Por fin, Ana supo que estaba en lo cierto; era Bruno, y ella no podía ser otra que Elsa.
Me gustaría tener poder decisorio sobre mis sueños, así esta noche y todas las pasaría contigo. ¿Te acuerdas de nuestras veladas en Biarritz al lado del mar? ¿Qué habrá sido de mi amiga Valeria? Estarás de acuerdo en que su casa era mágica. Fui muy feliz a tu lado, mi amor soñado. He dicho bien, soñado; a veces dudo de la realidad de mi existencia anterior, puede que vaya a volverme loca, aunque loca y todo seguiría queriéndote.
Algunas noches, como esta, antes de irme a dormir me recreo con el recuerdo de alguno de nuestros momentos. Doy plena libertad a mi memoria para que sea ella quien elija. Hoy me sitúa en una tarde de la primavera de 1867. Había almorzado con una amiga y regresaba sola a casa, iba por la calle Almagro, luego supe que vivías allí. Te vi venir a lo lejos y a punto estuve de cambiarme de acera, pero me di cuenta de que tú no me conocías. Yo sí, yo ya me había enamorado. En apariencia, no te había tratado, me parecías el ser más seductor que jamás había visto. Sabía que estabas soltero y que tus conquistas numerosas estaban en boca de todos, pero nada tenía importancia; solo tu cara, tus ojos, tus manos me esponjaban el alma. Eras mucho mayor que yo (treinta años creo que tenías entonces, yo cumpliría los diecisiete), pero eso tampoco me importaba. Según nos íbamos acercando, te seguí mirando con admiración: alto, delgado, pelo castaño muy liso, ojos verdes inmensos que aún no había descubierto cómo miraban. Al llegar a tu altura mi timidez me hizo bajar los ojos. De pronto escucho tu voz que me dice: «Señorita Elsa, no sabe cuánto me alegro de encontrarme con usted. Deseaba felicitarla por su interpretación en el concierto de ayer. Ha sido la mejor, es usted buenísima con el violín».
Me lo decías mirándome de una forma tal que yo creí morir. El hecho de que supieras quién era y me estuvieras hablando me hacía tan feliz que casi no podía ni respirar. Solo pude articular un tembloroso: «Muchas gracias. Es usted muy amable». «Perdóneme —me dijiste—, soy un maleducado, no me he presentado. Soy Bruno Ruscello, el bibliotecario».
Me diste la mano y quisiste saber si vivía por la zona. Cuando al despedirnos me sugeriste la posibilidad de charlar alguna tarde para que te contara cosas de Madrid —hacía solo un mes que habías llegado—, me sentí la persona más importante del mundo.
Fue nuestro primer encuentro. No me declararías tu amor hasta un año después. Recuerdo que lo hiciste de una forma atípica pero muy hermosa. Era la fiesta de final de curso y entre risas y bromas nos despedíamos alumnos y profesores. Tú participabas como uno más y siempre estabas rodeado de mujeres guapas. Creo que unas cinco compañeras y puede que otras tantas profesoras estuvieron enamoradas de ti. En un momento en el que en mi entorno hablaban varios grupos a la vez, te acercaste y muy bajo me dijiste: «La quiero, Elsa. Deseo seguir viéndola cada día. Por favor, hablemos mañana. La espero en la biblioteca».
Dios mío, Bruno, no podías dejar de verme ni un solo día. ¿Cómo lo soportas ahora? Puede que te hayas olvidado de mí, pero no, mi amor, no lo creo, porque yo de forma voluntaria tampoco podría olvidarte. Sé que nuestro amor no conocía fronteras ni límites.
Es probable que haya idealizado nuestra relación, aunque en el fondo sé que no es así. Cuando en las noches estrelladas miro al cielo, obtengo la confirmación. Ellas, las estrellas, tantas veces testigos de nuestro amor, me hablan de aquellos momentos.
Hace poco ha llegado un hombre a Pienza, Renato Brascciano. Nos hemos hecho amigos. Su familia es natural de esta localidad, pero Renato se educó en España, como nosotros, y me resulta muy sencillo hablar con él. Es todo un erudito y solo con él me atrevo a retomar el español y a abandonar este italiano que aún no domino tanto como me gustaría. Se dedica a viajar y a escribir novelas de aventuras, también relatos románticos. Creo que se quedará durante mucho tiempo aquí porque se ha enamorado de mí. Es bueno, cariñoso e intenta hacerme la vida más llevadera. Me cuenta historias de sus viajes por el mundo y también me ha regalado unos cuantos libros, entre ellos «II Piacere», que acaba de salir a la venta.
Es el primer libro de Gabrielle D'Annunzio, un personaje muy de moda en Italia, porque dicen que entiende como nadie la forma de promocionarse. No es malo, aunque lo cierto es que no me ha apasionado. No estoy de acuerdo con el concepto que del amor tiene el protagonista, cuya prepotencia me provoca rechazo y me aleja del personaje. Lo mejor, una cita atribuida a Shelley que dice: «Música, llave de plata que abre la fuente de las lágrimas, donde el espíritu bebe hasta que la mente se extravía; suavísima tumba de mil temores, donde su madre, la Inquietud, semejante a un niño que duerme, yace sosegada en las flores».
Opinan que este libro tendrá mucho éxito, es posible. Pero para mí está aún lejos del acierto de Flaubert…
Allí estaba otra clave, Ana comprendió entonces por qué su padre guardaba un ejemplar de
Madame Bovary.
Tal vez lo hubieran leído juntos… Volvió al diario.
… y de Stendhal. Gracias a él, hace unos días pude volver a pasear por la ciudad de mi corazón.
Querido Bruno, tú y yo podríamos ser personajes de una novela de Stendhal, creo que damos el perfil… Aunque me rebelo, nuestro final tiene que ser feliz.
Ana estaba inmersa en la lectura, pero el ruido de unos pasos a su espalda la hizo volverse. Era Renato, que entraba en la habitación con dos bandejas: una de queso y jamón y otra de fruta. Se miraron sonrientes al comprenderse. Ella fue la primera en hablar.
—No sabe cuánto le agradezco que haya insistido para que viniera a Pienza. Gracias a usted he encontrado a una de las dos personas que busco desde hace tiempo.
Renato la miró de una forma que la llevó a pensar que no era a ella a quien veía y se sintió como si fuera transparente. Muy serio y con los ojos perdidos en alguna ensoñación, dijo:
—Yo lo presentía. Pero ella la esperaba a usted.
—Creo que debería leer estos textos.
—Si ella no lo sugiere, no lo haré.
—Se lo digo porque habla de usted, Renato, y se nota que le aprecia mucho. Asegura que su presencia le hizo mucho bien. Debe saber que Lucrecia era un nombre falso: se llamaba Elsa Bravo y era española.
La expresión de Renato se volvió melancólica y respondió con los ojos empañados.
—Lo sabía, ella me lo dijo antes de morir. Deseaba que en su tumba figurase su auténtico nombre, aunque me rogó que no se lo revelara a nadie.
—¿Ni a la persona que usted considerara que debía leer estos escritos? —quiso saber Ana.
—A esa especialmente debía ocultarle la verdadera identidad, para conocer su auténtico interés.
Resultaba evidente la suerte que había tenido Elsa al encontrarse con un amigo tan maravilloso con quien poder desahogarse los últimos años de su vida. Ana sentía la necesidad de compensarle y nada mejor que volver a insistir sobre lo que de él contaba Elsa.
—Le decía que en estos textos se alegra de haberle conocido y asegura que su presencia fue muy importante para ella.
—El afortunado fui yo. Era una mujer única. El amor de mi vida.
Sin duda, Elsa y Renato eran dos personas especiales. Ana no entendía que pudieran considerarse felices por haber encontrado el amor de sus sueños, aun sin posibilidad de materializarlo. De pronto se acordó de Elvira, también ella era capaz de experimentar un sentimiento como el de ambos.
Ana no sabía qué quería decir Elsa en el texto cuando aludía a que había paseado con Stendhal por la ciudad de su corazón. Suponía que se refería a un libro, y se aventuró al imaginar cuál sería la ciudad amada:
—Renato, ¿conoce usted un libro de Stendhal dedicado a Roma?
—Sí,
Paseos por Roma.
Yo le regalé a Lucrecia un ejemplar y con mucho gusto le obsequiaré a usted con otro. —Ana pensó que bien podría darle el de Elsa, pero como si hubiera leído en su mente, él apuntó—: No le regalo el de ella porque hemos leído pasajes juntos y es un recuerdo muy hermoso para mí.
—Entiendo muy bien lo que usted significó en la vida de Elsa. No tanto por su compañía agradable, que sin duda lo fue, como por lo que usted representaba para ella. Corríjame si me equivoco, pero tengo la sensación de que Elsa era una persona que disfrutaba con el saber, que para ella la cultura nunca fue un deber o una obligación, sino un placer. Le gustaba estar al tanto de todo lo que sucedía en los ambientes culturales y usted era quien le facilitaba esa información.
—No ha errado en nada. Para tenerla informada, un amigo romano me enviaba con cierta regularidad los programas y las críticas de las actuaciones en el teatro Costanzi de Roma, de las que luego yo le informaba. También le facilitaba cuantos libros y revistas conseguía. Recuerdo que un día me dijo que sentía una gran curiosidad por leer la
Historia de dos amantes,
libro escrito por Eneas Silvio Piccolomini.
—¿Escribió el papa un libro con ese nombre? —preguntó Ana incrédula.
—Sí, pero antes de ser elegido. Me costó bastante conseguirle un ejemplar, aunque al final tuve suerte.
—Fue usted un gran consuelo para ella —manifestó Ana muy convencida.
Él no dijo nada. Se limitó a sonreír. Tomó una manzana de la bandeja y se puso en pie.
—La dejo para que siga leyendo. Pruebe el queso, creo que le gustará.
—Renato —llamó Ana—, no me ha preguntado para qué buscaba a Elsa. ¿No le interesa o ya lo sabe?
—Me lo imagino, aunque espero que usted me lo cuente. La invito a cenar esta noche, ¿acepta?
—Sí, encantada, muchas gracias.
Lo miró con detenimiento mientras se alejaba. Diría que Renato era un hombre un tanto decadente, como de otra época, aunque muy interesante, y reconoció que le apetecía cenar con él.
Llevaba más de cuatro horas leyendo y estaba convencida de conocer a Elsa Bravo. Aquella especie de diario, dirigido al amor de su vida, resultaba diáfano y reflejaba la personalidad de una singular mujer.
Hoy, después de tanto tiempo, querido Bruno, he tenido la confirmación de que algo te ha sucedido. Lo sé porque me han devuelto la carta que por fin me decidí a escribirte. De acuerdo con Renato, pusimos su nombre y su dirección en el remite y te la enviamos a la Escuela de Música. Hace unos días nos la han remitido, no te conocen.
¿Qué te ha pasado, mi amor, que te impide comunicarte conmigo? Tal vez lo hayas intentado. No he vuelto a saber nada de Cario, ni de sus padres, los caseros de Florencia. Es posible que ya no vivan allí y que tú hayas acudido a buscarme y te hayas encontrado que la casa tiene ahora diferentes dueños y nadie sabe informarte del lugar en el que estoy ahora. Solo de pensarlo me siento morir. Tendría que haberme ocupado de que pudieras seguir mi rastro. Hice todo cuanto estuvo en mi mano dada mi situación, ya que cualquier pista podría ser descubierta por los asesinos de mi hermano.
En todos estos años no me he movido de Pienza. Es el sitio perfecto para esconderse; casi no tiene visitantes. Hace días que mi madre está enferma de gravedad. El doctor me ha dicho que puede que no viva más de un mes y estoy triste, mi amor. No sé qué voy a hacer sin ella.
Sabes que soy creyente. Voy todas las mañanas al Duomo para pedirle a Dios por mi madre y siempre me acuerdo de ti. Espero que el doctor se equivoque y mi madre se quede mucho más tiempo entre nosotros, pero quiero decirte, mi amor, que cuando me quede sola venderé todo y viajaré a Madrid. Estoy segura de que te encontraré.
Llevo más de una semana sin escribir nada. No he hecho otra cosa más que llorar. Mi madre ha muerto y yo la seguiré muy pronto. Una tuberculosis vigorosa y activa no da tregua a mi pobre organismo, que cada día se muestra más retraído y débil.
Bruno, no quiero irme sin verte. Me cuesta sostener el violín y sé que al final no podré tocar, por ello todos los atardeceres te dedico el
Capricho 24.
¡Qué feliz he sido a tu lado! La vida nos sonreía… ¿Cómo íbamos a imaginar lo que nos depararía el destino? Hasta el último aliento mantendré la esperanza de volver a verte. Cuando empecé a escribir este diario lo hice para que un día conocieras cómo fue mi vida sin ti y lo mucho que te quise y quiero. Si llegaba mi final sin que hubieras aparecido, lo destruiría, no contaba con nadie a quien pudiera confiárselo, pero la llegada de Renato ha sido decisiva.
Mis visitas al precioso pozo de la plaza dieron su resultado. Allí le conocí. No era la solución a mi vida que yo imploraba, pero sí una ayuda para irme tranquila porque sé que él intentará ayudarme aun cuando ya no esté.
El doctor se ha ido hace un momento. Ha intentado engañarme, pero sé que me muero. Le he pedido a Renato y a una mujer que le ayuda que me acerquen a la logia. Está lloviendo y sopla un fuerte viento. Las copas de los pinos se mueven nerviosas. Los cipreses aguantan los embates con mayor serenidad. Como aquella vez en Roma, ¿te acuerdas, mi amor? Salíamos de visitar Santa María Maggiore y miramos al cielo sorprendidos por la tonalidad con la que nos recibía la tarde. Al entrar en la iglesia, el cielo estaba azul y despejado, ahora aparecía oscurecido por la presencia de unas enormes e inquietas nubes negras. Miramos en derredor y lo cierto es que resultaba inquietante ver la ciudad con aquella luz. Todo en Roma es diferente… No habíamos terminado de bajar la escalera cuando nos cayeron las primeras gotas, enormes, despiadadas. Me agarraste de la mano y casi gritando me dijiste que querías besarme, y que debía ser bajo la lluvia, en lo que fue el templo de Vesta. Bajamos corriendo hasta los Foros Imperiales. Llegamos exhaustos.
Y allí en medio de aquella inmensidad de pasado, nuestro presente se convirtió en protagonista y fuimos envidiados por las sacerdotisas de todos los tiempos consagradas a Vesta. La colina del Capitolio nos miraba escandalizada de que en un lugar como aquel, la casa de las vestales, en medio de la mirada ciega de muchas de aquellas mujeres inmortalizadas en mármol, unos jóvenes enamorados se atrevieran a manifestar su amor y la alegría de vivir.
Eras muy romántico, Bruno, pero no percibías el hechizo de Roma. La ciudad más vieja y novedosa del universo. La mística y pagana; la augusta e imperial urbe, testigo de excepción de la Historia. ¿Te acuerdas de la pulsera etrusca que me regaló el viejo profesor napolitano que conocimos en Tívoli y del que nos hicimos amigos? Se la he dado a Renato, no porque sea mi único heredero, sino porque él sabrá cómo utilizarla. Mi queridísimo Bruno, Renato me ayudará a recuperarte, lo sé.