El enigma de Ana (31 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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Me gustaría morir de repente. Te juro, mi amor, que me cuesta soportar la presencia del violín y no poder utilizarlo. Es muy triste enfrentarse de forma pausada al final. ¿Sabes?, voy a emplear toda mi energía en conseguir que alguien se interese por nosotros. Ya sé que es difícil, mas no imposible, con eso me conformo.

Llovía en Roma, en el mundo, en el cerebro —que diría mi amigo poeta—. Llovía de una forma intensa, igual que esta tarde. Agradezco al cielo que me haya permitido recordar aquellos momentos felices.

Espero que alguien lea estas reflexiones a modo de diario. De ser así, estoy convencida de que será una mujer. ¿Por qué estoy tan segura? Solo una mujer sensible puede entender el dolor de otra mujer, meterse en su piel, comprenderla. Amiga mía, gracias por estar leyendo mis notas, que no son una invención o las divagaciones de una loca solitaria. Es la verdad. Ayúdeme, por favor. Intente encontrar a Bruno Ruscello, bibliotecario en 1870 de la Escuela de Música de Madrid que poseía una casa cerca de Valdemorillo. Cuéntele por qué me fui de Madrid y dígale que le quiero y seguiré haciéndolo más allá de la muerte…

Estoy tan cansada… Mañana seguiré.

Cerró el diario y con él abrazado muy cerca del corazón, Ana se puso en pie emocionada y salió a la logia. Sentía tan cerca la personalidad de Elsa —le parecía conocerla desde siempre— que necesitaba ver el mismo escenario al que ella se asomaba… Le parecía increíble lo que le estaba sucediendo. Ella ya conocía mucho de lo escrito en el diario. ¿Cómo pudo Elsa transmitirle su inquietud? ¿Lo había hecho ella o había sido su padre?

Acarició el diario y decidió no hacerse ninguna pregunta más. Ya llegaría el momento de analizarlo todo. Ahora deseaba fundirse con el mismo escenario que Elsa miró tantas y tantas veces…

Las copas de unos pinos cercanos la saludaban risueños. Y aunque ya había tenido oportunidad de admirar el paisaje toscano en el viaje, la contemplación del valle, desde la cima de una colina, le pareció increíble. Distintas tonalidades de verde proporcionaban reposo y descanso en aquella inmensa alfombra serpenteada por un estrecho camino que llevaba a alguna parte y a dos o tres casitas, preciosas, envueltas en cipreses. Advirtió la importancia del ciprés en el paisaje de la Toscana. Jamás se había fijado en este árbol propio de los cementerios, aunque al verlo aquí se percató de su belleza y elegancia. Comprendió muy bien que Elsa saliera a la logia a tocar el violín, ella habría hecho lo mismo. En aquellos momentos en los que el sol estaba a punto de ocultarse, la tonalidad era tan increíble que la joven envidió las veces que Elsa había disfrutado de la belleza de los atardeceres en Pienza.

Desde el interior del salón, Renato la miraba embelesado, de espaldas: juraría que era Lucrecia. Se acercó despacio.

—Es hermoso, ¿verdad?

—Mucho. Es especial, único —contestó Ana sin volverse.

El se dio cuenta de que había terminado de leer el diario.

—Murió a los pocos días. Lo último que me dijo fue que destruyera la fotografía en la que estaba con Bruno y me recordó que si no encontraba a la persona adecuada para leer el diario, debía deshacerme de él. Tenía su mano entre las mías. Se quedó en silencio y pensé que dormía, pero ella… —Renato no fue capaz de seguir hablando.

Ana, contagiada del dolor y la emoción, sintió como suya la pena del hombre y juntos lloraron por la desaparición de aquella mujer a la que no había conocido pero que sentía tan cercana a su corazón.

—He pensado que mejor dejamos para mañana la cena —dijo la joven—. No me siento con ánimos de ver a nadie; ni a usted, Renato. Me quedaré unos días en Pienza y tendremos tiempo para hablar. Quiero que me acompañe al cementerio y también me gustaría conocer alguno de los lugares que más le gustaban y frecuentaba Elsa.

—¿Nunca le habló Elsa de Pablo Sandoval? —preguntó Ana.

Renato y ella se encontraban en un pequeño restaurante. Habían pasado tres días desde su llegada a Pienza y en este tiempo, siguiendo sus deseos, el hombre la había llevado al cementerio. Allí, ante la tumba de Elsa Bravo en la que Ana depositó unas cuantas rosas amarillas y blancas, le prometió hacer todo lo posible por localizar a Bruno.

Visitaron el Duomo y los distintos palacios de Pienza. Renato quiso que Ana le acompañara a una de aquellas casas solitarias en las afueras, circundadas por cipreses y tan características del paisaje toscano, y también la llevó al pueblecito cercano de Bagno Vignoni. «Este era el único lugar por el que Lucrecia abandonaba durante unas horas Pienza. Considero —siguió contándole Renato, que aún usaba a menudo ese segundo nombre para referirse a Elsa— que es un emplazamiento único y muy original».

Lo cierto es que no le faltaban razones para calificarlo así. Bagno Vignoni era desde la época medieval una estación termal de aguas calientes y sulfúreas, procedentes de las rocas volcánicas del monte Amiata, que según la tradición solucionaban todo tipo de problemas reumatológicos así como afecciones ginecológicas. La llegada a la localidad resultaba en verdad impresionante. Después de pasar entre algunos árboles, un precioso castillo recibía a los visitantes, que tras detenerse unos minutos en su contemplación, pasaban a una serie de calles estrechas y rústicas viviendas, sobre las que sobresalían los altivos cipreses, efecto que le proporcionaba un aspecto recóndito y de gran belleza. Pero lo sorprendente y original era que la plaza del pueblo no existía: su lugar lo ocupaba una gran piscina de aguas termales, que cautivó a Ana, y no dudó en calificarlo de enclave mágico, fuera del mundo, una localidad de ensueño.

Habían sido tres días plenos de actividad y sobre todo de conocimiento mutuo: habían hablado de sus respectivas familias, de la adolescencia de Renato en España, de la vida y la muerte…

—Perdón, ¿me decía? —se disculpó él.

—Le preguntaba si recuerda que alguna vez Elsa le hablara de Pablo Sandoval. Ya le he comentado que era mi padre —repitió Ana.

—No. Jamás mencionó ese nombre. En realidad nunca me comentó nada de su pasado.

Los dos se quedaron en silencio mientras las llamas de las velas de los candelabros jugaban a iluminar distintas partes de sus rostros.

Ana no entendía de vinos, pero paladeó con agrado el Nobile de Montepulciano que había pedido Renato. La elección de la cena, como entendido que era en la gastronomía del lugar, también fue cosa suya. Ella se sentía bien a su lado; tenía la sensación de que le conocía desde hacía muchísimo tiempo. Y él, por su parte, miraba a Ana con disimulo. «Es hermosa —se dijo—. Jamás he visto unos ojos más apasionados».

Estaban sentados a la mesa, dispuestos a cenar. No era la primera vez que lo hacían, pero aquella noche resultaba especial por ser la última.

—¿Qué habría hecho usted si yo hubiese rechazado su ofrecimiento de acompañarle a Pienza?

—Esperar. No podía forzarla. Es posible que pasado un tiempo apareciera otra persona. Además, debo confesarle que a pesar de todos los indicios que me hacían creer que usted era la elegida, no tenía la completa seguridad de haber acertado al inclinarme por usted. No supe que era la adecuada hasta que observé su nerviosismo al entrar en la casa de Elsa.

—No hemos vuelto a hablar de ello —apuntó Ana—, pero recuerdo que cuando le pregunté si le interesaba saber por qué buscaba yo a Elsa, usted me contestó que se lo imaginaba.

—Sí, es muy sencillo. No tengo ni idea de las experiencias que usted ha tenido, pero sí sabía que la persona que, por una serie de coincidencias, me llevara a fijarme en ella como candidata para leer el texto, si había acertado y era la elegida, tenía que estar interesada en localizar a Elsa Bravo, porque su deseo era ayudarla a esclarecer algo que ella no pudo hacer en vida.

—Pero eso no pasa en la vida real. Muchos dirían que las personas se mueren y ya está —dijo Ana en un intento de que le aportase luz sobre lo que le sucedía a ella—, no se siguen comunicando con los vivos.

—Hay tanta energía que se puede captar —afirmó él con cierta melancolía, para añadir—: Lo que sucede es que resulta necesaria una sensibilidad especial. Pocos secundarían una afirmación como esta, pero es que vivimos de espaldas a lo oculto.

Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más unida se sentía a Renato: hablaban un mismo idioma. Ana le contó cómo se había desencadenado todo.

—Después de la sesión de hipnosis, obtuvimos respuesta para algunas cosas, aunque no para otras. Uno de los doctores habló de la adivinación por contacto, aunque no he consultado a ningún especialista, ¿qué sabe usted de eso?

—No sé nada de adivinación ni de ocultismo ni de temas paranormales. No me interesan, solo me dejo llevar de mi intuición y no me pregunto el porqué de mis reacciones. En Roma pude no haberme encontrado con usted o simplemente no verla, aunque tenía que suceder por la serie de circunstancias que se dieron para que yo estuviera en la ciudad esos días.

Ana se acordó en aquellos momentos de Victoria Bertoli y de su interés en que acudiera al recital de Paganini en la Accademia Nazionale di Santa Cecilia, que era el lugar donde Renato la había visto.

—Alguien le ayudó. Le aseguro que si no fuera por Victoria Bertoli, jamás hubiera ido al concierto —aseguró.

—Usted fue libre para ir o no.

—Acudí porque me pareció curioso que me recomendara un recital precisamente de Paganini.

—No le dé más vueltas, Ana. Mi consejo es que no busque explicaciones a lo que le ocurra, siempre que no sean reacciones extrañas que llamen la atención. Usted encontró un texto en una partitura que despertó su curiosidad; después se dio cuenta de que si fue así, es porque perseguía alguna finalidad y quiso localizar a las dos personas implicadas, perfecto. ¡Hágalo! Y deje de preguntarse por qué le sucede eso.

Ana lo escuchaba muy atenta. Con Renato todo parecía más fácil. Le costaba entender cómo Elsa no se había enamorado de él. Aquel era un lugar idílico y la vida al lado de un hombre tan interesante tenía que ser placentera y maravillosa. A ella no le importaría quedarse una larga temporada. Advirtió que el vino le estaba haciendo efecto.

—Yo ya he cumplido mi misión, Ana. Ahora le toca a usted. ¿Qué es lo que piensa hacer para localizar a Bruno?

—Aún no lo sé. Pensaré en ello en el viaje de regreso a Madrid. Haré todo lo que esté en mi mano.

—¿De verdad no quiere que la acompañe a Siena? —preguntó Renato.

—No, muchas gracias. Aceptaría su proposición si se brindase a acompañarme a Madrid —respondió Ana muy sonriente.

—Me encantaría, pero me resulta imposible. Algún día la visitaré. Puede estar segura.

La idea de que Renato se presentara en Madrid no la entusiasmaba y se dio cuenta de que para ella el atractivo de aquel hombre residía en el entorno idílico de la Toscana.

—No me ha dicho si da clases de violín, si se dedica a la interpretación o si simplemente utiliza la música como desahogo —se interesó Renato en un intento de conocerla aún mejor.

Ella le contó sus proyectos de integrarse en un conjunto de cuerda vienés y él la felicitó animándola a emprender ese camino, sin duda mucho más atrayente, ya que le permitía, además de realizar un trabajo para el que estaba capacitada y la hacía feliz, conocer los distintos ambientes de las ciudades más destacadas y a muchas personas interesantes.

—Es usted la primera persona que me anima a dedicarme profesionalmente a la música en vez de centrarse en recalcar los inconvenientes de hacerlo —le aseguró.

—Tal vez porque mi espíritu es aventurero, como el suyo —dijo Renato, mirándola de tal forma que Ana notó cómo sus mejillas se sonrojaban.

—No creo que me caracterice por mi afán de aventuras.

—Puedo equivocarme, pero aseguraría que usted ama mucho más el riesgo y lo nuevo, incluso, que yo.

Siempre le molestaba que alguien diera muestras de conocerla mejor de lo que ella misma se conocía. En un gesto de enfado y sinceridad, no exento de cierta provocación, le dijo:

—Se equivoca, querido amigo. Cuando me vaya mañana no podré evitar las lágrimas. Soy tan feliz en este lugar que desearía quedarme aquí para siempre. Y usted, Renato, tiene mucho que ver en esta apreciación.

—La creo. Porque usted es una sentimental y se entrega a las emociones, aunque con reservas. Nos parecemos mucho, Ana, más de lo que se imagina. Yo solo cambié mi comportamiento y me di por entero, convirtiéndome en otra persona, cuando me enamoré de Lucrecia.

—¿No se había enamorado antes? —le preguntó ella sin disimular su interés.

—Enamoramientos, muchos. Amor de verdad, solo ella. Algún día me entenderá.

—¿Por qué algún día y no ahora?

—El día que usted se enamore de verdad, entonces comprenderá lo que quiero decir.

—¿Y cómo sabe que no estoy enamorada?

—Salta a la vista: si lo estuviera, desearía que fuese la persona amada y no yo quien se hallase aquí esta noche a su lado.

Ana se quedó muy seria y se dio cuenta de que no se había acordado de Santiago en todos los días de Pienza. Tomó la copa de vino y con un gesto animó a Renato a que levantara la suya.

—Por usted, Renato. Por esta cena tan maravillosa que repetiremos algún día.

—Por usted, Ana. Espero que sea pronto.

XIII

N
o había estado más de quince días fuera de Madrid, pero para Ana era como si hubiese transcurrido mucho más tiempo, se notaba distinta. Su vida cotidiana al lado de los suyos le parecía carente de interés, anodina. Se le iluminaba el rostro cuando pensaba en su estancia en la Toscana. El recuerdo de la visita a Bagno Vignoni la hacía sentirse diferente y la posibilidad de volver inundaba su espíritu de fuerza. Desde entonces había soñado muchas veces con aquel pueblo mágico y siempre lamentaba despertarse. Solo el nombre de Renato era capaz de hacer sonar mil campanillas en su interior. ¿Tal vez se estaba enamorando?

La última noche que pasaron juntos estuvieron en el restaurante hasta que les dijeron que iban a cerrar. Hablaron mucho de Elsa y de su gran amor. Para Ana era muy difícil entender cómo se podía alimentar una pasión tan profunda a través del tiempo; sin embargo, Renato sí creía en ese sentimiento y había tratado de explicárselo. Según él, siempre que no existiera rechazo de una de las dos partes, el amor entre ellas podía mantenerse aunque una hubiera muerto o fuera inaccesible. En opinión de Ana, eso era vivir de ilusiones.

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