La cicatería sexual de Mari Carmen Ortega le excitaba tanto como la ilimitada generosidad de Paloma Fernández Muñoz, y mucho más que cualquier actitud de las que, entre ambas, se habían sucedido y seguían sucediéndose en su cama. A Julio Carrión le gustaban las mujeres valientes, y de alguna oscura manera sentía que la posesión de la hija del Peluca le compensaba por la pérdida de la hermana de Ignacio. Pero, desde un punto de vista riguroso, egoísta hasta el impudor, se daba cuenta de que la mayor virtud de Mari Carmen era también su principal debilidad.
—Pero, bueno, ¿y a ti qué te ha dado conmigo? —le preguntaba ella de vez en cuando—. Con la cantidad de tías que hay por ahí, deseando abrirse de piernas por dos duros...
Él sonreía y no contestaba, porque no estaba muy seguro de que a su amante le gustara saber la verdad, que apreciaba sobre todo su indefinición, su ambigüedad, la violencia que ejercía sobre sí misma cada vez que se quedaba desnuda delante de él, pero que no impedía que después de un rato le tratara como a quien en realidad era, un viejo amigo, traidor, y sin embargo lo bastante íntimo como para que los mecanismos de la confianza fluyeran por sí solos, al margen de la situación y de los principios de ambos. Mari Carmen, insensata, y descarada, y terca, era también una buena chica, demasiado como para encontrarse cómoda en la fría displicencia o la mecánica euforia de las profesionales. Por eso, incluso en contra de su voluntad, acababa comportándose como no debía, y le contaba sus problemas de todos los días, los encargos que recibía y entregaba, lo poco que cobraba por ellos, lo mal que se llevaba con su madre, que se estaba convirtiendo en una vieja gruñona. Julio se lo agradecía porque Mari Carmen Ortega le gustaba mucho, le gustaba tanto que siempre aspiró a tener con ella algo más que una simple relación comercial, aunque supiera que el saldo inminente de su ambición consistiría en asustarla tanto como para obligarla a salir corriendo. Cuando se marchó del todo, la certeza de que él quizás nunca hubiera bastado para ahuyentarla representó un consuelo tan dudoso que no lo quiso aceptar.
Le había advertido que le mataría si volvía a verle, aunque fuera andando por la calle, pero él sabía que nunca lo haría. Al menos mientras mantuviera la boca cerrada, y no ganaba nada con abrirla. Tampoco quería perderla, romper definitivamente con ella, y comprendía que Mari Carmen llevaba razón, que Madrid, España, el mundo estaba lleno de mujeres más guapas, más jóvenes, más complacientes, más fáciles, más baratas, pero sólo se acordaba de eso mientras paseaba por las inmediaciones de la plaza Mayor con los ademanes pausados de un turista aburrido de ver monumentos, acechándola con disimulo en todos los escaparates, en los bares, en las tiendas, en los puestos del mercado de San Miguel y en las callejuelas de los alrededores. Una vez la vio desde muy lejos. Poco después se cruzó con ella y no se atrevió a decirle nada porque iba flanqueada por otras dos mujeres. Ella puso mucho cuidado en aparentar que no le había visto, y sin embargo él siguió buscándola, hasta que un sábado, al anochecer, cuando estaba a punto de sentarse en una terraza, la vio detrás de los cristales del bar, apoyada en la barra.
Hay que ver... Cuando empujó la puerta y descubrió que no estaba sola, se acordó de las bromas que Isidro solía gastarle en otra vida, otra ciudad, un país distinto, hay que ver, que nos dé más miedo Vicálvaro que la Unión Soviética... Pues sí, respondía él, ya ves, y también se acordó de eso.
Antonio, aquel sargento que no era tan alto como el aviador ruso, pero abultaba el doble, tenía el pelo casi blanco. Lo llevaba muy corto todavía, pero las canas se le notaban mucho, demasiado en un hombre de poco más de treinta años, la edad de las mujeres que Julio prefería, la que nunca llegaría a tener entre sus brazos Mari Carmen Ortega, que esta vez sí quiso verle, y mirarle, abrazada a su marido, parapetada tras unos hombros que seguían siendo poderosos a pesar de su novedosa delgadez. Estaba muy guapa. Se había lavado el pelo y se había rizado las puntas, que caían como bucles de raso oscuro sobre su espalda desnuda, entre los tirantes de un vestido amarillo, nuevo, ceñido, escotado, como los que se ponía antes, a veces, para salir con él, como los que ya no se volvería a poner nunca para Julio Carrión González. Él se puso nervioso, todavía, después de tantos años, ante aquel hombre al que no llegó a ver de frente, sólo en el perfil forzado por su mujer, que tomó su cara entre las manos para besarle en la boca con una urgencia desaforada, una pasión repentina que él nunca sabría, nunca podría interpretar tan bien como el destinatario de una mirada que hablaba, los ojos de Mari Carmen Ortega muy abiertos y clavados en los suyos mientras su boca se confundía con la de Antonio Rodríguez Méndez, rojo, ex presidiario, con todas las papeletas para volver a serlo muchas veces más, un perdedor, un desgraciado.
—¡Imbécil!
Detrás del camarero, que arqueó las cejas durante un instante antes de decidir que aquel insulto no le correspondía, había un espejo, pero Julio no se miró en él mientras dejaba sobre la barra el doble del precio de la copa que no se iba a beber. Si hubiera levantado la vista de los zapatos donde la refugiaba, habría encontrado una imagen interesante de su propio rostro, encendido por un confuso acceso de rabia mezclado con las sombras detestables de una humillación antigua, insoportable para quien no toleraba la compasión de nadie, ni siquiera de sí mismo. Y cuando salió a la calle dando un portazo, se sintió tan pequeño, tan desvalido, tan impotente como la primera vez que cruzó aquella plaza, cargado como una mula y con la jaula del periquito de su padre enganchada en el meñique.
—Imbécil, mema, ya volverás, ya vendrás a arrastrarte, a pedirme perdón, ¿qué te crees?, esto no se ha acabado, Mari Carmen, no se acabará nunca, tonta, que eres tonta, y entonces te vas a enterar, entonces vas a saber quién soy yo, gilipollas, cuando vengas de rodillas, de rodillas...
Al darse cuenta de que la gente con la que se cruzaba se le quedaba mirando con asombro, comprendió que estaba hablando en voz alta y aquel descuido le dio más rabia todavía. Luego salió a la calle Mayor, cogió un taxi, se fue a casa, se tomó dos copas seguidas y recuperó la calma, la capacidad de razonar. Aquella noche, Eugenio y Blanca le habían invitado a cenar «con unos amigos», y él sabía bien lo que significaba esa expresión, cualquier otra pareja tan ejemplar como la que ellos formaban y un par de conocidas de la dueña de la casa, solteras y todavía más sosas que ella. Cuando Blanca se las presentó, estuvo tan simpático como con todas, las que había conocido antes, las que aún le quedaban por conocer, pero la pérdida de Mari Carmen Ortega le había inspirado una idea muy precisa sobre la clase de mujeres que le convenían, al margen del absoluto desinterés que sentía por las señoritas con las que Eugenio aspiraba a emparejarle. A partir de aquel día, Julio Carrión González abdicó del instinto que le empujaba hacia las mujeres valientes a favor de una cualidad mucho más simple. Desde entontes, lo único que le pedía a una mujer que le gustaba era que no le diera problemas.
Rosi, la corista del Fontoria con la que estaba liado desde poco antes del regreso de Angélica, no sólo era rolliza, maciza y aparatosa, sino que además cumplía con esa condición de una manera admirable. Tanto, que su inesperada visita de aquella mañana no tenía otro propósito que consultar con su protector el rumbo de su futuro. El director del teatro donde trabajaba había decidido cambiar de programa y ella no había conseguido un papel en la nueva revista. Aquella misma tarde tenía que decidir si salía de gira con la compañía en la que estaba ahora o se quedaba en Madrid a esperar algo mejor.
—Tú verás, Julio... —y no se atrevió a ir más allá—. Yo no sé bien qué decir.
Él la miró, se quedó pensando y decidió que estaba un poco cansado de ella. Rosi estaba buena, sí, era complaciente, cómoda, pero no tenía ningún atractivo especial. Podía encontrar docenas de chicas parecidas sin esforzarse mucho, y a ella tampoco le costaría trabajo encontrar un hombre con el que reemplazarle.
—Es complicado, Rosi, porque... —contestó al fin, con su sonrisa más encantadora—. Yo no puedo interponerme en tu carrera. Sé que para ti no hay nada más importante, y por eso... Creo que no debes desperdiciar ninguna oportunidad. Vete de gira —ella no dijo nada, pero frunció los labios en un gesto de fastidio que él se propuso deshacer en un instante—. ¿Dónde debutáis?
—En Zaragoza, el 20 de diciembre.
—¡Ah! Es muy buena fecha, tan cerca de Navidad, y Zaragoza no está tan lejos... Iré a verte.
Cuando una sonrisa desprevenida y satisfecha iluminó el rostro de su interlocutora, Julio ya había escrito en su agenda, en la entrada del día correspondiente, dos palabras, Rosi, flores. Con un buen ramo, vas que chutas, guapa. Y sin embargo la acompañó hasta la puerta y estuvo muy atento, mucho más cariñoso que de costumbre, sólo para molestar a Angélica.
—Lo siento —ella fue a verle enseguida, con una expresión melodramática no muy conseguida y un hilillo de voz que no tenía ni a los doce años—. Lo siento de verdad, Julio. No quería molestarte, pero es que... Esa chica no te conviene, no es bueno que venga por aquí, que te vean con ella. Es tan basta, tan ordinaria. ¡Si ni siquiera sabe hablar! Yo sólo...
—Angélica —y el acento con el que él pronunció su nombre bastó para pararla en seco—. Tus opiniones me importan una mierda. Y si quieres seguir trabajando aquí, no se te ocurra, pero ni por asomo, volver a propasarte conmigo. Aquí mando yo y mi vida no es asunto tuyo. ¿Está claro?
Ella no le contestó enseguida, pero cuando lo hizo, aquella jovencita arrepentida que había esgrimido su desvalimiento desde la puerta menos de un minuto antes, se había esfumado por completo de su rostro, de su cuerpo, de su voz.
—¿Me vas a despedir? —y la Angélica de siempre ladeó las caderas mientras sonreía con arrogancia—. No creo que te atrevas.
—¿Me estás amenazando? —aquella respuesta le había enfurecido tanto que se levantó, y al hacerlo, golpeó la mesa con los puños.
—¿Yo? —entonces volvió a piar como un pájaro asustado—. ¡Pobre de mí!
Salió del despacho sin hacer ruido y durante algunos días procuró hacerse invisible. Le salió tan bien que el 19 de diciembre, al mirar sus compromisos del día siguiente, Julio decidió recurrir a ella y no a su secretaria. Cuando empezó a trabajar allí, Angélica le había preguntado, muy extrañada, por qué en aquella oficina no había plantas, ni flores en ningún despacho. Él se encogió de hombros y le contestó que por ninguna razón en especial. No se le ha ocurrido a nadie, le dijo, y ella levantó las cejas con asombro, pues alguien debería haber pensado en eso... En muy poco tiempo, Julio comprobó la cantidad de cosas que se le ocurrían casi a diario a su nueva empleada, que, además de una nevera, y bebidas, y galletitas, y aceitunas, y analgésicos, y servilletitas pequeñas de hilo, porque las de papel resultaban demasiado vulgares, compraba flores frescas todas las semanas y las repartía con mucha gracia en dos o tres jarrones situados en lugares estratégicos, los más frecuentados por las miradas de sus clientes. Era una experta y en la floristería le hacían descuento, pero, sobre todo, Julio quería ver qué cara ponía mientras anotaba su encargo, y aquel día Angélica no le defraudó. No puso ninguna.
—¿Gladiolos? —preguntó solamente, al final—. Lo digo porque abultan mucho, son muy vistosos, pero salen más baratos que las rosas.
—No —él decidió ser generoso—. Rosas, mejor.
—¿Una docena? —no levantó la vista del bloc donde tomaba notas—. ¿Dos?
—Mejor dos.
—¿Rojas? —y curvó los labios en algo parecido a una sonrisa.
—No —él también sonrió—. Rojas no.
—Rosas, entonces —supuso ella, mirándole por fin—. Las amarillas son muy bonitas, pero no resultan apropiadas para que las regale un hombre, en mi opinión. Y las blancas son más indicadas para una señora mayor, o para una jovencita. Bueno, todo esto si a usted le parece bien, claro.
—Sí, me lo parece. Dos docenas de rosas rosas, entonces.
—Muy bien, las encargo ahora mismo... —y cuando ya se había dado la vuelta para salir, se volvió, le miró—. Yo estoy de tu parte, Julio. Siempre estoy de tu parte. Parece mentira que no te des cuenta.
Salió del despacho sin esperar una respuesta y, un par de horas después, cuando volvió a entrar para informarle de lo que había previsto comprar para invitar a los empleados el día 23 —¡ah!, ¿pero es que aquí no dais una copa por Navidad?, pues no, no lo hemos hecho nunca, ¿y por qué?, pues yo qué sé, porque nunca se le ha ocurrido a nadie, pues se os debería haber ocurrido porque hace muy mal efecto, desde luego—, ninguno de los dos volvió a mencionar a Rosi ni a sus flores.
El aperitivo navideño, menos selecto que abundante, al que Angélica le obligó a asistir —piensa un poco, Julio, ¿cómo no vas a estar tú?, entonces ya me dirás para qué sirve todo esto—, no habría tenido tanto éxito si ella misma no le hubiera persuadido de darle la tarde libre a toda la plantilla —¿y qué quieres, que se pongan a trabajar ahora, con la torrija que se están cogiendo?—, y aseguró la popularidad perpetua de la recepcionista que había llegado hacía menos de un año y ya gozaba de más influencia sobre don Julio de la que nunca había tenido ningún empleado, pero en lugar de pavonearse por los pasillos, la utilizaba siempre en beneficio de las causas justas.
—Y te voy a decir otra cosa, ahora que ya estoy un poco borracha —Angélica se le acercó sólo una vez, cuando ya estaba harto de escuchar chistes malos e incluso buenos, y se lo llevó a un rincón desde el que podía otear cualquier compañía indeseable—. Si fueras listo, Julio, sólo si fueras listo... Deberías regalarle un juguete a cada uno de los hijos de todos éstos, por Reyes.
—¡Sí, hombre! —él la miró, alarmado—. ¿Y qué más?
—Y nada más. De eso se trata, de que no puedas hacer nada más, a ver si te enteras... ¿Sabes cuánto te ha costado esta fiesta? —hizo un gesto con la mano para abarcar las mesas donde todavía quedaban sandwiches, y botellas de vino y cerveza sin abrir, y platos llenos a medias de patatas fritas, y él negó con la cabeza—. Menos que invitar a comer a dos personas en un restaurante bueno, y no de los más caros. Y los juguetes te saldrían todavía más baratos, pero quedarías como Dios, con los que tienen hijos y con los que no los tienen. Podríamos hacer una merienda para los niños, nada, dos roscones y un jarra de chocolate, el 7 de enero, por la tarde. Imagínatelo. ¡Qué empresario!, ¿no?, que está pendiente hasta de escribir cartas a los Reyes para los hijos de sus empleados. Una cosa como las que sólo se ven en el cine, y hay que ver lo que le gustan a la gente las películas con niños...