Luego me encerré en mi despacho, busqué una web de la compañía cuya representación de las
Comedias bárbaras
de Valle-Inclán se anunciaba en la que me había dado Fernando, la encontré, y me encontré con Berta, el pelo castaño y más largo, los hombros desnudos, en los repartos de
Cara de plata
y
Águila de blasón.
En
Romance de lobos
no aparecía. Por lo visto no se han atrevido a montar las tres juntas, me había contado Fernando, pero las representan en orden y en días seguidos. Habían estado haciendo bolos durante el verano por media España pero a principios de septiembre se habían tomado unas vacaciones. Por eso, aunque su amiga había identificado en el acto los nombres de la obra y el autor que me interesaban —parece mentira, había comentado con una sorna bastante justificada en esta ocasión, os pasáis la vida quejándoos de que los de letras no sepamos leer una fórmula, y luego hay que ver lo burros que sois—, había tardado tanto en encontrarles.
Aquella misma mañana compré una butaca en el centro de la quinta fila para la primera representación de
Cara de plata,
y después, en la librería de Filología, las tres obras en una edición crítica que me leí de cabo a rabo durante los dos días siguientes. Mai no hizo ningún comentario sobre mi repentino interés por Valle, ni movió un músculo cuando le dije que tenía que ir a Salamanca, el sábado, para participar en unas jornadas cuyo tema no especifiqué. Me pregunté si habría pasado lo mismo en el caso de que Berta debutara aquel fin de semana en cualquier ciudad que no tuviera una universidad tan importante y me contesté que esa respuesta me traía sin cuidado. La obra, que no había previsto ver cuando compré la entrada, me interesó tanto, en cambio, como si su autor la hubiera escrito sólo para que yo la leyera.
—¡Abre, Pichona!
—Estoy desnuda en la cama.
—Trabajo adelantado.
—¡Ay, rey moro! ¿Di quién eres?
—Harto lo sabes.
—De verdad te desconozco.
—¡Abre!
—Espera que me eche un refajo. ¡No me hundas la puerta, tesorín!
Pero Berta, que en efecto estaba desnuda en la cama, se limitó a meter los brazos en las mangas de una especie de torera de encaje blanco que no hizo ni siquiera el ademán de abrocharse para cruzar el escenario e ir hacia la puerta. Todos los directores la desnudan, me había dicho Raquel, y que desnuda era espectacular, y ambas cosas eran verdad. También me había dicho que era muy buena actriz, y lo era tanto que al caminar por el escenario daba la impresión de ir vestida con su propio talento y el del autor del texto, que decía con tanto aplomo y naturalidad como si nunca hubiera tenido que aprendérselo. El efecto era moderadamente excitante y mucho más conmovedor, hasta el punto de que su interpretación convertía en un problema la del actor que interpretaba a su amante.
Me dio la impresión de que aquel chico no estaba entendiendo del todo la luminosa oscuridad de las pasiones de su personaje, la impotencia del hijo segundón que se alza contra su padre por la mujer que ambos desean, el despecho que le empuja hacia la Pichona, la indolente traición de su amada, esa doncella menos frágil que pusilánime a la que Montenegro seducirá, y perderá, en un despiadado e indiferente ejercicio de soberbia que vulnera todas las leyes humanas y divinas. Cara de Plata es hermoso, fuerte, joven, ambicioso y capaz de inspirar en Sabelita el mismo amor que siente por ella, un amor que está dispuesto a jurar delante de un altar, en el que aspira a comprometerse de por vida, pero su padre manda, y quiere a la muchacha para él. En su deseo empieza y se termina todo. Cuando compré la entrada no estaba muy seguro de que me apeteciera sentarme a ver la obra antes de hablar con Berta, pero aún faltaban dos días para aquella función, terminé de corregir los exámenes muy pronto y tenía que hacer algo más, encontrar otra fórmula para salvar ese plazo. Así descubrí aquel texto feroz, brillante y mugriento, salvaje y conmovedor a la vez, y también sabio, hondo, impío, exacto, abrumador. Las historias españolas lo echan todo a perder, me había dicho Raquel. Aquella historia española parecía escrita en el brutal presentimiento del estado de ánimo con el que yo acudiría a su representación, y sin embargo, nada de lo que había visto o escuchado sobre el escenario me emocionó tanto como ver salir a Berta, vestida y sin maquillar, por la puerta donde la esperaba desde hacía poco más de un cuarto de hora.
—Álvaro —pronunció mi nombre sin entonarlo casi—. ¿Cómo estás?
Tenía el aspecto de una mujer cansada pero contenta. Había tenido mucho éxito, si el éxito de una actriz se puede medir por el número de bravos que se suman a los aplausos en el saludo final, y ya me había reconocido, o al menos yo había tenido esa impresión mientras la aplaudía de pie, con todas las luces del teatro encendidas. La había visto mirar hacia el patio de butacas, muy sonriente, y detenerse un instante en mí, ponerse seria y hacer un breve gesto de afirmación con la cabeza. Eso era lo que había creído ver, y cuando salió antes que los demás para venir derecha hacia mí, me di cuenta de que había visto bien. Luego me besó en las mejillas con tanta naturalidad, que después de devolverle los besos, ofrecí una respuesta sincera a una pregunta que no había sonado como una vana fórmula de cortesía.
—Muy mal —ella asintió con la cabeza—. Fatal, por eso he venido.
—No me extraña... —echó a andar y yo la seguí—. Vamos a tomar algo, ¿quieres? Estoy muerta de hambre. ¿Has visto la obra? —asentí con la cabeza—. ¿Te ha gustado?
—Mucho —no mentía, y ella me premió con una sonrisa—. Tiene bastante que ver conmigo, además.
—¿Sí? —se paró a mirarme y me di cuenta de que no me había entendido, pero se corrigió enseguida—. ¡Ah! Lo dices por lo del padre...
—Y el hijo —completé—, sí. Pero yo no puedo irme a las guerras carlistas.
—O sea, que las conoces... —parecía asombrada.
—Sí. Empecé a leerme ésta, para ver de qué iba, y no resistí la tentación de averiguar cómo acaba la historia.
—No acaba muy bien.
—Pues no. Acaba fatal, pero tú, por lo menos, haces de buena.
—Sí, eso es verdad —sonrió, y me cogió del brazo para dirigirme a un café que parecía muy animado—. La pobre Pichona, vagabunda y medio puta, es generosa y buena, sí, la única capaz de enamorarse de verdad... Ésa es la grandeza de Valle, ¿sabes? Siempre hay una puta, un mendigo, un niño, un loco al que trata con tanta ternura que compensa la crueldad con la que destroza a los demás. Pero, de todas formas, Álvaro... No te fíes de las apariencias. Cara de Plata también es bueno a su manera, mejor que su padre, desde luego, y un ángel en comparación con cualquiera de sus hermanos. Por eso Valle lo manda a la guerra, para salvarle, para que no intervenga en la rapiña de la herencia de su madre, para que Montenegro no tenga que maldecirlo, como a los otros. Pero, con todo y eso, Cara de Plata no tiene nada que ver contigo. ¿Nos sentamos aquí?
El café parecía lleno, pero ella encontró una mesa libre al fondo, llamó a un camarero, le pidió un sandwich de tres pisos y una cerveza, me preguntó qué quería yo, le dije que me daba igual y pidió lo mismo para mí.
—¿Dónde está Raquel, Berta? —le pregunté en cuanto el camarero nos dejó solos.
—Está... —se paró un segundo a pensarlo—. En Madrid.
—En Madrid, ¿dónde?
—Eso no te lo puedo decir —sonrió, me miró—. Ya lo sabes. Raquel es mi amiga, y no se traiciona a los amigos.
—Pero...
—No insistas, Álvaro. Si sigues preguntándome, voy a tener que soltarte un rollo. Se me da muy bien, soy actriz, ya lo has visto. Todo esto es... Ha sido una locura, una barbaridad, yo... Lo que sí te puedo decir es que yo no sabía nada, que no supe nada hasta después de aquella cena, cuando viniste con nosotras a la pizzería y ella se puso mala, ¿te acuerdas? —asentí, me acordaba, y la creía, intuía que me estaba diciendo la verdad, que para ella era importante que lo supiera—. Cuando me enteré, me quedé de piedra. No tenía ni idea y me pareció increíble, imposible. Si lo hubiera sabido, no la habría dejado... —dejó la frase a medias y yo no fui capaz de completarla—. No sé. Y eso que Raquel es la sensata del equipo, ¿eh?, hasta ahora siempre lo había sido. Yo soy la que mete la pata, la que me lío con hombres que no me convienen, hombres casados, con hijos enfermos, con mujeres deprimidas, con problemas para dar y regalar.
—Pero yo estoy dispuesto a divorciarme, a casarme con ella si quiere, y Raquel lo sabe, yo se lo dije, no me importa nada, yo...
—¡Álvaro! —pronunció mi nombre como si le doliera, cerró los ojos, alargó los brazos, me cogió la cara con las manos y una intención confusa, como si quisiera sujetarme y acariciarme al mismo tiempo—. ¡Dios mío, Álvaro!
—Entonces no es eso.
—No —sus manos me soltaron, pero en sus ojos sobrevivía una compasión culpable—, no es eso.
La llegada de la comida marcó una pausa forzosa entre su palidez y la mía. Berta tenía mala cara y no estaba disfrutando de la conversación. Su aspecto, su gesto, la piedad mansa, casi humilde, con la que me trataba, me herían, pero también me curaban, como a un perro abandonado le alimenta la caricia cariñosa de una mano que no le da de comer.
—¿Qué es lo que ha pasado, Berta?
Ella había cogido los tres pisos de su sandwich con las dos manos, y me miró antes de cerrar los ojos para morder un pedazo tan grande como su boca.
—Eso no te lo puedo decir, Álvaro, de verdad... —había empezado a hablar con la boca llena y movió la mano en el aire para pedirme tiempo—. Es que ni siquiera sería bueno que te lo contara yo, no te gustaría enterarte por mí. Eso tiene que contártelo ella. Lo que sí te puedo decir...
Volvió a comer, y me di cuenta de que no estaba tan hambrienta como angustiada por la necesidad de escoger las palabras, la urgencia de decidir sobre la marcha qué podría y qué no debería contarme.
—Raquel está sufriendo mucho, Álvaro. Tanto como tú, o más que tú, porque ha sido culpa suya. Todo esto es una... salvajada, y ella lo sabe. Y se ha ido porque no quiere hacerte daño, pero no puede, ella tampoco puede soportar esto. Yo... No sé. A veces pienso que ha sido peor el remedio que la enfermedad, porque al principio parecía que lo mejor era quitarse de en medio, sí, yo también lo creía, pero ahora... No podía suponer... Los hombres de los que yo me enamoro nunca me persiguen tanto —sonrió, y a pesar de todo, le devolví la sonrisa—. Yo no podía suponer que tú fueras tan tenaz, pero el otro día quedé con ella y me enseñó una nota que le habías escrito, y... Estaba destrozada, y quería llamarte, y yo... Bueno, igual ahora me pegas una hostia, pero la verdad es que yo le quité la idea de la cabeza, porque tiene que pensarlo bien, no puede llamarte así como así, sin saber qué te va a decir, cómo te va a explicar... Pero no te enfades conmigo, Álvaro, por favor, porque yo... Yo sólo quiero que esto salga bien, y además no estoy siempre con ella, ando de gira, ya lo has visto, así que... En fin, lo que quiero decirte es que Raquel volverá, que aparecerá el día menos pensado. Porque no le conviene, pero está en un estado en el que nadie hace nunca lo que le conviene.
—¿Qué quieres...?
—No me hagas más preguntas, Álvaro —levantó una mano en el aire, cerró los ojos, y me sonrió elevando apenas las comisuras de los labios antes de interrumpirme—. Ya te he dicho más de lo que debería decirte.
Y sin embargo, todavía me dijo algo más cuando ya nos habíamos despedido, después de forcejear conmigo para empeñarse en pagar y darme un abrazo de propina junto con los dos besos protocolarios, al escuchar por última vez que de verdad, de verdad, no estaba enfadado con ella. Yo no me había marchado. La miraba desde la puerta del café mientras apostaba conmigo mismo a que sacaría el teléfono del bolso para llamar a Raquel antes de alcanzar el centro de la plaza, cuando de pronto se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.
—Otra cosa, Álvaro —comprendí por el tono de su voz, la serenidad con la que me miraba a los ojos, que lo que iba a decirme no le parecía grave, comprometedor o importante—. No ha habido otro hombre, ni ahora ni antes del verano. En todo el tiempo que estuvo contigo no hubo nadie más. Te lo digo porque... En fin, somos todos muy mayores, y muy maduros, y muy cojonudos, pero... Si yo estuviera en tu lugar, me gustaría saberlo.
—Gracias, Berta —me había gustado saberlo.
—De nada.
Volvimos a besarnos, se marchó, y mucho antes de llegar al punto desde el que antes había retrocedido, sacó algo del bolso. No necesité apostar nada conmigo mismo, porque un instante después se dio la vuelta para mirarme y me dejó ver que tenía el teléfono en la oreja. Movió una mano en el aire para despedirse definitivamente de mí y durante un momento acaricié la idea de salir corriendo, asaltarla por la espalda, quitarle el teléfono, hablar con Raquel. Pero los dos sabíamos que yo nunca haría algo así. Por eso me limité a mirarla hasta que se perdió por uno de los arcos de la plaza, fui a recoger mi coche y me volví a Madrid.
Durante el viaje, intenté ordenar lo que había aprendido aquella noche. No parecía mucho, y sin embargo, era más de lo que había averiguado en un mes. Los silencios de Berta, la irregular secuencia de indecisiones que se habían ido acumulando en los puntos suspensivos de todas las frases que había dejado a medias, me habían parecido más relevantes que sus palabras, y en éstas brillaba más la oscuridad que la luz, con la única excepción de su última advertencia. Para ella no era importante, para mí sí, no tanto por la integridad de mi orgullo sino porque desarbolaba una hipótesis que había ido creciendo en mi imaginación por simple exclusión de todas las demás. Pero la certeza de que Raquel no se sentía atada a ningún hombre lejano en la distancia ni en el tiempo, no me ayudaba a entenderla. Me resultaba más útil la vaga profecía en la que Berta había envuelto la promesa de su retorno, aquella alambicada y pudorosa manera de decirme que estaba enamorada de mí, y sobre todo el relato de la llamada telefónica que ella misma había impedido, la prueba de que mis palabras más tontas, más cursis, más torpes, habían resultado también las más eficaces. Y sin embargo, ninguno de estos datos merecía tal nombre, ninguno me ayudaba a trazar un camino, ni me llevaba a un lugar distinto del que ocupaba desde que descubrí que Raquel había desaparecido. Tenía que seguir esperando, ésa era la única conclusión, el verdadero saldo de aquel viaje. Tenía que esperar y esperé. No imaginaba que sería tan poco tiempo.