El enigma de Ana (28 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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Ya tenía todo preparado para irse a la estación. Aún disponía de dos horas, suficiente para escuchar la historia que Renato Brascciano deseaba contarle sobre Lucrecia, si es que acudía al hotel, porque Ana no estaba muy segura de que fuera a hacerlo.

Si analizaba el resultado de su viaje a Roma, partiendo de la información obtenida, no podía decirse que hubiese sido muy fructífero, mas sí había conseguido la certeza de que existía una conexión entre Elsa Bravo y la casa de Biarritz. Aun así, lo más interesante había sido su encuentro con Victoria Bertoli y la conversación que ambas mantuvieron. No se había quitado la pulsera. La miró y, como un eco muy lejano, escuchó la voz de Victoria Bertoli cuando le aseguraba:
…Si hai ricevuto l'incarico di trovare queste persone, non preocuparti, perché ce la farai.
Estaba tan ensimismada mirando la pulsera que no se dio cuenta de la llegada de Renato Brascciano. La saludaba ya con una respetuosa inclinación de cabeza.

—Perdone, no sabe cuánto siento importunarla.

—No se preocupe. Siéntese, por favor —le respondió Ana con un gesto de su brazo derecho, en el que llevaba la pulsera.

Renato no podía dar crédito a lo que estaba viendo.

—¿Hace mucho que tiene esa pulsera?

—Me la han regalado hace unas horas.

—Mire —le pidió al tiempo que le mostraba su brazo derecho, en el que lucía una idéntica. El fue el primero en recuperar la palabra—: ¿Entiende ahora por qué necesito contarle la historia de Lucrecia?

—Pues no —respondió sincera Ana—. El hecho de que nuestras pulseras sean iguales puede tener diversas explicaciones.

—Por supuesto, lo que sucede es que Lucrecia me la dio cuando supo que estaba enferma de muerte. Que usted esté en posesión de una igual me refuerza en la creencia de que tiene mucho en común con ella y sin duda puede ser la persona indicada.

—¿Indicada para qué? —preguntó un tanto inquieta.

—Poco antes de morir, Lucrecia me nombró heredero universal. No tenía familia ni amigos más allegados que yo. Me dejó la casa y todas sus pertenencias. Solo una especie de diario quedó al margen de la herencia. Un diario que yo debo guardar hasta que encuentre a la persona que, a mi juicio, sea la adecuada para entregárselo. Recuerdo que le pregunté cómo descubrir esa idoneidad —siguió contando Renato—, y ella me aseguró que sería tan evidente que no dudaría ni un momento. Debo decirle que así ha sucedido. Desde el momento en que la vi en el concierto dedicado a Paganini supe que era usted y esa creencia se fue reafirmando poco a poco. En estos momentos estoy casi seguro.

Ana no sabía cómo reaccionar. Volvió a pensar en la irrealidad de lo que le estaba sucediendo. «Tiene que ser un sueño del que despertaré pronto», se dijo.

—Perdone, señor Brascciano, no alcanzo a comprender qué es lo que desea de mí.

—Que me acompañe a Pienza.

—¿Cómo? —exclamó incrédula.

—Allí vivía Lucrecia.

—Eso es imposible. Dentro de dos horas salgo para Madrid.

—Por favor —suplicó él.

—¿Qué tengo yo que ver con unos escritos de alguien a quien no conozco? Además, ¿qué se supone que voy a leer en ellos?

—Lo ignoro.

—¿No los ha leído usted?

—No. He cumplido el deseo de Lucrecia: el diario aguarda a la persona indicada.

—¿Y no le intriga?

—Por supuesto, pero cumplir los deseos de mi amiga es para mí mucho más importante que satisfacer mi curiosidad.

Renato no sabía ya qué argumentos utilizar para convencerla. «Tal vez —se dijo— si le cuento la verdad, consiga hacerla reaccionar».

—Sé que todo esto tiene que resultarle extrañó. También a mí me sorprende lo sucedido. Quiero que conozca con todo detalle mis vivencias de estos días porque creo que la harán reflexionar —dijo en tono convincente—. Piense que yo no tenía previsto viajar a Roma, lo hice atendiendo la llamada de un amigo al que le urgía verme. Una vez aquí, una hermana de este amigo me ofreció asistir al concierto en el que la vi a usted por primera vez. El resto ya lo conoce. Estoy convencido, señorita Sandoval, de que todo se ha desarrollado de esta forma para que nos conociéramos y yo pudiera cumplir los deseos de Lucrecia.

Ana estaba segura de que aquel hombre decía la verdad, su verdad, pero, aunque así fuera, ella no podía atender sus deseos. Sin embargo, en el fondo deseaba ver los escritos de Lucrecia, le pediría que se los enviara a Madrid.

—No, no me voy a arriesgar a que se pierdan —le contestó Renato—. Sé que para Lucrecia eran importantísimos. ¿Qué puedo hacer para convencerla de que aplace, por unos días, su regreso a Madrid?

—Nada, y lo siento. Me gustaría atender sus deseos, pero me resulta imposible.

Renato Brascciano, desilusionado, se puso en pie para despedirse, pero Ana le sugirió que siguieran charlando un rato, aún era pronto para irse a la estación.

—Me decía usted —le comentó— que conoció a Lucrecia hace siete años…

—Sí, en ese tiempo fue cuando yo regresé a mi ciudad, Pienza, después de una larga estancia en el extranjero. No pensaba quedarme mucho tiempo, pero me encontré con ella y todos mis proyectos desaparecieron. Recuerdo que la primera vez que la vi fue en la Piazza Pío II, iba con su madre, casi nunca se separaban. Más tarde supe que no tenían a nadie más en el mundo, que no tenían más familia. Le confieso, señorita Sandoval, que Lucrecia me pareció el ser más maravilloso que había visto en mi vida y que me enamoré de ella como un colegial. Poseía una belleza que me atrevería a calificar de sublime: al estar envuelta en ese halo de melancolía que siempre la acompañaba, era como si su espíritu viviese de recuerdos que por hermosos jamás abandonaría. Nos hicimos buenos amigos y me confesó que nunca podría corresponder mi amor porque su corazón no le pertenecía.

El relato despertaba en Ana cierta ternura que intentó disimular.

—No sé si yo podría comportarme de esa forma, tal vez sí —dijo pensativa.

—Querida señorita, el corazón siempre espera que quede un resquicio abierto para la esperanza, aunque ese no era mi caso.

—¿Entonces?

—La amaba y preferí continuar a su lado. No podría vivir sin escuchar sus maravillosas interpretaciones al violín.

Ahora fue Ana quien se sobresaltó: Lucrecia era violinista. Parecían demasiadas coincidencias.

—También yo soy violinista —exclamó sin poder contenerse.

—Por favor —rogó Renato—. ¿Entiende ahora por qué tiene que acompañarme a Pienza?

—Pues no —repitió ella con energía—, resulta de todo punto imposible que me desplace con usted.

Uno de los porteros del hotel se acercó a ellos.

—Señorita, el coche la espera.

Se levantó y tendió su mano hacia Renato al tiempo que le decía:

—Lo siento. Tal vez algún día le haga una visita a Pienza, pero ahora es imposible. Adiós, señor Brascciano.

Ana caminó hacia el coche. Renato la miraba desde la puerta del Gran Hotel y cuando vio que estaba a punto de subirse, le dijo en voz alta para que pudiera oírle:

—¿Y es usted especialista en Paganini?

Se quedó petrificada. Le pidió al cochero que aguardase un momento y se acercó a Renato Brascciano.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Intentaba encontrar una nueva coincidencia. Lucrecia era la mejor con los Caprichos. El 24 era su preferido.

Ana no lo dudó ni un momento, mandó bajar su equipaje del coche y con mirada ardiente le dijo a Renato Brascciano:

—Estoy dispuesta a viajar con usted a Pienza.

XII

A
pesar de que durante todo el viaje —más de diez horas de conversación con Renato— no había conseguido averiguar nada que avalase su sospecha sobre una posible conexión entre Lucrecia Roccia y Elsa Bravo, Ana era consciente de que había hecho lo correcto. Antes de salir de Roma se preocupó de escribirle a su tía contándole los motivos que la llevaban a viajar a la Toscana.

Una vez más pensó en Victoria Bertoli y en el significado que pudiese encerrar la pulsera. Seguro que no revestía ninguna importancia que Lucrecia poseyera una igual, aunque no pudo evitar una extraña sensación: le parecía que no estaba sola en aquel misterio, que alguien la ayudaba y le iba desbrozando el camino.

Miró la inmensa llanura de un paisaje sin fin y sintió que su ánimo se expandía en aquella paz infinita, solo alterada por unas discretas lomas y algún que otro esbelto ciprés que recordaba la finitud. Era el valle de Orcia, situado en la Italia central y comprendido entre el sur de Siena y el monte Amiata. Recibía su nombre del río que fluía apacible, mecido por la suavidad de las colinas en un paraje único y como tal, fuente de inspiración para muchos de los pintores renacentistas, que lo plasmaron en sus lienzos.

Se recreó en la panorámica que iban dejando a uno y a otro lado del coche y se dijo que no era aquel mal sitio para perderse.

—Mire al fondo a su derecha —le pidió Renato Brascciano.

Sobre una colina se erigía Pienza. Ana tuvo la sensación de que era como una flor expuesta a todas las miradas, solo que en su entorno no existían nada más que tranquilas y solitarias llanuras.

—A Pienza se la conoce como la ciudad de la colina —dijo él—. ¿Sabe algo de su historia?

—Nada. Nunca la había oído nombrar —confesó la joven.

—Es preciosa, ya verá como le gusta.

Silenciosa, Ana observaba… Las casas, casi todas de piedra porosa, le parecían muy cuidadas y en consonancia unas con otras; las calles rectilíneas proporcionaban una sensación de cuidado orden. «Sin duda —pensó—, la estética ha estado muy presente en los proyectos de quienes diseñaron esta ciudad».

El coche se detuvo al llegar a la Piazza Pío II y contempló entusiasmada uno de los recintos más originales que había visto hasta entonces. Tenía forma trapezoidal y los adoquines en ángulo contribuían a su indudable originalidad. La plaza, convertida en el centro neurálgico de la villa, llevaba el nombre de la persona a cuya iniciativa se debía la creación de Pienza. El papa Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, vino al mundo en 1405 en aquel lugar, cuando este no era sino una pequeña localidad medieval llamada Corsignano. Al llegar al solio pontificio a mediados del siglo xv mandó edificar sobre su pueblo una ciudad modélica que se convirtiera en lugar de veraneo papal. De ahí que además del Duomo, la plaza estuviera circundada por los palacios Piccolomini, municipal y episcopal, todos ellos hermosas construcciones renacentistas. Desde su creación, Pienza fue considerada la primera ciudad ideal, ya que por medio de su diseño urbano se había dado forma al humanismo predominante en el Renacimiento.

Ana comprobó que además de las fuentes —mucho más sencillas que las romanas— los pozos ocupaban un lugar predominante en alguna de las plazas italianas, como aquella en la que se hallaban. Le sorprendió que el pozo de cuidado travertino no estuviera en el centro del recinto, sino situado en el ángulo que correspondía al palacio Piccolomini: la llevó a imaginar que el arquitecto lo había planeado para, de esa forma, distinguir el edificio más importante de la plaza.

Ante aquel pozo renacentista, se lamentó de que pasara de moda la costumbre de construirlos. Entendía por qué ya no eran necesarios, pero seguían siendo hermosos como elementos decorativos y encerraban un halo de espiritualidad por sus connotaciones bíblicas. Ana recordó una de las más hermosas citas evangélicas, que precisamente se desarrolla a la vera de un pozo: la conversación de Jesús con la Samaritana.

—El cochero ya ha llevado el equipaje al hotel que está en la siguiente calle —dijo Renato—. Nosotros podemos ir andando. Si le parece, paso a buscarla dentro de dos horas para que pueda descansar un poco.

—¿Es esta la plaza en la que conoció a Lucrecia? —le preguntó.

—Sí, estaba ahí, más o menos donde usted se encuentra, al lado del pozo.

Ana percibía unas vibraciones muy especiales en aquel lugar y deseaba quedarse sola para recrearse en sus sensaciones.

—Señor Brascciano, utilice todo el tiempo que necesite —le dijo—. Yo no estoy cansada y me gustaría dar un paseo. Luego iré al hotel y allí le espero.

La casa de Lucrecia no estaba lejos; en Pienza no existían grandes distancias. Se trataba de una edificación de dos plantas, armónica con el entorno, algo esencial en aquella modélica localidad.

—He pensado en trasladarme a vivir aquí —dijo Renato—. Mi casa es más grande, pero la ubicación de esta es especial.

En aquellos momentos la joven era incapaz de prestar atención a lo que le decía su interlocutor. No sabía en qué zona de la ciudad se encontraban y le costaba muchísimo mostrarse serena. Su corazón latía de una forma desacostumbrada. Cuando cruzaron el umbral de la casa de Lucrecia creyó que no podría disimular más, pero poco a poco se fue serenando…

—Está tal cual ella la tenía. No he querido cambiar nada —comentó Renato.

Era una decoración sencilla, aunque se adivinaba la delicadeza de quien la había realizado. Pasaron a una especie de salón comedor, y al mirar por un ventanal, Ana entendió el primer comentario de Renato: la casa ocupaba uno de los pétalos externos de aquella flor, Pienza, que se abría sobre una colina dominando todo su entorno.

—Es una vista increíble —exclamó.

—Maravillosa, pero acompáñeme al segundo piso —pidió él.

La escalera desembocaba en un salón que a su vez se prolongaba a una logia con un fondo de ensueño. En una de las arcadas que daban paso a esta, un sofá, una silla con un violín y una mesita auxiliar. Ana tuvo que apoyarse en Renato para no caer desplomada. Juraría que así era como ella tenía colocado el violín la noche de fin de año.

—¿Se ha mareado? ¿Le sirvo un poquito de agua? —se preocupó él muy amable.

—No, no es nada, ya se me está pasando —respondió la joven, y le comentó para disimular su asombro—: Ya sé que las personas somos diferentes, pero desde que he llegado no dejo de darle vueltas a lo mismo: no consigo entender cómo una mujer, excelente violinista, se encierra en un lugar como este, maravilloso sin duda, pero solitario y sin posibilidades de relación más que con uno mismo.

—Es fácil que esa fuera la razón por la que Lucrecia y su madre eligieron este lugar. Buscaban el aislamiento —dijo con tristeza Renato.

—¿Nunca le preguntó por qué deseaban aislarse?

—No. Siempre respeté sus silencios. Muchas tardes nos pasábamos horas y horas sin decirnos nada. Leyendo y contemplando el paisaje. Otras, Lucrecia tocaba el violín y yo me convertía en el más feliz de los mortales. Era un privilegio escucharla. A veces me dejaba asistir cuando impartía sus clases de música —siguió contando—. Recuerdo que me decía que era muy importante para ella conservar parte de su antigua actividad.

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