El corazón helado (118 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Por eso, durante un instante, pensé que también podía no hacer nada. Llegué a imaginarlo, a elaborar los elementos del discurso, no pasa nada, no importa nada, no quiero saber nada, sólo te quiero a ti, Raquel, y estoy dispuesto a ignorarlo todo, porque tú no eras aquella mujer, eres esta otra, la que yo conozco, y yo te conozco, así que ahora nos levantamos, nos vestimos, nos vamos a dormir a la plaza de los Guardias de Corps, a tu casa verdadera, que me gusta mucho más que ésta, y no volvemos a hablar del tema nunca más... No es fácil enterrar a los muertos, contemplar el gesto indiferente de los sepultureros que adoptan una expresión de condolencia artificial y previsible, tan humana, cuando su mirada se tropieza con la de los deudos, escuchar el ruido de las palas, la brutalidad del ataúd rozando las paredes de la fosa, la silenciosa docilidad de las sogas al deslizarse. No es fácil enterrar a los muertos, pero sí hundirlos del todo y para siempre en una sepultura más profunda que la tierra de los cementerios. Tu abuela era maestra, muy buena, quería mucho a su marido, tocaba el piano, muy mal, pero le gustaba tocarlo, pobrecilla. Y yo podía hacer lo mismo, nada, separar mi cabeza de la de Raquel, mirarla, sonreír, besarla en la boca con el cuidado que su boca merecía y regresarla sin preguntas al invernadero cálido y seguro que mi amor había fabricado para ella.

También podía no hacer nada, hacer como que no hacía nada, fingir que olvidaba su engaño, simular que nunca me había sentido estafado, aparentar que ella nunca me había mentido, convencerme de que yo nunca me había beneficiado de sus mentiras, y vivir, hacer como si viviera en el silencio sonrosado y habitable de los que prefieren no hacer, no saber, no preguntar, y viven, o creen hacerlo. Pero yo amaba a esa mujer. La amaba tanto que, a veces, el amor que sentía por ella me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. La amaba tanto que en aquel momento, mientras sentía que me quedaba sin suelo debajo de los pies y el vacío se cobraba en el centro de mi estómago un precio mucho más alto que el placer de todos los vértigos, la certeza de que nunca volvería a sentir asco ni vergüenza al recordar la luminosa desproporción de su cuerpo desnudo, lograba mantener una hebra de calor en mi corazón entumecido de frío. La amaba tanto que no podía despreciar su silencio, las razones de su huida, su secreto, ni condenarla a la existencia a medias de una ficción satisfecha de su pobreza.

—Háblame, Raquel —entonces separé mi cabeza de la suya, la miré, la besé en la boca, y habría podido no hacer otra cosa en toda mi vida, pero ella no se lo merecía, y yo tampoco—. Dime algo, por favor.

—Te quiero, Álvaro.

—Y yo te quiero a ti.

Después se desligó de mi abrazo y apartó su cuerpo del mío, pero se quedó cerca, tumbada de costado, mirándome de frente.

—No sé por dónde empezar...

Yo me recosté contra las almohadas, encendí un cigarrillo y esperé.

Raquel está sufriendo más que tú, me había dicho Berta y no la había creído, no había sido capaz de imaginar una angustia mayor que mi incertidumbre, pero ahora la estaba viendo sufrir, cerrar los ojos, apretar los párpados, abrirlos otra vez, mirarme, mirar al techo, luego a la sábana y volver a cerrarlos, cada vez más pálida, más incómoda, tan inquieta como un ratón de laboratorio encerrado en una jaula, un animal indefenso, torturado por la pasiva indiferencia de su propietario, y aquel papel era el mío, pero no me gustaba.

—Empieza por cualquier sitio —me volví hacia ella y deslicé mi mano derecha debajo de su cabeza—. Yo estoy de tu parte.

—Eso no lo sabes, Álvaro.

—Sí, lo sé —ella tenía razón, yo no lo sabía, pero podía compensar esa mentira con una verdad más importante—. Porque no quiero que te marches otra vez.

Entonces volvió a cerrar los ojos, asintió varias veces con la cabeza como una niña pequeña que acepta su castigo, se sentó en la cama y me miró.

—Lo primero que hizo mi abuelo Ignacio con mi abuela Anita después de acostarse con ella, fue enseñarla a leer y a escribir —hablaba en un tono sereno, tranquilo, sin titubeos, lejos aún de la vergüenza y de las lágrimas—. Ella ya tenía dieciocho años, pero era analfabeta porque se había criado en el monte, a más de tres kilómetros del pueblo más cercano. Su padre era guardia forestal, y no tenía manera de mandarla a la escuela. Ignacio era seis años mayor que ella, y había dejado Derecho en tercero, para alistarse. Cuando se conocieron, estaban en Toulouse, en plena guerra mundial, mi abuela refugiada sin papeles en la casa de mis bisabuelos, y él escondido allí también, porque acababa de fugarse de un campo. Se fugó muchas veces, de muchos sitios. Y como no tenían cartillas en español, mi abuelo la mandó a comprar dos cuadernos y se las hizo él. Había enseñado a leer a muchos milicianos, y a fuerza de usarlas, se había aprendido las cartillas de memoria. La primera frase que mi abuela logró leer entera fue «Anita es una manzanita». Él le escribía esas cosas, para hacerla reír.

Se detuvo en la risa de su abuela para estudiar mi reacción y no observó en mis ojos ningún signo de impaciencia o desaliento. Yo no tenía prisa, y ella volvió a asentir con la cabeza al comprobarlo.

—Eso es lo primero que debería haberte contado. Y estuve a punto de hacerlo aquella tarde en la que me llevaste a tu museo, cuando se nos acercó aquella niña tan fea a la que le parecía que algo era raro, pero no sabía qué, y...

—¿Era fea? —la interrumpí, y la vi sonreír por primera vez después de mucho tiempo.

—Sí, muy fea. ¿No te acuerdas?

—De la niña sí, pero no me pareció fea.

—Pues lo era. Tenía cara de pez, los ojos muy separados, y era gorda, pesada...

—Era muy lista —recordé.

—Sí —y volvió a sonreír—. Eso es lo que dijiste tú, una chica lista, ¿ves?, sólo por eso, ya merece la pena trabajar aquí. Te acuerdas, ¿no? —asentí con la cabeza, me acordaba—. Y estabas tan contento, tan satisfecho, que estuve a punto de contarte..., bueno, lo de las cartillas, y lo de mi abuela, porque... No sé, de repente te parecías tanto a ellos, a la gente de la que me habían hablado siempre, a mi familia, a sus amigos... Fue como si aquella escena la hubiera visto ya, como si la hubiera vivido antes, o no, como si no la hubiera vivido yo pero me la hubieran contado muchas veces. Cuando era pequeña, me contaron muchas veces historias parecidas. A lo mejor no lo entiendes, es difícil de explicar, pero eso era lo único que les quedaba, la cultura. Educación, educación y educación, decían, era como un lema, una consigna repetida muchas veces, la fórmula mágica para arreglar el mundo, para cambiar las cosas, para hacer feliz a la gente. Lo habían perdido todo, habían salido adelante trabajando en puestos que estaban muy por debajo de sus capacidades, academias, panaderías, centralitas telefónicas, pero les quedaba eso. Siempre les quedó eso. Y nunca lo olvidaron, ni siquiera después, cuando mi abuelo acabó la carrera, cuando encontró trabajo en un bufete, y luego montó otro con un amigo francés y empezó a ganar dinero. Lo de ella fue todavía más notable, porque se sacó un título de profesora de guardería, ¿sabes? Tiene gracia, pero se dedicó a eso un montón de años, prelectura y preescritura, ella fue la que me enseñó las letras, bueno, a mí, a mis hermanos y a todos mis primos.

—A Annette —sonreí.

—Sí, también a Annette —ella me devolvió la sonrisa—. Le gustaste mucho, por cierto, a Annette. Cuando vino a despedirse y me dio tu nota, estaba completamente de tu parte. Le habías parecido encantador, educadísimo, atractivo y a un paso del suicidio. Me preguntó cómo podía tratarte tan mal, qué habías hecho para que te castigara tanto. Y yo le dije que tú no habías hecho nada... —su voz se apagó y sus ojos huyeron de los míos—, que todo lo había hecho yo... Tendría que haberte contado la historia de mis abuelos aquella tarde, Álvaro, pero no me atreví. Me dio miedo que siguieras preguntando, que acabaras comprendiendo... Por eso te dije que no tenía ganas de hablar de tu padre. Me gustabas mucho, hacía mucho tiempo que un hombre no me gustaba tanto, y no quería estropearlo, echarlo todo a perder antes de que empezara, y como me dijiste que tú tampoco tenías ganas de hablar de él, pues... Ya está, me dije, ya está. Qué idiota. Tendría que haber pensado que todo lo que pasara después sería culpa mía, que antes o después acabarías enterándote de que te había engañado. Tendría que haber pensado eso, haber hablado contigo, haberte contado la verdad antes de empezar. Pero me dio miedo, y ahora... Todo ha sido culpa mía.

Hasta aquel momento, las sonrisas que viajaban en la voz de Raquel habían logrado acariciar mi alma magullada, limpiar mis heridas con la promesa de un hilo limpio y sabio, presentir las sonrosadas cicatrices que no dolerían siempre, y estábamos en Jorge Juan, en aquel ático que mi padre le había regalado aún no sabía cómo ni por qué, una ratonera a mi medida, velas a medio consumir alrededor del jacuzzi y un consolador de goma en el cajón de la mesilla que estaba a mi lado. No lo había olvidado, no podría olvidarlo nunca, pero tampoco quería perder a Raquel, renunciar tan pronto a aquella historia que era demasiado larga, demasiado antigua para desembocar en un lugar tan cercano, tan pequeño como la distancia que nos separaba, pero que hablaba de mí, y hablaba de ella, y nos dejaba sonreír todavía. Por eso me incorporé del todo, la abracé, la arrastré conmigo hasta lograr que se aferrara a mi cuerpo como un náufrago a la única tabla que flota en el océano, y la besé antes de ofrecerle una salida que no me había pedido.

—¿Estabas en casa de tu abuela?

—Sí.

—Lo sabía —la miré hasta que volvió a sonreírme—. Te juro que lo sabía. Estaba seguro de que te habías ido allí.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero lo sabía. Y estuve en Canillejas muchas veces, no creas. Dando tumbos, claro, porque no conozco ese barrio, pero conducía por allí mirando por la ventanilla todo el tiempo, por si te veía. ¿Tú me viste?

—No.

—Pero no me habrías saludado.

—No lo sé.

—Bueno, si hubieras ido con tu abuela, seguro que sí, porque ella también estaría de mi parte, supongo.

—No creas, ella... ¡Uf!

Entonces repitió la misma secuencia de movimientos que había iniciado antes, cuando le había pedido por favor que me dijera algo, como si no pudiera hablar y abrazarme al mismo tiempo, y se incorporó de golpe, se sentó en la cama, se tapó la cara con las manos, las dejó resbalar despacio hasta apoyarlas en sus muslos y me sorprendió mucho más que la primera vez.

—Dime una cosa, Álvaro —y su voz se había vuelto adulta, seria, casi solemne—. ¿Tú no sabes quién soy yo?

—Pues... —estaba tan desconcertado que no acerté a ofrecerle la respuesta más obvia, pero ella supo interpretar mi silencio.

—No, si ya sé que sabes quién soy, Raquel Fernández Perea, que vive en la plaza de los Guardias de Corps, y trabaja en Caja Madrid, y todo eso. Me refiero a... Antes de conocerme como me conoces ahora. ¿Tú nunca has oído hablar de los Fernández Muñoz? En tu casa, a tus padres... ¿No te suena?

—No sé... —me paré un instante a pensar porque tuve la sensación de que aquella pregunta era muy importante y quería estar seguro de mi respuesta—. No, creo que no. Son apellidos muy corrientes, pero... No. No recuerdo habérselos oído mencionar a mis padres.

—No hablabais de nosotros —recapituló ella, con aquella sonrisa triste que latía con modestia, pero también con orgullo, como esos dolores a los que los enfermos crónicos ya no saben ni quieren renunciar—. Eso es mejor para mí, y peor para ti.

—¿Por qué?

Todavía estaba tranquilo y mi curiosidad era inocente, pero no me contestó enseguida, como si tuviera que esforzarse en encontrar una respuesta.

—Porque lo que te voy a contar te va a pillar desprevenido, y no te va a gustar —dijo, hablando muy despacio—, pero para mí sería peor lo contrario. Llevo mucho tiempo pensándolo, y ya sabía que no podía ser, porque si lo hubieras sabido y te hubieras liado conmigo sin decirme nada... Tú no serías... No. Yo sabía que no podía ser, pero me daba mucho miedo preguntártelo. Y sin embargo, era posible, porque... —yo la miraba, la escuchaba y no me atrevía a interrumpirla, porque se había marchado lejos, a un lugar donde apenas podía hacer otra cosa que mirarla, oír su voz sin comprender el sentido de las palabras que pronunciaba, hasta que levantó la cabeza de repente para mirarme a los ojos—. ¿Tú no te acuerdas de mí, Álvaro?

—No hago otra cosa desde hace más de un mes —le dije, y me di cuenta de que no era la respuesta que esperaba, pero no tenía otra que ofrecerle—, ya lo sabes.

—No... Hace mucho más tiempo —hizo una pausa y volvió a mirar en todas direcciones, como un animal acorralado, antes de regresar a mí—. En mayo de 1977.

—¿En mayo de 1977? —y me eché a reír ante aquel disparate, una fecha absurda, tan remota que ni siquiera parecía real—. ¡Por favor, Raquel, en 1977 yo tenía...!

—Doce años —me interrumpió ella—. Y yo tenía ocho. Y tú vivías en la calle Argensola, en un piso muy grande y muy bonito, que tenía un pasillo enorme con una alfombra que se acababa al doblar una esquina, y luego, al fondo, estaba la cocina, que tenía unas puertas abatibles de madera, pintadas de blanco, con una ventana redonda, como las de los barcos, en cada hoja.

Hizo una pausa para mirarme y entonces fueron mis ojos los que buscaron el consuelo de las paredes, de los muebles, del techo, antes de regresar a su rostro, una expresión neutral a la que no supe responder.

—Aquel día era sábado —Raquel siguió hablando, pronunciando ahora las palabras justas, con una voz clara, limpia, que excluía las dudas, los titubeos de antes—, y yo fui de visita a tu casa, con mi abuelo Ignacio. No os conocía. Nunca había oído hablar de vosotros. Los sábados por la tarde mi abuelo siempre me llevaba de paseo, y aquel día me dijo que tenía que ir a ver a un amigo. Pero no va a ser divertido, protesté, y él me dijo que sí, porque su amigo tenía hijos de mi edad. Al llegar, tu madre me preguntó si me apetecía ir a la cocina, a merendar contigo y con tu hermana Clara, y a mí no me apetecía, pero mi abuelo me animó y yo no me atreví a protestar porque todo era muy raro. Tu madre se había asustado mucho al vernos, estaba muy nerviosa, y se frotaba las manos todo el tiempo —entonces se detuvo, volvió a mirarme, y percibí una sombra de angustia en su voz—. ¿No te acuerdas?

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