—Cuando mis padres compraron esta casa, no entendí muy bien su interés. Me parecía espantoso aislarse en el campo, aunque solo fuese por unos días. Sin embargo, ahora me quedo sola aquí y de buena gana no me movería de este lugar al que adoro —dijo Teresa mirando en derredor.
—No está muy lejos de Madrid y eso siempre facilita los desplazamientos —apuntó Elvira.
—No, ya lo sé, lo que sucede es que nosotros vivimos en Sevilla. He nacido en Madrid y toda mi familia materna y paterna es madrileña, pero me casé con un sevillano y hace más de veinte años que resido en la capital andaluza. A la muerte de mis padres —siguió contando Teresa—, mis hermanos quisieron vender esta casa; yo me negué e hice todo tipo de concesiones en la herencia para poder quedarme con ella. Claro que a mi marido también le gusta este lugar. La verdad es que fue él quien decidió toda la remodelación a la que la sometimos.
Tanto Elvira como Ana entendían ahora el porqué de las reminiscencias andaluzas.
—¿Llegó usted a conocer al antiguo propietario? —preguntó la joven.
—No. Y mis padres tampoco.
—Me imagino que se verían cuando firmaron la escritura —tanteó Elvira.
—Pues la verdad es que no estoy segura, aunque creo recordar que la firmaron por separado. Algún viaje no les permitió coincidir o algo así… No sé qué pasó exactamente.
—Pero se la compraron a Bruno Ruscello, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto. Tengo muy reciente su nombre porque he visto la escritura hace unos días. Siento no poder darles datos útiles al respecto, pero lo cierto es que yo nunca supe nada de él. Mis padres jamás nos hablaron de cómo habían descubierto la casa… o tal vez sí y yo no presté atención.
—¿Recuerda en qué año la compraron? —inquirió Ana.
—Sí. Fue en agosto de 1869 —afirmó segura Teresa.
Ana y Elvira se miraron un tanto desconcertadas. Se habían hecho a la idea de que la casa se habría vendido después de la desaparición de Ruscello, lo que les habría permitido concluir que no había muerto en el supuesto accidente del que muchos hablaban. Pero algo no encajaba en sus soñadas conjeturas. Ruscello había vendido la casa año y medio antes de desaparecer, con lo cual probablemente ya pensaba en irse.
Por primera vez en toda aquella historia, Ana llegó al convencimiento de que estaban perdiendo el tiempo. No tenía ninguna seguridad y además el abanico de posibilidades no dejaba de ampliarse con nuevos supuestos, complicándolo todo.
Elvira observó el desánimo pintado en la cara de su sobrina y trató de seguir mostrando interés al plantear nuevos interrogantes.
—Es posible que Bruno Ruscello vendiera la casa en agosto de 1869 —dijo— y siguiera viviendo durante un tiempo en ella tras acordarlo con su madre.
—Claro que pudo haber sucedido así, aunque no podría confirmárselo —respondió Teresa—. Mis padres empezaron a venir aquí en 1872, pero se pasaron bastante tiempo reformándola.
Ana recordó lo que les había dicho la hija de la viuda de Arguelles: el bibliotecario no había dejado nada de sus pertenencias. Era como si hubiese decidido su marcha, algo que no encajaba con un supuesto accidente, a no ser que este se produjera justo cuando se iba de Madrid. Pero en tal caso, ¿cuál era el objetivo de que ella descubriese aquel texto de la partitura? ¿Qué debía hacer? Desanimada, decidió no preguntar si el antiguo propietario había dejado alguna de sus pertenencias en la casa. Deseaba saberlo, pero estaba dispuesta a olvidarse de todo.
Se encontraban en un salón pequeñito, muy coqueto y romántico, pintado de rosa, con una mesa camilla vestida a juego con el tapizado de las sillas y unas mesitas auxiliares con figuritas.
—Este es uno de mis rincones preferidos. Lo he decorado para mí… Solo he conservado ese cuadro, que siempre me ha llamado la atención. Es tan hermosa la postura de la cabeza… —dijo Teresa.
El cuadro era más bien un esbozo, un dibujo a lápiz de una mujer de espaldas. Ana se volvió —estaba sentada justo debajo de él— y al mirarlo sintió una especie de escalofrío: aquella cabeza le recordaba la de la mujer que veía en sueños.
—Sí que es bonito —dijo dominando la emoción para preguntar—: Dice que lo ha conservado. ¿A quién pertenecía?
—En teoría al señor Ruscello. Estaba en la casa cuando mis padres la compraron, aunque tal vez no fuese suyo; siempre me sorprendió que hubiese dejado este y otros muchos cuadros interesantes aquí. Me resulta difícil aceptar que alguien pueda desprenderse de cuadros que uno mismo ha elegido, así que quizá no fueran suyos, sino de dueños anteriores.
—Este cuadro no está firmado, ¿verdad? —preguntó Elvira mientras se levantaba para verlo de cerca.
—Sí, sí lo está. Giovanni: la misma firma en unos cuantos. No sé por qué tengo la impresión de que el pintor o pintora, quién sabe, era alguien cercano a alguna de las familias que vivieron aquí.
—¿Qué la lleva a pensarlo? —quiso saber Ana.
—Pues algo muy sencillo: en muchos de los lienzos se reflejan paisajes de la zona. Si les parece, les enseño otros cuadros. Los hemos conservado casi todos. Además, quiero mostrarles el patio interior, que es lo más bonito de esta casa.
—Es verdad, el patio del tilo… Algo nos comentaron —terció Elvira.
—Precioso, ya verán.
Apenas habían dado cuatro pasos por un gran salón cuyas puertas estaban abiertas al patio interior, cuando Ana empezó a percibir un aroma: el mismo que recordaba de sus sueños. Tomó a Elvira de la mano y musitándole al oído, le dijo un tanto excitada:
—¿Te has dado cuenta de cómo huele? Este es el perfume.
—Sí. Es un aroma dulce, un tanto empalagoso pero agradable —respondió Elvira, que no tuvo necesidad de preguntar a Teresa porque esta apuntó:
—Se habrán dado cuenta del intenso olor que inunda todo. Es el tilo, que se encuentra en plena floración.
Era verdaderamente espectacular. Teresa, orgullosa, mostraba a sus invitadas aquel ejemplar centenario, cuajado de diminutas flores blancas, como si los copos de las pasadas nevadas invernales no se hubiesen querido separar de las hojas.
—¡Dios mío! —exclamó Ana—. Fíjate en las hojas.
Ya se había dado cuenta: las hojas eran idénticas a las que la joven había dibujado en su cuaderno sin ser consciente de ello… Y quizá fuese fruto del azar, pero por primera vez Elvira Sandoval se dijo que el bibliotecario de la Escuela de Música, Bruno Ruscello, antiguo propietario de la casa, tenía algo que ver en aquella historia que atormentaba a su sobrina.
—
¿Y
dices que es este el mismo lugar en el que ves a la mujer con la que sueñas? —preguntó Elvira a su sobrina.
Tras despedirse de Teresa, se habían marchado de la casa del tilo con más preguntas que respuestas. La atenta anfitriona había recordado el nombre del notario que terció en la compraventa de la casa —un tal Enrique Mancebo Alonso—, pero también les dijo que por desgracia ya había fallecido, así que esa vía quedaba cortada. Ana sabía que aquella visita había impresionado a su tía tanto como a ella, y tras su pregunta no percibió la incredulidad de antaño, sino auténtico interés.
—Sí —contestó—. Después de haber permanecido bajo el tilo, estoy completamente segura de que las personas cuya identidad queremos descubrir fueron felices en esa casa. Las vibraciones que percibí no pueden engañarme, ese era su lugar preferido. Sí, tía Elvira, el tilo fue testigo y cómplice de su amor, porque ahora sé que las dos personas que buscamos se amaban.
El breve tiempo que Ana había pasado bajo el árbol le había bastado para advertir la fuerte carga de energía positiva que este irradiaba y antes de que se diese cuenta, había colmado su alma y su corazón del placer de vivir.
—¿No has pensado en dedicarte a escribir? —bromeó Elvira.
—¿Acaso no me crees?
—Claro que te creo, era una broma. Aunque comprenderás que tenga mis dudas sobre la autenticidad de lo que me dices. Entiéndeme, no dudo de que tú lo sientes, pero… —Ahí aparecía de nuevo parte de la racionalidad de la que su tía hacía gala.
—No te disculpes, comprendo muy bien tu postura. Olvídate de mis sensaciones y recapitulemos los datos seguros que poseemos —pidió Ana.
—De acuerdo —contestó Elvira—. Creo que Bruno Ruscello es una de las personas que nos interesan. Y estoy tan segura sobre todo por la coincidencia entre la hoja que tú dibujabas, la que aparecía en la partitura y la del tilo: las tres son idénticas.
—Estoy de acuerdo —aseguró Ana—, porque el hecho de que Bruno Ruscello haya desaparecido de la Escuela de Música y de Madrid en las fechas que nos interesan es un indicio, pero no definitivo. Sin embargo, la hoja de tilo nos confirma la conexión de esta persona con el misterio de la partitura. Pero ¿cómo podríamos averiguar qué pasó con él?
—Creo que es imposible. ¿Y quién era la otra persona?
—Una mujer, seguro, porque existía el amor entre ellos —dijo convencida Ana.
—¿Acaso no sabes, querida sobrina, que puede existir el amor entre personas del mismo sexo?
—Eso no es amor, es otra cosa —respondió Ana.
—Estás equivocada. Casi siempre es amor, aunque algunas veces puede darse el caso de alguna persona homosexual que siente amor auténtico por alguien del sexo contrario, pero que, no puede materializarlo porque sexualmente le deja indiferente.
—Menudo problema —ironizó Ana.
—Mucho mayor de lo que tú nunca llegarás a imaginar.
Algo en la voz de su tía le disparó la alarma y de repente lo entendió.
—¿Es lo que os pasa a ti y a Juan? —exclamó sin poder contenerse.
Habían llegado a Madrid. El cochero detuvo los caballos y acercándose a la ventanilla les preguntó si las llevaba a casa.
—¿Has quedado con alguien? —preguntó Elvira mirando a su sobrina—. ¿Necesitas llegar a casa a una hora determinada?
—No.
—Pues entonces, Manuel, llévenos al Café de Levante. —Y mirando de nuevo a su sobrina añadió—: Seguro que Gálvez puede decirnos algo de Bruno Ruscello… Y además, tomando una copa me será más fácil hablarte de mi relación con Juan.
Al llegar a la Puerta del Sol, Elvira indicó a Manuel que detuviese el coche.
—¿Sucede algo, doña Elvira? Ya estamos llegando, ¿no quiere que siga?
—No, nos bajamos aquí y vamos andando. Así tomamos un poco el aire. Puede venir a recogernos dentro de hora y media.
A Elvira no le apetecía detener el coche delante del café. Prefería llegar a él de forma más discreta. Además, la calle Arenal estaba al lado y seguro que el brevísimo paseo le sentaba bien para despejarse un poco y sobre todo para mover las piernas un tanto anquilosadas por el viaje.
—Indiscutiblemente, querida Ana, los años no perdonan. No sabes cómo necesito moverme.
—Pero si estás estupenda. Nadie diría la edad que tienes —dijo Ana complaciente.
—Ya lo sé, pero la tengo.
—Tía Elvira, ¿de verdad quieres que vayamos al Levante? Es probable que Gálvez no esté.
—Si no está, volvemos otro día. Hoy te contaré mi historia.
—Como quieras —contestó Ana, que se sentía nerviosa ante las confidencias de su tía. No podía alejar de su mente un único interrogante: ¿cuál de los dos sería homosexual, Juan o Elvira?
Las tres personas que se encontraban a la entrada en la barra del café las miraron con cierto recelo. Al pasar a la parte posterior, tía y sobrina se cruzaron con un grupo de cinco o seis hombres que salían hablando animadamente entre ellos: eran los componentes de una de las muchas tertulias que allí se celebraban.
Al llegar al salón del fondo comprobaron tranquilas que no había mucha gente y eligieron la mesa más discreta, situada en uno de los ángulos. El camarero era el mismo que las había atendido la otra vez y lógicamente las reconoció.
—De nuevo ustedes por aquí. Hoy no ha venido el señor Gálvez, pero si quieren verlo, les aconsejo que se queden. Es probable que en media hora esté aquí. Si a esa hora no ha llegado, ya no viene. ¿Se quedan? ¿Qué les sirvo?, ¿un café?
—Pues no. Yo quiero un oporto y tú también, ¿verdad? —preguntó Elvira a su sobrina.
—Sí, sí, lo mismo que tú.
El camarero las miró con cara de susto y se fue sin decir nada.
—¿Te imaginas lo que dirá de nosotras? —preguntó Ana.
—Prefiero no pensar en ello. Es a lo que nos exponemos al venir aquí. Ya verás —dijo Elvira riendo—, igual esta tarde conseguimos que nunca se olvide de nosotras.
El camarero atendió su petición con una diligencia inusitada.
—El oporto, señoritas —dijo con cierto retintín.
—Muchas gracias —respondió Ana.
Elvira levantó su copa.
—Por nosotras, querida sobrina. Por esa amistad y complicidad que has despertado en mí. Porque sepamos desarrollarla y mantenerla viva siempre.
Ana solo había tomado oporto una o dos veces en su vida y casi no recordaba su sabor. Tomó un sorbito con precaución y observó a Elvira, que lo paladeaba como una experta.
—¿Sabes, Ana? El día que me enteré, también sentí la necesidad de tomarme unas copas. En aquella ocasión no fueron de oporto, sino de grappa.
—Así llaman al aguardiente de orujo en Italia, ¿no?
—Sí. Nos encontrábamos en Venecia. Había preparado aquel viaje con la mayor ilusión porque estaba convencida de que en aquel escenario tan romántico, Juan se decidiría a pedirme matrimonio. Recuerdo que la quemazón del aguardiente en mi garganta no fue capaz de mitigar el otro dolor… Sentía que la vida se desvanecía por momentos. Juan, mi amigo y novio desde hacía más de seis años, acababa de confesarme que me amaba, pero que se sentía atraído por los hombres. Era mi alma gemela, pero tan gemela que nos gustaban las mismas cosas. Nos pasamos la noche entera bebiendo en medio de una desesperación que amenazaba con ahogarnos.
Ana la escuchaba sin saber qué decir. ¿Cómo habría reaccionado ella ante una situación similar? No entendía muy bien cómo su tía no se había dado cuenta en todos esos años de las tendencias de Juan.
—Y tú ¿nunca sospechaste nada?
—Jamás. Juan era cariñoso. Salíamos mucho en pandilla y siempre estaba pendiente de mí. Su comportamiento era normal. Me daba muestras de su cariño, pero me respetaba.
—Si te lo hubiera dicho antes, te habría evitado muchos sufrimientos —se lamentó Ana.
—Sin duda, pero él no estaba seguro de sus tendencias y creía poder superarlas. Cuando se convenció de su homosexualidad, yo ya me había enamorado de él.