—Qué sorpresa, pero si es doña Inés Mancebo. ¿Ha decidido contestar a mi carta personalmente? —preguntó Ana con una sonrisa desde la puerta.
—¿Dónde está mi marido?
—Por favor, doña Inés, yo he preguntado primero. ¿Por qué no contestó a la carta que Elsa Bravo le envió desde Italia?
—Eso a usted no le importa. Deje de inmiscuirse en nuestra vida.
—De acuerdo —asintió Ana—, entonces buenos días.
—Espere, no se vaya. Quiero localizar a mi marido, dígame dónde puedo verle, por favor —suplicó Inés a punto de llorar.
—Ya conoce mi postura.
—Está bien. Recibí la carta y la destruí de inmediato. Pensé en decirle que estaba muerto, pero temí que se presentara y no podía correr riesgos. El destino se decantó por mí y Bruno me pertenecía. Solo a mi lado podía ser feliz. Yo fui la única que se ocupó de él después del accidente, quien le cuidó desde entonces. Le quiero más que a nada en el mundo —aseguró.
—Mejor hubiera sido que no se acercara a él. Fue usted quien labró su desgracia, ¿cómo puede decir que quiere a una persona a la que miente de forma continuada? ¿Qué tipo de amor es el suyo?
—No tengo que darle explicaciones. Ya he contestado a su pregunta. ¿Dónde está mi marido?
—Se encuentra en Madrid. No le voy a decir dónde. Pero mañana a mediodía puede usted venir a esta casa, que aquí estará esperándola. De todas formas, quiero anticiparle que Bruno ha recobrado la memoria y sabe quién es. Ayer estuvimos en la casa del tilo de Valdemorillo y reconoció el lugar.
—No es verdad lo que me está contando. Los médicos me aseguraron que la amnesia parecía definitiva y después de más de veinte años…
Ana no la dejó terminar.
—Sí, pese a sus esfuerzos por aislarle de todo cuanto había sido su vida, para que no recordara en todo este tiempo, sus planes se han frustrado. Aunque tiene que estar muy contenta, ya ha hecho usted bastante daño. Ahora entiendo por qué siendo tan buena profesional dejó usted de tocar el violín: no podía correr el riesgo de que su marido pensara en Elsa. ¿Tanto le quiere?
—Más que a mi vida. Mataría y moriría por él.
—Pero no le diría la verdad —puntualizó Ana, para añadir—: No entiendo ese tipo de amor.
Inés intentaba disimular, pero estaba a punto de desmayarse. ¿Qué iba a hacer hasta mañana a mediodía? ¿Cómo reaccionaría su marido? Según le decía Ana en la carta, Elsa estaba muerta y por tanto no ofrecía ningún peligro. Aun así habría de utilizar todas sus armas para convencer a Bruno de que su comportamiento no tenía más objetivo que ayudarle. Ella no había sido responsable del accidente, lo único que había hecho era reconstruir su maltrecha vida. Habían sido felices; tenían que seguir juntos hasta el final de sus días… Todas estas reflexiones la ayudaron a tranquilizarse. Tenía ante sí un enorme problema, pero era fuerte.
Ana estaba impresionada. Aquella mujer presentaba un cuadro patológico claro. Sintió pena.
—¿Está en algún hotel? —le preguntó.
—No, pensaba quedarme con mi marido. Por favor, apiádese de mí —le suplicó llorando—, dígame dónde está.
Le estaba haciendo daño aquella conversación. Ana se dio cuenta de que le resultaba muy duro dominar los sentimientos. Sin duda, era muy triste presenciar el dolor de cualquier ser humano, aunque fuese de alguien perverso y malvado, pero debía mantenerse firme. ¿Acaso se había apiadado Inés de Elsa cuando desde Pienza le preguntaba por Bruno?
—Lo siento. No voy a hacerlo. Entre otras razones, porque el doctor le ha dado tranquilizantes. Créame, será mejor para usted verlo mañana cuando ya se encuentre más tranquilo.
—¿Más tranquilo? No me fío de ustedes. Sabe Dios, qué le habrán hecho para que recuerde. Señorita Sandoval, no voy a maldecirla por el daño que me está ocasionando esta tarde… solo le deseo que sufra lo mismo que yo estoy padeciendo por su despiadado comportamiento.
—Lamento mucho no poder ayudarla. De todas formas, usted tenía que ser consciente de que esta situación podría planteársele en cualquier momento —dijo Ana mientras la acompañaba a la puerta.
A
l pasar ante la casa de Elvira, el doctor Martínez Escudero decidió visitarla. Era muy temprano, pero estaba deseando saber qué tal había acabado la compleja historia de Inés y Bruno. El había estado presente en el reencuentro del matrimonio y se sorprendió ante el amor patológico que aquella mujer sentía por su marido. «No me importaría tenerla como paciente —dijo para sí mientras pulsaba el timbre de la puerta—. Sin duda, es un reto para cualquier psiquiatra».
María, la doncella de Elvira, le abrió tan sonriente como siempre.
—Acompáñeme, doctor, la señorita está desayunando.
—Esperaré, no la moleste —dijo Martínez Escudero, pero ante la insistencia de la criada no tuvo más remedio que seguirla.
No se podía imaginar el doctor que encontraría a Elvira acompañada. «Pero ¿desde cuándo estos dos…?» En la mesa, aferrando con gesto posesivo una mano de la mujer entre las suyas, Gálvez observaba divertido la reacción del galeno.
—Mil perdones —dijo el doctor dedicándoles a ambos una sonrisa abierta—. Sé que no son horas, pero la impaciencia es mala consejera.
—No se disculpe, querido doctor —le contestó ella—. Venga, siéntese aquí y desayune con nosotros.
—Estoy impresionado con la historia de Inés. —Gálvez sacó el tema antes de que Martínez Escudero añadiera palabra—. ¿Sabe que yo fui uno de sus muchos pretendientes?
—¿Cómo terminó ayer el asunto? —quiso saber el doctor.
—Como usted sabe, doctor, una vez Inés comprobó que su marido había recuperado la memoria, no ocultó detalles de toda la operación que había realizado con el apoyo de un primo, muy bien relacionado, que la asesoró y ayudó a camuflar la venta de la casa de Valdemorillo, así como el cambio de identidad de Bruno —recordó Elvira.
—Sí —convino el doctor—, y tenía razón al afirmar que ella se había sacrificado para mantener esa nueva vida. Es verdad que esa mujer lo hizo todo por amor y que renunció a su profesión.
—Por amor a sí misma —apuntó Elvira—. No entiendo cómo se puede querer a una persona sabiendo que la haces desgraciada.
—No estoy de acuerdo —discrepó el doctor—. Con su nueva identidad, Bruno no fue desgraciado; lo es ahora al descubrir el engaño y sobre todo al pensar en la mujer a la que amaba.
—Ha sido un cúmulo de mala suerte —apuntó Gálvez—, porque imaginemos que Inés no se llega a ocupar de él después del accidente. ¿Quién lo habría hecho, si Elsa no estaba en Madrid?
—No lo sé —respondió Elvira—, imagino que volvería a Madrid y el contacto con la gente a la que veía todos los días, los edificios de su calle, la casa de Madrid y la de Valdemorillo… Seguro que hubiesen acelerado su recuperación.
—Sí, es posible.
—Pero me preguntaba usted por el final. Veamos… Se reunieron, a diferencia de las otras veces, aquí en casa. Bruno nunca quiso encontrarse con ella en otro lugar que no fuera la casa de Ana, pero Inés sentía tal odio por mi sobrina que solo con verla echaba chispas. Ayer le propuse a Bruno que se encontrara con su mujer aquí para evitar situaciones desagradables. Bruno me pidió que me quedara, pero salí y los dejé solos, así que no sé qué se dirían… Lo que sí le puedo comentar es lo último que hablaron al despedirse, delante de mí. Bruno, que estaba de lo más tranquilo, le pidió que le olvidara, que se hiciese a la idea de que había muerto, porque muerto estaba para ella. «No te guardo rencor —le dijo—, pero no podría soportar volver a estar a tu lado».
—Eso es terrible —manifestó el doctor—. No puedo imaginar cómo habrá reaccionado ella.
—¡Jamás he visto más odio en los ojos de nadie! —exclamó Elvira—. De haber podido, lo habría fulminado. Sin embargo, se limitó a decirle: «No creas que en mi desesperación podré pensar en el suicidio, eso nunca». Le aseguró: «Tengo que vivir para hacerte pagar todo el daño que me estás haciendo. No creas que Elsa Bravo se va a salir con la suya». Y entonces Bruno la agarró de un brazo y le gritó: «¡No te consiento que menciones su nombre!», y le dio la espalda.
—Y ella ¿qué hizo?
—Se fue sin mirar atrás.
—De no haberla vivido de cerca, jamás hubiera creído semejante historia —intervino Gálvez—. Aún os estoy viendo: tu sobrina y tú en el Levante, el día que nos conocimos… Nunca habría imaginado la realidad que se escondía tras vuestras pesquisas. ¿Cree usted que Ana tiene poderes extrasensoriales, doctor?
—Lo desconozco. De todos modos, lo que yo creo es que Ana es una joven muy sensible y que han concurrido una serie de circunstancias que lo han potenciado. Nada más. No debemos darle más vueltas.
—¿Le parece que Bruno se quedará en Pienza?
—Estoy seguro —afirmó el doctor, que ya sabía que Bruno y Ana habían partido ayer noche hacia Italia—, porque cuando lea el diario que Elsa dejó escrito, según me contó Ana, no podrá irse… Aunque tal vez me equivoque y se vaya a otro lugar con el que soñaron juntos, quién sabe. Por cierto, Elvira, su sobrina me comentó que el conjunto vienés le había contestado aceptando su incorporación, aunque friera más tarde, ¿cuándo piensa irse?
—Me parece que a finales de año, pero seguro no lo sé. Ya sabe que Ana puede sorprendernos en cualquier momento…
—Sí que son hermosos los cipreses en este lugar —dijo Bruno, que miraba entusiasmado en derredor—. No me sorprende que estos parajes hayan alimentado la creación de tantos artistas.
—Usted es un buen dibujante —dijo Ana convencida.
—Soy aficionado, ahora lo sé. ¿Cómo es posible que en todo este tiempo no haya recordado nada? —se lamentó de nuevo. El desconcierto en el espíritu de Bruno tenía que ser grande y por más que lo intentaba, Ana no conseguía ponerse en su situación. Había vuelto a ser el mismo, veinte años después. Y ¿qué sucedía con el que había sido en este tiempo? ¿Cómo se armonizaba el uno con el otro?
El hecho de que Inés le hubiera engañado facilitaba las cosas: le resultaría más sencillo alejarse de ese mundo que resultó irreal, el mismo que poco a poco iba disolviéndose como las brumas del ensueño. Aun así la decisión de no volver a verla significaba sin duda un trago amargo, del que tardaría en recuperarse.
—Está usted muy triste, Bruno. —Ana no preguntaba, hacía constar un hecho—. Debe sobreponerse.
—Es complicado. No puedo evitar sentir pena por Inés, pero lo cierto es que no podría soportar su presencia, y no por el daño que me ha hecho, que ha sido mucho, sino porque cerca de ella viviría atemorizado. —Guardó silencio y cuando retomó la palabra tenía la vista fija en el brazo de Ana—. Hablemos de otras cosas. ¿Sabía que Elsa tenía una pulsera exacta a esa que lleva usted?
—Sí, lo sé. Me lo dijo Renato, que es quien la tiene ahora porque Elsa se la regaló. También recuerda en su diario el día que se la regalaron.
—Yo estaba con ella —afirmó Bruno con la mirada perdida en algo que le preocupaba y que decidió contar a Ana—. ¿Sabe?, tuve una especie de premonición el día antes de que me ocurriera el accidente. Presentí que algo le pasaba a Elsa… y no hice caso.
—¿Qué pasó?
—A Elsa no le apetecía que me fuera de caza, pero al final la convencí y quedamos en vernos el domingo por la tarde. Solo estaría fuera de Madrid el sábado y la mañana del domingo. Antes de irme pensé en darle una sorpresa y como sabía que ella asistía los sábados a misa de once en la iglesia de Santa Bárbara, me acerqué para verla a la salida. Esperé varios minutos después de que se marchase todo el mundo; entré en el templo y no la vi. Fue entonces cuando tuve la sensación de que algo le pasaba, pero no quise atender mis miedos y me tranquilicé, me animé a pensar que tal vez su madre se había sentido indispuesta. Ahora sé que no asistió a misa porque ya no estaba en Madrid… Y estoy seguro de que el texto de la partitura lo escribió el viernes por la tarde.
—Perdóneme, Bruno, pero ¿por qué le escribió el mensaje?, ¿no podía ir a su casa a contárselo?
—No, porque yo había ido a Valdemorillo a recoger los útiles de caza y, además, estoy seguro de que Elsa se acercó a la Escuela inventando alguna excusa y que fue acompañada de su hermano, que no la dejaría sola ni un minuto por miedo a que se escapara. El fue nuestra desgracia. Tenía que haberse ido solo de Madrid, no implicar a su madre y a su hermana en su desventura…
—No estoy muy de acuerdo, Bruno. Usted sabe tan bien como yo que si determinadas personas tratan de localizar a alguien, presionan, amenazan y chantajean a quien sea, con tal de localizarlo. ¿Cree que a Elsa y a su madre las hubiesen dejado tranquilas si deseaban encontrar a Ernesto?
—Tiene razón —reconoció Bruno—, lo que no tenía que haber hecho fue implicarse en una acción de ese tipo.
Ana pensaba lo mismo, pero no disponía de la información necesaria para opinar al respecto del papel jugado por Ernesto Bravo en aquel contubernio. Si se atenía al escueto comentario de Elsa, podría pensarse que él había sido uno de los que contrataron a algunos de los asesinos que dispararon al general. No quería dejar pasar el tema, sin enterarse de ciertos aspectos.
—¿Usted y Elsa estaban en Madrid cuando se produjo el atentado contra el general Prim?
—Aquella tarde noche volvíamos de la casa de Valdemorillo, donde habíamos pasado la tarde.
—Pero ¿tenían conocimiento de la participación de Ernesto Bravo en el complot?
—A decir verdad, yo nunca supe a qué se dedicaba Ernesto. Viajaba con frecuencia, lo que nos parecía maravilloso porque así Elsa disponía de mayor libertad. Después del asesinato de Prim, sé que se ausentó de Madrid varios días. Recuerdo que a su regreso Elsa me comentó que estaba preocupada porque lo encontraba muy nervioso. Yo la tranquilicé diciéndole que dentro de muy poco no tendría que seguir soportando su difícil carácter, teníamos pensado casarnos en abril.
Ana se quedó en silencio respetando el dolor de Bruno. A los pocos segundos volvió a interesarse:
—¿Y por qué el hermano de Elsa no quería que ella mantuviese relaciones con usted?
—Lo cierto es que yo tenía muy mala fama. Bien merecida, por supuesto, pues había mantenido relaciones con muchas mujeres. Pero desde que me enamoré de Elsa mi vida cambió y me convertí en otra persona.
Ana recordó a la ventera y a su hija, y a punto estuvo de hacer un comentario, pero prefirió callar. Bruno parecía obsesionado con su responsabilidad.