No encontró el taxi aparcado fuera de la verja. Estaba dentro, delante del porche, con el maletero abierto y lleno de bultos. Mariana, con el sombrero puesto y un rostro tan carente de expresión como el de una estatua, supervisaba los afanes del taxista y de Matilde, que estaba tan campante como si no la acabaran de despedir, aunque había puesto mucho cuidado en no decirle a nadie que don Julio había hablado con ella cuando todavía estaban en Madrid, por si le interesaba servir en su casa después de las vacaciones, que desde luego que le interesaba, porque había empezado subiéndole el sueldo con la única condición de que no abriera la boca para no darle un disgusto a su señora, que estaba arruinada y aún no quería darse cuenta, pobrecilla.
—Me alegra mucho comprobar que has decidido ser sensata, Mariana.
—Ésta no es la última vez que nos vemos, Julio —pero no se atrevió a mirarle—. Acuérdate bien de lo que te digo.
Él sonrió. No lo creo, respondió para sí mismo, pero no quiso proseguir aquella conversación. Después, sus cálculos se fueron cumpliendo con exactitud y sin contratiempos. Pasó el tiempo, terminó 1949, empezó 1950, vendió también a buen precio la casa de Torrelodones, comprobó que nada ni nadie conectaba su nombre con el de la familia Fernández Muñoz, se relajó por dentro, después por fuera, fue abandonando poco a poco sus antiguas precauciones, se sintió más seguro, más audaz, se acostumbró a frecuentar a la buena sociedad, se hizo popular entre los hombres y aún más entre las mujeres, su nombre empezó a aparecer en las crónicas de los periódicos entre el de otros invitados a las fiestas y banquetes más selectos de cada temporada, y se acostumbró a que nadie se dirigiera a él sin el don por delante. Hasta que una mañana de marzo de 1954, cuando ya casi se había olvidado de quién había sido una vez Julio Carrión González, su secretaria golpeó la puerta de su despacho con los nudillos.
—Tiene usted una visita, don Julio.
—¿Tan pronto? —y frunció las cejas antes de mirar la agenda que estaba abierta sobre la mesa.
—No, no es don Alejandro —Amparo, que era una monada, le sacó del error con una sonrisa—. Es una chica muy joven, que no ha llamado antes. Yo no la conozco, pero me ha dicho que está segura de que la recibirá, porque es como de la familia. Se llama Ángela... —miró un momento el cuaderno que llevaba en la mano—, no, Ángela no, Angélica. Angélica Otero Fernández.
—¡Angélica! —Julio se quedó mirando a su secretaria con la boca abierta por el estupor y no fue capaz de añadir nada más.
—Bueno... —su secretaria insistió con timidez, después de unos segundos—. ¿Qué hago? ¿La invito a pasar o le digo que venga otro día?
—No, no —miró el reloj para ganar tiempo, se preguntó qué podría esperar de aquella visita y no fue capaz de responderse—. Que pase ahora, mejor.
Un instante después la tenía delante, con la misma melena rizada, dorada, rubísima, las caderas ladeadas, el cuerpo en tensión, un gesto arrogante en la barbilla y los ojos del color de un mar de aguas limpias. No había cambiado mucho, porque la mujer en la que se había convertido era un desarrollo impecable de la niña que Julio recordaba, y los detalles que veía por primera vez, los tacones, el bolso, las medias, la rotundidad consciente de los pechos, de las caderas, le sorprendieron mucho menos de lo que contribuían a consolidar aquel recuerdo. Le conmovió más su ropa, un traje de chaqueta que cumplía con dos preceptos fundamentales, realzar su cuerpo y obedecer el mandato de la moda de aquella temporada, pero traicionaba sin remedio el trabajo de una modista barata, chapucera, que tampoco había podido contar con una buena tela.
—¡Qué sorpresa, Angélica! —Julio la saludó desde su silla, pero se levantó al verla avanzar en su dirección, muy decidida.
—Sí, ya me imagino que no me esperabas —y sonrió con cierta ironía malévola, muy suya—. ¿No me vas a dar un beso?
—Claro —al acercarse, él comprobó que seguía usando la misma colonia de antes, un rasgo póstumo, nostálgico, de aquella infancia en la que nunca había parecido sentirse muy a gusto—. Siéntate, por favor. ¿Cómo estás?
—Pues no muy bien, la verdad... —se sentó derecha, como una señora, y cruzó las piernas de la manera más convencional antes de encender un cigarrillo para exhalar el humo con un suspiro tan profundo que les hizo sonreír a los dos a la vez—. Por eso he venido. No me gusta nada vivir en Galicia, bueno, no hablo de las ciudades. Santiago es muy bonita y está siempre muy animada, y La Coruña también, pero yo no tengo la suerte de vivir allí, sino en una aldea perdida de la provincia de Pontevedra donde llueve todo el rato, hay más vacas que personas, y me aburro como una ostra. Y no conozco a nadie ni en Santiago, ni en La Coruña, ni siquiera en Vigo, así que... He venido a Madrid a verte a ti.
—Estupendo —Julio sonrió—. Y yo me alegro mucho de verte. Pero no sé si he acabado de entenderte bien.
—Me has entendido perfectamente, Julio, eres muy listo, siempre lo has sido —entonces fue ella la que sonrió mientras él se echaba a reír—. Quiero vivir en Madrid, soy de aquí. Aquí sí conozco gente, mis amigas del colegio, las del barrio. Ellas me echan de menos y yo a ellas mucho más, hemos seguido escribiéndonos todo este tiempo...
—Eso es muy bonito.
—¿A que sí? Pero para poder venirme aquí, necesito un trabajo. Soy pobre, tú lo sabes mejor que nadie. A ti, en cambio, te van muy bien las cosas, no hay más que ver esta oficina. Estoy segura de que, si te esfuerzas un poco, encontrarás algo para mí. Cumplí diecinueve años en diciembre del año pasado, y la chica que me ha acompañado hasta aquí no puede ser mucho mayor que yo. Soy más alta que ella, y lista, ya lo sabes, tengo el bachiller terminado, hablo francés, y antes de que me lo preguntes, te diré que también tengo un título de taquigrafía y mecanografía. Me lo saqué, por correspondencia, hace dos meses, y el director de la academia me escribió para felicitarme porque nunca había tenido una alumna tan aprovechada. Tengo la carta en el bolso. Si quieres, te la enseño.
—No, no hace falta...
Julio hizo una pausa para mirarla, para reconocerla en su audacia, aquella arrogancia arisca, peligrosa, que antes, cuando era niña, le divertía, y ahora le parecía mucho más interesante que la disponibilidad mansa e inexperta de todas esas muchachas en edad de merecer que le azuzaban sus madres de vez en cuando, siempre con su correspondiente letrero invisible, no tocar, tatuado en la frente. Angélica le sostuvo la mirada como si pudiera leer a través de ella que la debilidad de Julio Carrión González eran las mujeres valientes, pero él estaba pensando, además, algo distinto. Intuía que contratar a Angélica podría traerle problemas. Y que no contratarla implicaría más o menos el mismo riesgo.
—¿Y tu madre? —le preguntó, antes de tomar una decisión—. ¿Qué opina tu madre de esto?
—Mi madre, como te puedes figurar, no sabe nada. Ella cree que he venido a pedirle trabajo al padre de mi amiga Maruchi. Te sigue odiando, Julio, eso por supuesto, y reza todos los días para que te arruines. Pero mi madre es mi madre, y yo soy yo. Ella ha vivido su vida, y yo voy a vivir la mía.
—Trabajando conmigo.
—Por ejemplo.
—Muy bien —Julio Carrión miró el reloj, frunció el ceño, cogió una tarjeta, se la tendió—. Llámame pasado mañana. ¿Dónde te alojas, en casa de alguna amiga? —ella asintió—. ¿Necesitas algo?
—Trabajo, sólo eso —leyó la tarjeta, la guardó en su monedero, le miró—. Te llamaré mañana, mejor, si no te importa...
Julio sonrió, volvió a besarla para despedirse, y al día siguiente respondió a su llamada invitándola a comer. Había decidido reservar su oferta para los postres, pero ella no se lo consintió. Cuando le ofreció un puesto de recepcionista con un sueldo ligeramente superior al que cobraban sus secretarias, la vio resplandecer.
—¿Y la recepcionista que tienes ahora? —preguntó luego—. ¿Qué vas a hacer con ella?
—La voy a colocar en el almacén. Es mucho más fea que tú.
Ambas cosas eran verdad, y que la recepción de Construcciones Carrión mejoró mucho con Angélica Otero Fernández detrás del mostrador. ¿De dónde has sacado a esa preciosidad?, le preguntó Romualdo Sánchez Delgado un día en que tuvo que ir él en persona a buscarlo, porque después de que Angélica se lo anunciara, se había quedado tonteando con ella desde el otro lado del mostrador. Para ti, de ninguna parte, le respondió él con una sonrisa, y su amigo soltó una risotada mientras le palmeaba la espalda, ¡qué cabrón...! Y cuando se fue, después de salir a despedirle a la puerta, le hizo un gesto a su recepcionista para que le siguiera hasta su despacho.
—Ya te he dicho que no me gusta que coquetees con las visitas, Angélica —dijo, después de cerrar la puerta—. No es serio.
—¡Pero si yo no coqueteo, Julio! —ella protestó con las manos y con la mirada al mismo tiempo—. Son ellos, de verdad, siempre son ellos. Te juro que yo no tengo ningún interés...
—Y llámame de usted. Te lo he dicho muchas veces.
—Sí, don Julio.
—Sin recochineo, por favor.
—Claro.
Durante los primeros meses, todo quedó en eso. Angélica se comportó como una buena trabajadora, puntual, responsable, paciente y amable con todo el mundo. Julio la observó a distancia durante algunas semanas y enseguida se despreocupó de ella. Su recepcionista le gustaba, siempre le había gustado, pero no pensaba cometer el error de pagar sus pequeñas provocaciones con otra cosa que sonrisas, y los besos castos, inofensivos, con los que correspondía, en el centro geográfico de sus mejillas, a los que ella le daba en las comisuras de los labios para saludarle, o despedirse de él, cuando no había nadie delante. No consiguió nunca que le tratara con tanto respeto como le habría gustado, pero se mostraba tan agradecida que la entregada languidez de sus miradas compensaba el tuteo.
A Angélica Otero Fernández le había sentado muy bien volver a Madrid. Se había instalado en la casa de una vieja conocida de su madre, la viuda de un comandante de la Guardia Civil que alquilaba un par de habitaciones en una buena casa de la calle Mejía Lequerica, lo más cerca de la glorieta de Bilbao que había podido encontrar, y no debía de enviar ni un céntimo a Galicia pero, incluso así, era difícil aceptar una transformación semejante a la que su primer sueldo empezó a inyectar en su aspecto. Entonces, y a pesar de que su nivel de ingresos la obligaba a mantenerse dentro del límite de los sucedáneos, todos esos vestidos de confección, baratos, que copiaban con mucho descaro y más o menos acierto los modelos de alta costura, y dos pares de zapatos del mismo modelo, clásicos, sin ningún adorno, unos negros, otros marrones, Julio tuvo que reconocer que era una mujer elegante. A su antiguo encanto, esa gracia innata que no había heredado ni aprendido de su madre, Angélica sumaba ahora la poderosa manera de andar, de machacar las aceras como si pretendiera perforarlas con sus tacones, que surge por sí sola en las mujeres que ni siquiera se molestan en volver la cabeza para comprobar que, a su alrededor, todos los hombres las están mirando. Y le gustaba gustar, sabía decirle a cada uno lo que más le convenía, sonreír sin comprometerse a los admiradores que no le interesaban y dejar caer alguna palabra de más, siempre estudiada y calculadamente ambigua, ante los que le parecían mejor, sin llegar a alentar ni a desalentar a ninguno. Julio la miraba, la analizaba, sonreía y no se preocupaba, aunque a veces pensaba que Angélica estaba jugando con él, como antes había jugado él con ella.
—Tienes una visita, Julio...
El día que descubrió que en efecto así era, ella se había anunciado discretamente con los nudillos, pero en vez de mantener la puerta entornada, entró en su despacho y la cerró a sus espaldas.
—Es esa chica tan gorda, Rosi se llama, ¿no? —y mientras él la miraba con los ojos muy abiertos y una indisimulada expresión de pasmo, ella arrugó la cara y se tocó la nariz—. Deberías decirle que no se perfumara tanto, aunque le compres perfume bueno, porque..., ¡buah!, apesta. Parece que se ha lavado la cabeza con él. Y dile que se compre ropa de su talla, eso también, porque no sé ni cómo puede respirar, de lo ceñida que va...
—¿Qué estás diciendo, Angélica? —el tono de su recepcionista ya había acabado de enfurecerle y tampoco hizo nada por disimularlo—. Repítelo si te atreves, por favor.
—Que tiene usted una visita, don Julio —ladeó todavía un poco más las caderas, se retiró el pelo de la cara y sonrió, pero en ningún momento dejó de sostenerle la mirada—. La señorita Rosi. ¿La hago pasar?
—Sí, por favor. Y si sabes lo que te conviene, procura que esta escena no vuelva a repetirse.
Rosi era su querida oficial de aquella temporada, una corista del Fontoria que acababa de cumplir veintiocho años y estaba estupenda, maciza, rolliza y muy aparatosa, como a él le gustaban las mujeres, una belleza basta, con la cara demasiado redonda y carne de sobra en las mejillas, que se dejaba querer sin dar problemas y nunca iba más allá de donde no debía. Un buen negocio, lo único que buscaba en sus amantes desde que Mari Carmen Ortega se le escapó por última vez.
—Mira, Julio —él apreció enseguida en su voz el tono arisco, rabioso, de otras épocas, al encontrársela al otro lado del teléfono un día de junio de 1950, a las once menos cinco de la mañana—, esto se ha acabado, y esta vez de verdad. Te llamo para que lo sepas. Mi marido sale de la cárcel la semana que viene. Como llegue a oír una sola palabra de lo que ha pasado entre tú y yo, pero una sola palabra, ¿comprendes?, media... Te mato. Si no te mata él, te mato yo. ¿Está claro? Tú sabes muy bien de lo que soy capaz, así que no quiero volver a verte en mi vida, ¿te enteras?, ni por la calle quiero volver a verte.
—Joder, Mari Carmen, me la estás poniendo dura.
—¡Vete a tomar por culo, hijo de puta!
Al colgar, Julio Carrión seguía sonriendo y sin embargo estaba casi seguro de que aquélla era la última vez que hablaba por teléfono con la hija del Peluca, al menos en mucho tiempo. No era la primera que Mari Carmen le dejaba, pero hasta entonces él siempre había sabido que iba a volver, y ahora sabía que no volvería.
Su posesión de las piernas más bonitas de Madrid había durado tres años muy accidentados, llenos de baches, de conflictos, de interrupciones. Ella nunca lo había llevado bien, y cuando se le olvidaba, cuando consentía que Julio la llevara al cine, o a cenar, o a comprarle juguetes a los niños, cuando estaba tan triste o tan preocupada que se dejaba llevar, y se divertía, y se emborrachaba hasta el borde de la insconsciencia, el único territorio en el que accedía a devolverle algún beso, al día siguiente lo llevaba todavía peor. Entonces le dejaba, pero él insistía, iba a buscarla, la encontraba, la seguía por la calle, le hacía regalos, le contaba chistes, la hacía reír. Y antes o después, ella aparecía, enfurruñada y brusca, furiosa consigo misma, colorada de vergüenza y más deseable que nunca mientras movía una mano en el aire y decía, tú ya te has callado, ¿estamos?, no digas ni mu si no quieres que me abra ahora mismo... Él no hablaba pero la desnudaba despacio, recorría su cuerpo con las yemas de los dedos, la cubría de besos sin acercarse a su boca. Así se tranquilizaba, se iba ablandando poco a poco, y en la segunda cita ya hablaba con él, y en la tercera volvía a sonreír, y en la cuarta, o en la quinta, se las arreglaba para consentir, desde la pasividad más absoluta y sin conceder ninguna clase de aquiescencia expresa, que él la acariciara hasta alcanzar el placer que no se permitía a sí misma disfrutar de ninguna otra manera, ¡desde luego, Julio, eres un cabrón!, por alguna norma íntima que él no entendía pero tampoco perdía el tiempo en discutir, ¡hay que ver, qué hijo de puta eres!, porque le gustaba mirarla hasta que su cuerpo se relajaba por completo y los insultos que brotaban de su boca no lograban enmascarar del todo una sonrisa amplia, satisfecha, ¡cómo puedes ser tan mala persona!, y entonces él se echaba a reír, y ella le seguía, y así preparaban el terreno para la siguiente ruptura.