—Bastante bien —respondió—. Pídale a mi tía que se lo cuente, ya hablaremos mañana o pasado.
—¿Por qué no te animas y vienes con nosotros? —insistió Elvira.
—Ya te he dicho que me esperan en casa, y además quiero que esta misma noche salga la carta para Córdoba.
Inés Mancebo no tenía un buen día. Se había levantado de mal humor y además le molestaba muchísimo olvidarse de algo. Sabía que debía traer a la tienda un pequeño paquete para que su marido, Luis, lo llevara a casa de su amiga camino del médico. La noche anterior lo había dejado en la consola de la entrada para verlo por fuerza al salir y así evitar un posible olvido, pero ni con esas. De todos modos, tampoco es que aquello le originase un gran trastorno: a Luis le bastaría con salir media hora antes, podía pasar por casa a recoger el paquete y todo solucionado.
En el fondo, Inés sabía que no era eso lo que la tenía de tan mal humor: lo que de verdad le molestaba era no poder acompañar a su marido al médico. No entendía por qué el doctor, que siempre los había recibido fuera del horario comercial, no encontró aquel día más hora para ver a Luis que las doce del mediodía.
Podían haber cerrado, aunque no debían hacerlo. Inés Mancebo y su esposo Luis Pérez tenían una pequeña tienda de regalos y objetos de papelería en la zona antigua de Córdoba, que abrieron después de su boda al poco de instalarse en la ciudad. Los dos se ocupaban del negocio, aunque era ella quien llevaba las riendas de todo no por ser más joven —era unos doce años menor que su marido, que estaba estupendo—, sino por su carácter dominante y protector. No tenían hijos e Inés volcaba todo su afecto maternal en él. Luis Pérez era un hombre tranquilo y se podría afirmar que formaban una pareja bien avenida. Su marido se acercó a ella y dándole un beso dijo:
—Inés, me voy. ¿Dónde me has dicho que está el paquete?
—En la consola de la entrada.
—Muy bien. Adiós.
—¡Espera! Imagino que no tardarás mucho con el médico. Lo mejor será que me quede aquí después de cerrar.
—No creo que me dé tiempo a volver por la tienda. Prefiero que me esperes en casa.
A veces, Luis se sentía un poco agobiado. Inés lo hacía por cariño, pero intentaba controlar todos sus pasos. Su círculo de amistades era más bien reducido y a todos tenía que darles ella el visto bueno. Él lo llevaba con paciencia y con relativa frecuencia se escapaba a charlar con Justo, el barbero; eso era lo que pensaba hacer hoy mismo. La consulta con el doctor era un puro trámite, un resfriado fácil de diagnosticar. En eso sí tenía razón Inés, que siempre le reprendía por no enterarse de esas corrientes de aire que si te pillan te dejan su huella…, pero el calor de Córdoba a menudo resultaba insoportable y más que molestar, las corrientes se convertían en un alivio.
Luis recogió el paquete para la amiga de su mujer. Lo cierto era que no entendía el interés de Inés en que lo recibieran de inmediato, pues se trataba de unas invitaciones de boda y faltaban más de tres meses para la celebración, pero en fin, cosas de Inés y mejor no llevarle la contraria.
En la acera se encontró con el cartero.
—Don Luis, tengo una carta para su señora, ¿se la entrego a usted?
—Déjeme ver el remite —pidió Luis, que leyó: «Ana Sandoval, Almagro, 36, Madrid».
No le decía nada aquel nombre, pero una especie de escalofrío le recorrió de arriba abajo. «Me ha debido de subir la fiebre», se dijo. No dejaba de ser raro. Ellos nunca recibían cartas, jamás… Miró de nuevo el remitente y se la devolvió al cartero tras pedirle que la introdujera por debajo de la puerta, ya que no había nadie en casa.
Los deseos de Luis no se cumplieron, porque cuando iba a entrar a ver al doctor llegaron unos pacientes con un accidentado y tuvo que esperar a que le curara. De regreso a casa no pudo evitar el pensar en la poca libertad de la que disponía. ¿Desde cuándo Inés lo decidía todo por él? «Desde siempre», tuvo que admitir, y él tenía mucha culpa por no haber sabido imponerse, claro que después de la enfermedad necesitaba apoyarse en ella. Se portó tan bien… Luego estaban los celos: Inés sufría solo de pensar que él pudiese mirar a otras mujeres. No podía sonreír a ninguna clienta, porque si su esposa lo presenciaba le sometía a un juicio sumarísimo.
Aunque no daba mayor importancia a la carta, debía reconocer que desde que la había visto, tanto la palabra «Sandoval» como «Almagro» no se alejaban de su mente y no alcanzaba a comprender la razón por la que un apellido y una calle provocaban en él una reacción de vacío y lejanía. En cuanto llegase a casa se enteraría.
Nada más sentir la llave en la puerta, Inés se tranquilizó. Podía considerarse una persona con suerte: la posibilidad de que Luis hubiese llegado primero a casa y hubiese encontrado la carta la hacía temblar. Bien es cierto que venía a su nombre y siempre podría mentirle sobre el contenido, pero mucho mejor así. No sabía si sería capaz de disimular la inquietud que sentía. «¿Cómo habrá conseguido mi dirección?» Pensar que alguien pudiera haberla seguido la ponía histérica. Esa misma tarde contestaría y le pediría a aquella pesada que se olvidase de ella para siempre.
—Hola, cariño —dijo Inés con la mejor de sus sonrisas y el amor pintado en la cara—. ¿Qué te ha dicho el médico?
—Nada, un simple resfriado. Me ha recetado unas pastillas.
—¿Pudiste entregar las tarjetas?
—Sí, se las di a tu amiga.
Luis era incapaz de discernir en qué consistía el cambio, pero algo le pasaba a su esposa. Como quien no se interesa nada y lo hace por mero formulismo, preguntó:
—¿De quién era la carta que han traído esta mañana?
—¿Carta? —exclamó Inés simulando sorpresa—. No he recibido ninguna carta. ¿Por qué me lo preguntas?
Iba a decirle que el propio cartero se la había enseñado y que él había leído el remite, pero, por alguna razón que desconocía, optó por mentir.
—Se habrá equivocado. Me lo dijo la vecina del segundo, que creía que el cartero se dirigía a nuestra casa, pero habrá ido a otro sitio. Ya me sorprendía a mí que alguien nos escribiera.
—¿Has estado con Justo? —le preguntó Inés en un intento de desviar el tema.
—No. El doctor me recibió muy tarde y ya no me dio tiempo.
Inés no estaba segura de haber actuado de forma inteligente. Tal vez si hubiera inventado una historia sobre la persona que le había escrito, Luis se quedaría tan tranquilo. Sin embargo, ahora podría darse cuenta de que le mentía. Aun así se tranquilizó al observar el aspecto de su esposo: parecía haberse olvidado del tema.
Al día siguiente ninguno de los dos había dejado de pensar en la carta, aunque entre ellos era como si nunca hubiese existido.
Juntos se fueron a abrir la tienda, algo infrecuente en Inés, qué siempre llegaba más tarde: aquella mañana no quería dejar solo a Luis ni un minuto. Juntos habían regresado a casa y ahora en la sobremesa, ella dudaba si acudir a la cita semanal que mantenía con sus amigas en la cafetería cercana a la iglesia de San Pablo o volver a la tienda con Luis.
—No he podido avisarlas y temo que se preocupen si ven que no llego —comentó pesarosa.
—Yo creo que debes irte tranquila. Ya sabes que me las arreglo muy bien. Lo que puedes hacer es dejar a tus amigas un poco antes y pasar a recogerme, así volvemos juntos.
—Una idea estupenda, eso haré.
Luis respiró satisfecho. Por fin iba a quedarse solo.
Mientras se arreglaba, Inés seguía pensando en lo mismo y en la posibilidad de contarle a Luis que sí había llegado una carta, pero que sin darse cuenta la había metido en el bolso y como tenía tantas cosas en la cabeza, se le olvidó que la había guardado allí.
Se sonrió pensando en lo acertado de su argumento y decidió que aquella tarde, cuando volvieran juntos a casa, se lo contaría.
—Cariño —llamó Inés desde la puerta de la habitación—, me voy. Sobre las seis pasaré por la tienda.
—No te apures, ya sabes que estaré allí hasta las siete y media.
—Ya, ya lo sé, pero así te hago compañía.
No había pisado el portal y Luis, con toda la celeridad de que era capaz, ya estaba sacando una pequeña maleta en la que introdujo ropa interior, alguna camisa y útiles de arreglo personal. Buscó una libreta y en la primera hoja escribió:
No te preocupes. Estaré fuera tres o cuatro días. Necesito pensar. Un abrazo.
Te quiero,
Luis
Cerró la puerta con energía, y bajó las escaleras casi corriendo.
Antes de decidirse, lo había pensado mucho: no podía seguir con una incertidumbre e inquietud que no le dejaban vivir. Aunque aquellos nombres producían en su cabeza un efecto extraño, lo más grave era que su mujer le había mentido. ¿Qué podía contener la carta para negar su existencia? ¿Cuántas veces le habría engañado? ¿Tendría un amante? Seguro que esta no era la primera carta que recibía.
Caminó con paso firme hacia la estación. Debía tomar el primer tren a Madrid.
C
erró el libro. Era una historia triste con un final más triste aún y Ana pensó que si ella fuera la autora, no castigaría a Emma con la muerte, sino todo lo contrario, porque aquella mujer valiente no se resignó a su destino, sino que reivindicó su derecho a vivir en plenitud. Le desagradaba que a la protagonista de
Madame Bovary
la hubieran obligado a expiar su pecado. Y que incluso se hubieran excedido en la pena, ya que en vez de proporcionarle una muerte quizá dulce por enfermedad, Flaubert optó por arrojarla al tortuoso camino del suicidio, absolviendo sin embargo a sus amantes, tan culpables como ella de su adulterio.
Ahora entendía las razones por las que no le dejaron leer aquella novela, pero no las compartía, porque si la protagonista procede —según la opinión generalizada de la sociedad— de un modo inadecuado, buscando la solución a un matrimonio tedioso y a un marido del que no está enamorada —en el campo de lo prohibido a las mujeres—, y que por lo tanto no constituye un buen ejemplo, en el libro quedan muy claras las consecuencias para quien se atreva a seguir «tan inadecuada conducta».
Quizá su estado de ánimo no hiciese de aquella la mejor tarde para zambullirse en la lectura de
Madame Bovary,
pero lo cierto es que la había enfadado bastante. Desde su regreso de Italia se notaba mucho más susceptible y exigente con su propio comportamiento y con el de los demás. Y sobre todo sentía que cada vez era más pragmática: siempre había sido valiente y se había enfrentado a los problemas, por mucho que le dolieran, pero ahora no deseaba perder ni un minuto en preocupaciones que se podían solucionar de inmediato. Así, no había dudado en contarle a Santiago su decisión de seguir siendo amigos, pero nada más.
—Es posible, y no te voy a negar, que si no hubiese hecho el viaje a Roma, tal vez esta conversación no se produciría —le dijo Ana—. Te quiero mucho, Santiago, eres mi amigo más cercano. De hecho, mi primera noche en Roma no dejé de pensar en ti. Aunque me he dado cuenta de que mi independencia es lo más importante para mí y la causa de que necesite hablarte de mis sentimientos, porque jamás me perdonaría hacerte daño.
Santiago se sentía morir, era como si le faltase el aire… La miraba y no soportaba la idea de que no fuera suya. Ana era su primer amor. Nunca querría a nadie como a ella.
—Perdóname, Santiago, jamás ha estado en mi ánimo hacerte daño. Lo siento si ha sido así.
Lo miró con ternura y lamentó no estar locamente enamorada de él.
Santiago protestó, pidió perdón, buscó motivos…, pero por fin Ana tenía claro qué deseaba: ansiaba conocerse a sí misma, conocer a otra gente, otros países, ser libre… y eso debía hacerlo ella sola. Cuando después de todo aquello Santiago cerró la puerta a su espalda, Ana sintió pena y a punto estuvo de salir tras él. No lo hizo y comprobó un poco asustada cómo la pena se transformaba de forma inmediata en una sensación de libertad, como si se hubiese quitado un peso de encima.
Llamó a Ignacia para que la ayudara a vestirse. Iba a un concierto con su tía y Juan. No pudo por menos de preguntarse qué habría pasado entre ellos.
—Señorita Ana, ¿se pone el vestido verde? —le preguntó Ignacia.
—No, prefiero la falda de rayas con la blusa rosa, hace demasiado calor. —Era su blusa preferida, el tono rosa pálido la favorecía y sobre todo le daba ese aire romántico que a ella tanto le gustaba. Se miró al espejo y sonriendo comentó—: ¿Sabes qué estoy pensando? Voy a encargar un vestido de este mismo color, ¿no crees que me sienta bien?
—Señorita, usted con cualquier color está muy guapa. —Lo decía de veras—. ¿Quiere que le peine un moño?
Estaba terminando de peinaría cuando escucharon que llamaban a la puerta. Ana se sobresaltó.
—No puede ser que vengan a buscarme si aún no son las siete.
—Voy a ver, señorita.
—Deja, Ignacia. Que abra Berta.
—Libra esta tarde.
Mientras Ignacia iba a abrir, Ana se probó varios pendientes y al final se decidió por unos de perlas.
—Preguntan por usted, señorita. Es un señor mayor que dice llamarse don Luis Pérez.
Ana dudó unos segundos. Tenía el tiempo justo y no le gustaba hacer esperar.
—Está bien, Ignacia, dile que ahora estoy con él. Hazle pasar al salón.
Luis no podía disimular su nerviosismo. A la sensación que experimentó nada más pisar la calle Almagro, incrementada al entrar en el portal del número 36, se unía ahora la visión de aquel vestíbulo en el que juraría haber estado muchas veces. Sintió como un mareo y en su mente aparecieron las mismas imágenes —la calle, la casa y el hall que tan familiares le resultaban—, pero en otras tonalidades y difusas. «No puede ser —se dijo—. Es imposible. No conozco Madrid, seguro, Inés me lo dijo, así que no he estado nunca en esta casa… Aunque dicen que en ocasiones se tienen sueños premonitorios». Pensó que más le valdría no dejarse llevar por la fantasía. Cuando pasó al salón al que lo condujo la criada, respiró tranquilo: aquel lugar no le resultó conocido, aunque apenas tuvo tiempo de fijarse en los cuadros y objetos que llenaban mesas y estanterías. Antes de eso, se abrió la puerta dando paso a una hermosa mujer a quien Luis observó con auténtica admiración.
Ana se dio cuenta y se dijo que así solo miran los hombres que han amado a muchas mujeres.
—Buenas tardes, señor Pérez. Siéntese, por favor. Soy Ana Sandoval.
—Buenas tardes, muchas gracias por recibirme, señorita.