridas le permitían fue suficiente para manifestar el abatimiento del elfo.
—¿Puedes ha...cer algo?
—Dejará marcas. Profundas... perpetuas. Si sobrevives…
—Elio Poderoso —y volvió a hundirse en el desánimo—. Déjame. Encuentra... a Rexor. Rexor... te necesita.
—No más que tú, te lo aseguro —replicó la elfa, quien no quería delatar la razón que tenían las palabras del herido.
—Por... favor, corre.
En la cabeza de Äriel navegaron, como arrastradas por la poderosa corriente, palabras, imágenes, frases. Trató de imaginarse a Rexor evitando que el enemigo llegase a las puertas del templo. Evitando que albergasen una posibilidad siquiera de alcanzar el Cáliz del Sagrado... ¿Por qué lo buscaría con tanto empeño el Culto? Probablemente Rexor ya lo intuyera pero no quiso compartir sus oscuros presentimientos con ella ni con el moribundo cazador.
Miró a Ariom, deshecho. Moriría sin remisión si le abandonaba. Pero tal vez estuviese condenando el destino de la humanidad entera por la vida de un único elfo. Aún así...
—Primero tú. Me salvaste la vida. Primero tú.
—Sentimentalismos. Eres... testaruda. Eso no es.... propio de nuestra raza—. El comentario, dirigido con mucha intención, le hizo marcharse a otro lugar, a otro hombre. Aquel recuerdo le arrancó una sonrisa que tenía mucho de triste nostalgia.
—Cállate de una vez.
Sólo habían pasado unas horas desde el desfallecimiento de Ariom. Ella, como una enamorada, velaba el lecho del durmiente. Se encontraba algo más repuesto y estable. Su pecho respiraba con debilidad aún, pero lo hacía. Y eso era más de lo que hubiese apostado hacía solo unas horas.
Ya se había desprendido del mágico atavío de guerra. También su deslumbrante Elanori había vuelto al confinamiento de la joya que ahora se balanceaba inocente desde su cuello.
Miró su pequeña. También dormía. Ajena a todo lo sucedido en aquella amarga tarde. Pensó en su padre, tan lejos de ambas. Si él hubiese estado allí...
Elevó su mirada violeta al firmamento y buscó entre sus millones de estrellas la constelación que daba nombre a su Dios: La Espina del Cosmos, Hergos, esencia de la magia, a quien dedicó una oración.
Entonces le asaltó una amarga visión.
Vislumbró unas puertas gigantescas, muchas veces el tamaño de un hombre. Eran gruesas, como las murallas que fortifican un castillo. Y hermosas como los trajes nupciales que visten las muchachas para desposarse. Azules y doradas, con apliques en hierro esmaltado y goznes desmesurados. Pero algo le advertía que la visión de aquellas puertas no significaba nada bueno. Eran los portones que cerraban el Templo del Sagrado. Las Infranqueables. De pronto, con una lentitud forzada, las colosales hojas de aquella morada comenzaron a separarse. No, no debía ocurrir. Nadie debió nunca de romper ese sello. Rexor debió haber fallado en su intento. Ahora el Sagrado estaba indefenso. Entonces, con un estrépito gigantesco, como un gemido profundo y fantasmal, volvieron a cerrarse. Y ella supo que el mal había penetrado en los santos recintos.
La visión se interrumpió con el estrépito. Un mal presagio laceró su cuerpo y un pesar hondo, una tristeza incontenible se apoderó de su alma. Le siguió un miedo irresistible. El miedo que anticipa y augura una amenaza, un desastre de consecuencias dramáticas.
Sus ojos se perdieron en el lancero malherido. Su rostro vendado y limpio de sangre poseía una extraña máscara de paz y amargura. Entonces tuvo una certeza...
Ante lo que habría de ocurrir en adelante, hubiese sido menos doloroso haberle visto morir.
«La Verdad nunca es una verdad única...
La Verdad esta enterrada en las raíces de la Historia
Pero la Historia tampoco es única...
Cada pueblo, cada cultura tiene la suya propia.
Por lo tanto, hay tantas verdades como pueblos en la Historia»
Enghuss de Dässerdal
¡Ciudad Imperio a sotavento! —bramó el vigía con voz cuarteada sobre la alta atalaya…
La tripulación, respondiendo a algún tipo de costumbre marinera celebró el acontecimiento estallando en unos espontáneos vítores que se acompañó de la alzada ritual de las líneas de remeros. Fueron breves en el tiempo pero entusiastas. Como si en lugar de hacer la travesía por las mansas y caudalosas aguas de un río hubiesen vagado durante meses por las turbulentas corrientes marinas y al fin hallasen puerto. Sorom no pudo entender qué motivaba a los marineros a recibir con tan particular ovación cada nuevo destino.
La gente del mar, aunque fuesen marineros de agua dulce, tiene costumbres sencillas y arraigadas por lo que no es extraño que agradezcan con fervor la llegada a puerto sin incidentes. No importa que aquél se encuentre remontando las tranquilas aguas del Torinm y naveguen en un formidable buque de guerra. Aunque, claro, Sorom, el Buscador de Artefactos, como lo llamaba ‘Rha, qué demonios podía saber de las humildades y devociones marineras. Aquellas simplezas y debilidades le exasperaban en gran medida, tanto o más que casi todo lo que le rodeaba en aquellos instantes. Con todo, la cercana visión de las tremendas murallas blancas de la Ciudad Imperio logró penetrar su armadura y le sobrecogió el alma.
Sorom se apoyó sobre el recio barandal de madera de estribor y fijó sus iris en aquellas distantes moles de granito almenadas. Tras ellas resurgían las sombras monstruosas de los edificios que sobresalían tras sus dilatadas alturas. Entre ellos no se hacía difícil distinguir las interminables torres del baluarte imperial: el glorioso y emblemático castillo Belhedor, morada del Emperador. Estaba ante la ciudad más importante y vasta del mundo, el exponente último del orden imperial, estandarte de la civilización. Se hallaba ante él y aunque pretendiese disimularlo le impresionaba lo suficiente como para no poder apartar la vista de su creciente silueta.
Soplaba un viento suave y fresco aquel día despejado y tranquilo. Los cielos se abrían mostrando un lienzo azul perpetuo, manchado tan solo, de tanto en tanto, por alguna que otra nube extraviada que le proporcionaba dinamismo y suavizaba en parte aquella bella pero monótona estampa celeste. Cuando el félido encontró la fuerza suficiente para sobreponerse a la visión de la ciudad soberana, volvió su colosal estatura hacia el interior del navío y disfrutó por unos breves instantes de aquella paz regalada.
Pese a su placidez, las travesías en barco le ponían enfermo. Nunca llegó a superar las náuseas y la sensación de ahogo que le producía navegar. Aunque reconocía que resultaba el medio de transporte más cómodo, aquella acorazada fragata de guerra fletada por el Culto no gozaba, precisamente, de los lujos que él hubiese considerado elementales en una travesía sobre las aguas. No podía esperarse mucho más de aquella panda de fanáticos. Pagaban bien, condenadamente bien, y eso aliviaba todo mal. La tripulación no era de hombres del Culto. Eran Sawarys. Marineros a sueldo contratados en el puerto del Pindharos. Se dice de ellos que son capaces de mantener a flote una cáscara de nuez en mitad de una galerna y que pueden gobernar todo lo navegable sin que para ello importen las armas que ondeen en el asta.
Sobre el mástil de la mayor el ‘Säaràkhally’ lucía sus símbolos al fresco roce de la brisa. Su siniestra figura estaba flanqueada por el pendón azul y dorado que delata al navío en misión diplomática, aunque este fuera una fragata acorazada dispuesta para la guerra. Los marineros no habían hecho ascos al siniestro escudo ni al suculento puñado de Ares que recibirían por el trabajo. El Culto de Kallah pagaba bien, eso era sabido por todos.
Ante quien sí mostraban un temor palpable, un recelo más que evidente, era ante el félido. Poco importaba que Sorom vistiera como un príncipe con larga capa de Thylán púrpura rematada en oro, botas altas y labradas en recio cuero con apliques, también en oro. La camisa, de seda con puños de encaje y pedrería, guantes ricos. Más ricos y caros aún los pendientes y otras alhajas que le engalanaban las orejas, cuello y diversas piezas más como los broches del cinto o la ancha fíbula que le sujetaba la capa. Sólo con ella podría pagarse la mitad de los sueldos de los marineros.
Recogía sus cabellos de color tierra oscuro en una amplia cola de la que se escapaban, más por intención que por descuido, algunos nutridos mechones proporcionándole un estudiado aspecto descuidado. Ni todas esas costosas golosinas, ni los litros de perfumes que usaba, tampoco sus maneras corteses, ni sus sofisticados gustos escondían de aquellas sencillas gentes, vulgares y simples su inquietante naturaleza. Tampoco es que fuese fácil de ocultar con un poco de oro y algunas gotas de cara fragancia.
El misterioso hombre león era evitado siempre que se hacía posible. Los marineros eludían dirigirse a él directamente. Su contacto, sus palabras y, si podía ser, también su tenebrosa mirada rasgada de felino. A Sorom le fastidiaba ver como los supersticiosos humanos agachaban la cabeza y daban un rodeo antes que cruzarse con su persona. Le miraban con desprecio, con temor. Con esa misma mirada de desconfianza que se prodiga a quienes parecen atraer la mala suerte. Pero al félido le molestaba en especial cuando la viperina lengua de monseñor ‘Rha utilizaba con sarcasmo el abierto rechazo de los marineros para hacerle alguna maliciosa observación.