—Todo habría sido tan distinto… ¿Se da cuenta? Si hubiese hecho caso a mi instinto, si después de la iglesia hubiese tratado de enterarme de lo que sucedía… Aunque no hubiera conseguido información alguna, porque para entonces Elsa ya no estaba en Madrid, al menos no habría ido a cazar cerca de Guadalajara y no habría dado lugar a que se produjera aquel fatal traspié que me precipitó a la hondonada.
—Quién sabe si, de no ser esas, el destino hubiese seguido otras vías para acabar en los mismos fines, e igualmente Elsa y usted habrían terminado lejos el uno del otro. Piense solo que aun así su amor perdura. —Ana pudo ver cómo las lágrimas se fijaban poco a poco en la mirada seca de Bruno. Trató de cambiar el curso de la conversación—: Hay algo que me gustaría saber, Bruno. ¿Cuál era la relación de mi padre con Elsa?
—¿Su padre? —preguntó él sorprendido.
—Pablo Sandoval.
—¡Dios mío, usted es hija de Pablo! Ahora comprendo la razón de que su apellido me resultara conocido. —Si bien Bruno había recuperado gran parte de su memoria, aún iba poco a poco incorporando datos, nombres y fechas de su vida anterior—. No puede imaginar la manía que yo le tenía —dijo con una media sonrisa—. Tanto que no podía soportar la presencia del payaso que su padre le había regalado. Elsa estaba encariñada con él, incluso lo llevaba con ella en los viajes. Yo sabía bien que ese cariño que le tenía no venía determinado por quién se lo regaló, pero de todos modos a mí me hervía la sangre al verlo, solo de pensar que Pablo podría apartarme de la mente de Elsa siquiera fuese un instante, y ella lo sabía. Así que un día después de una acalorada discusión, me dijo que, para mi tranquilidad, no volvería a llevarlo de viaje con nosotros. Pensé que lo mejor, para asegurarme de ello, sería dejarlo olvidado en la casa de Biarritz. Me ofrecí a hacer las maletas y me encargué de que el payaso no volviera con nosotros a Madrid. Más tarde, en el tren me arrepentí y le confesé lo que había hecho. Elsa se enfadó, pero me perdonó ante la promesa de volver en la próxima primavera a Biarritz con la excusa de recogerlo.
Ana casi no podía respirar. Le resultaba increíble lo que le estaba contando Bruno y era consciente de que no se había equivocado: aquel payaso había sido el desencadenante de todo.
Recordó el tema de la adivinación por contacto, ¿podía un objeto impregnarse tanto de la esencia y energía de alguien para poder transmitirla? Ana intentó evocar todos los detalles de las dos veces que había interpretado el 24, como ella sola no podría hacerlo, y en las dos estaba presente
Bepo.
En Biarritz lo tenía colocado al lado de su violín y en Madrid estaba interpretando con toda normalidad el 24, pero al caérsele la partitura se fijó en el payaso y á punto estuvo de perder el equilibrio también. En cuanto a las hojas dibujadas de forma inconsciente, Ana se dio cuenta de que el payaso
Bepo
viajaba en su bolso de mano y durante todo el viaje lo tuvo muy cerca de ella. Estaba segura de que en aquella figura, con la que se había encariñado sin saber nada de ella, se concentraban tanto energía de Elsa como de su padre. Probablemente sus razonamientos careciesen de explicación científica, pero no iba a consultar con ningún experto. Pensó que lo mejor era hacer caso a lo que Renato sabiamente le había aconsejado, «Ana, no sé nada de adivinación ni de ocultismo ni de temas paranormales. No me interesan, solo me dejo llevar por mi intuición y no me pregunto el porqué de mis reacciones». Sí, Renato tenía razón, y en aquellos momentos Ana se prometió a sí misma no volver a inquietarse ni preocuparse por algunas sensaciones que pudiera experimentar.
—Así pues, cuando vi el payaso en su casa —seguía diciendo Bruno—, sufrí una especie de conmoción.
—Me di perfecta cuenta —asintió Ana—. Pero ¿mi padre estaba enamorado de Elsa?
—Lo estuvo cuando eran muy jóvenes. Pablo y Elsa fueron alumnos en el mismo curso de violín y su padre se enamoró de ella. Creo que fue muy duro para él ver que su amor no era correspondido, ya que en realidad nunca fueron novios. Cuando yo llegué a Madrid, ya hacía un tiempo que su padre sabía que Elsa no le correspondía. Es curioso —exclamó pensativo Bruno—, a pesar de lo que le estoy diciendo, que es la verdad, siempre sentí celos de su padre porque su espíritu y el de Elsa se movían al unísono ante la mística de la música. Yo jamás he podido emocionarme como ellos, y eso que Elsa era la mejor. Paganini se hubiera sentido orgulloso de escuchar su
Capricho 24
interpretado por ella.
Ante el recuerdo de su padre, Ana se emocionó y volvió a pensar que era él quien la llevaba de la mano en aquella historia.
—Mi padre murió hace unos meses… Más o menos cuando Elsa. Yo creo que nunca dejó de quererla.
—¿Por qué lo dice? ¿Le habló alguna vez de ella?
—Jamás. Pero en el diario Elsa cuenta que pensó en escribir a Pablo para que le informara de lo que podría haberle sucedido a usted, aunque desechó la idea porque no quería hacerle sufrir.
—Qué pena —se lamentó Bruno—. De haberlo hecho, estoy seguro de que su padre me habría buscado…
—No haría como Inés, ¿verdad?
—Prefiero no pensar en ello… —Bruno volvió a guardar silencio unos segundos—. ¿Por qué ha intentado usted localizarme a pesar de las dificultades con las que se encontró?
—Tenía que hacerle llegar el mensaje de Elsa. Creo que fue Goethe quien escribió: «Solo puede ser salvado aquel que se esfuerza siempre con sus anhelos». Y ella empleó toda su fuerza en que usted supiera que después de más de veinte años sin verle, moría amándole. Su amor ha sido más fuerte que la muerte. Mire, allí está Pienza…
Bruno se secó un rastro de lágrimas y miró por la ventanilla. Le costaba creer la historia que le había contado Ana sobre cómo se inició todo la noche de fin de año en la casa de Biarritz. Le resultaban muy extrañas todas aquellas vivencias que le había ido enumerando de forma pormenorizada, aunque en realidad le daba igual. Gracias a ella se había encontrado a sí mismo y le estaría agradecido por siempre. Desde que recobró la memoria, el recuerdo de Elsa —que le hacía llorar con frecuencia— también le llenaba de felicidad, y apoyada la cabeza contra el cristal de la ventanilla del coche, se dejó envolver por el traqueteo al tiempo que su memoria evocaba una vez más, ya por siempre, los momentos que pasó al lado de su amada.
Por su parte, Ana se sentía satisfecha. Estaba a punto de cumplir su promesa: volvía a Pienza con Bruno Ruscello. Se alegraba de haberse dejado llevar de su instinto; la experiencia había resultado positiva, habían sido muchas e importantes las enseñanzas asimiladas, y el aprendizaje para conocerse un poco mejor a sí misma, definitivo. En cuanto a Bruno, la joven no tenía ni idea de qué haría él después de leer el diario. Ella se limitaría a llevarlo a la casa de Elsa, donde los esperaba Renato. Al recordar este nombre, Ana detuvo sus pensamientos y trató de traer a su mente el rostro de ese hombre en el que pensaba con bastante frecuencia. Sin esfuerzo, la imagen irrumpió nítida en su recuerdo. «Tengo ganas de verle —hubo de reconocerse a sí misma—. ¿Se habrá acordado de mí en algún momento?»
El coche se detuvo al lado del hotel, el mismo que la había alojado a ella durante su estancia. Ana pidió al cochero que bajase las maletas y las dejase en la recepción: ellos irían directamente a casa de Elsa.
—Tiene que perdonarme —la interrumpió Bruno, al oír las indicaciones de la joven—, pero necesito ir al cementerio antes que a ningún otro lugar. Quiero arrodillarme ante su tumba, que sepa que estoy aquí, que la sigo queriendo como el primer día, que siempre será así.
—Tendríamos que pasar a recoger a Renato Brascciano para que nos acompañase. Es posible que yo no sepa orientarme bien para encontrar la tumba y además…
—Por favor.
Al ver la decidida determinación en su mirada, Ana supo que no podría seguir negándose. Bruno mantenía abierta la portezuela del coche y la apremiaba con los ojos. En su mano, una de las bolsas que había viajado con ellos, la más pequeña.
—Está bien —cedió—. Vayamos.
El cementerio no era muy grande y no les resultó difícil dar con la sepultura de Elsa. Bruno no hizo nada por contener su emoción y Ana lo dejó solo: no quería enturbiar la intimidad de aquel momento. Se alejó por uno de los pasillos y al volverse para tomar otro de los senderos, vio cómo Bruno abría la bolsa y cómo poco a poco iba sacando pequeñas ramitas de tilo con las que al cabo terminó cubriendo toda la sepultura…
—La felicito por el éxito de su empresa y me felicito por tenerla cerca de nuevo —dijo Renato al tiempo que dedicaba a Ana la mejor de sus sonrisas. Los dos se hallaban en la logia de la casa de Elsa. Dentro, en el salón, Bruno leía lo que su amada había escrito para él.
—Yo también me alegro de volver a verle.
Renato la miraba con curiosidad no exenta de cariño. Su recuerdo había estado vivo y con una gran intensidad. Ana era, como Elsa, una persona singular, trascendente y además ¡tan guapa! No deseaba encariñarse demasiado, la diferencia de edad que los separaba resultaba casi insalvable. Quería seguir manteniendo contacto con ella y acudir muchas veces a verla —como le había prometido— en sus actuaciones musicales por las ciudades europeas; era consciente de que ya nada le ataba a Pienza.
Ana percibió que Renato la miraba con interés y se sintió halagada. Al verle tuvo la sensación de que se había esmerado en su cuidado personal y le encantaba pensar que ella había sido el motivo.
—Es hermoso lo que me contaba hace un momento. Detalles como ese los guardo en mis archivos profesionales y luego me sirvo de ellos al escribir mis novelas —dijo Renato en tono confidencial.
—¿Se refiere a las ramas del tilo?
—Sí.
Ana tuvo que reconocer que aquello había sido un detalle entrañable.
—Bruno me contó que había ido a Valdemorillo a la casa del tilo, y una vez que le autorizaron cortó unas cuantas ramas, porque según él, el tilo deseaba cobijar a Elsa como había hecho tantas veces.
—Ella habría hecho lo mismo —afirmó Renato.
—¿La echa mucho de menos? —preguntó esperando que la respuesta no fuera del todo afirmativa.
—Sí, y no puede ser de otra manera, ya que sigo viviendo aquí y haciendo las mismas cosas que cuando ella estaba.
—¿Piensa continuar en Pienza?
—Es posible que haga algunas escapadas, pero siempre volveré a este lugar. Le he dicho a Bruno que si quiere vivir aquí, puede disponer de esta casa
como si
fuera suya. Menos venderla, que haga lo que le apetezca.
Aquella tarde, Bruno recorrió uno a uno todos los rincones de la casa. Se abrazó a la ropa que había sido de Elsa, besó sus libros. Sus pequeños recuerdos se convirtieron para él en lo más preciado del mundo. Ya que Renato le había
ofrecido
la posibilidad de quedarse en la casa, esa misma noche dormiría allí. Pero había algo en su expresión que a Ana le preocupaba. Cuando Renato se fue al hotel en busca del equipaje, aprovechó para hablar con él.
—Tiene que resultar maravilloso sentirse amado de esa forma.
—Sí, y también insoportable al no poder responder… Creo que debo irme con ella porque mi vida ya no tiene sentido.
—¿Cómo que no tiene sentido? ¿Irse con ella? No estará usted pensando en el suicidio… —dijo Ana muy seria.
—Sería una respuesta a su amor. No seguir viviendo sin ella, correr a su lado.
—Eso que dice es una auténtica barbaridad. Si la quiere, aunque ella no esté, debe mantener vivo ese amor. Mientras exista, Elsa vivirá en usted. ¿No le sirve de ejemplo su comportamiento? Más de veinte años amándole sin saber nada.
—Ella podía mantener viva la esperanza de verme un día, pero ¿qué esperanza puedo albergar yo?
—¿Y para qué la quiere? No necesita esperar para saber si ella le ama o no. Usted posee la certeza de su amor, y por ese motivo no puede defraudarla comportándose como un cobarde.
Bruno cerró los ojos y se encerró en sí mismo. Ana entendió que deseaba estar solo y salió a la logia.
Esa misma noche, Renato los invitó a cenar a su casa, un hermoso edificio situado en el centro, muy cerca de la plaza de Pío II. Fue una cena sencilla en la que degustaron los platos típicos del lugar; unos raviolis rellenos de espinacas, un bistec a la florentina, con el vino Nobile de Montepulciano que tanto le gustaba a Ana, y de postre las famosas cantucci, riquísimas galletas de almendras. La conversación había girado en su mayor parte en torno a Elsa. Bruno sentía la necesidad de conocer todo su mundo y cómo se había desarrollado su vida. Pensaba quedarse a vivir de forma definitiva en Pienza.
—Cuando llegue la hora de mi muerte y me vaya de este mundo, quiero que me entierren junto a ella. Doy gracias a Dios por haber permitido este último goce, reposar para siempre a su lado —dijo Bruno con los ojos empañados.
Al escuchar estas palabras, Ana lo miró y sonrió para sí. «Tal vez —pensó— haya servido de algo la conversación que tuvimos».
—He visto algún cuadro suyo y sé que pinta muy bien. Creo que está en el lugar ideal para desarrollar sus facultades creativas —le dijo en un intento de ayudarle a asentarse en la que a partir de entonces sería su ciudad—. Seguro que Renato le puede aconsejar poniéndole en contacto con personas del mundo del arte.
—Ya le he buscado su primera ocupación en Pienza —aseguró Renato—. Como sé que trabajó de bibliotecario, le ofrecí ordenar mi biblioteca y hablar con otros amigos que, estoy seguro, desearán encomendarle trabajos similares.
—Piensas en todo.
—Sí, puede que sea un poco por deformación profesional.
La joven miró a uno y a otro. Los dos se habían enamorado de la misma mujer, pero a diferencia de Elsa, Ana nunca se habría decantado por Bruno: su elegido sería Renato. Le resultaba muy difícil desprenderse de esa especie de magnetismo que emanaba de la personalidad de su amigo italiano. También ellos se observaron: Bruno, sabedor de lo mucho que lo debió de amar Elsa si rechazó por él a un hombre como Renato, después de mas de veinte años sola; Renato, con la certeza de que Elsa tenía buen gusto, pues Bruno era una persona que merecía la pena.
Fueron días tranquilos y plenos de melancolía para Bruno. Ana y Renato tuvieron la oportunidad de conocerse mejor, y se dieron cuenta de que entre ellos se había establecido una corriente de afinidades profundas muy difícil de ocultar.