—¿Qué? —Eugenio se alegró mucho de verle—. ¿Te has decidido a venir con nosotros?
—Bueno... —Romualdo, que le había saludado con un movimiento de la cabeza, se le quedó mirando como si pretendiera medir su verdadera estatura, y Julio, que iba a contestar que se lo estaba pensando, cambió de idea sobre la marcha—. Sí. Creo que sí.
Después, Julio Carrión González recordaría muchas veces aquella noche del 26 de junio de 1941 como si hubiera sucedido en la vida de otro, como si él sólo fuera un figurante, un espectador aislado de la entusiasta ceremonia de fraternidad que media docena de desconocidos improvisaron a su alrededor, una secuencia de abrazos intensos pero efímeros, que le dejaron enseguida a solas con el entusiasmo de Eugenio, la temeridad casi infantil de su propuesta, pues vamos a emborracharnos, ¿no?, que es lo propio...
Los otros eran mayores, amigos de Arturo, de Romualdo. Sabían lo que era la guerra o al menos sabían beber, aparentarlo. Después, cuando a él le tocara aprender, renunciar a todo lo que sabía para empezar a ponerle un nombre nuevo a cada cosa en un mundo blanco y negro, donde sólo sobreviven los hombres capaces de abdicar de su razón a favor de los instintos animales arrumbados en el último rincón de su memoria, no podría reconocerse en el recuerdo de aquella noche tonta de borrachera y júbilo. Y sin embargo era él, él hizo todo aquello, cuando aún no sabía distinguir la ausencia de ruido de la clase de silencio que se mastica, cuando aún no sabía que los motores de los aviones amigos suenan exactamente igual que los motores de los aviones enemigos, cuando aún no sabía que el frío enloquece, que la nieve ciega, que la sangre se disuelve en ella muy deprisa, dejando un rastro sonrosado, pálido, y luego nada. Cuando aún ignoraba que el miedo es una forma de prudencia y el sueño una promesa de la muerte, él se emborrachó con Eugenio Sánchez Delgado, que ignoraba en la misma medida cuánto le quedaba por aprender, que no sabía nada de él y sin embargo lo invitó aquella noche a cenar en su casa, le presentó a su padre, a su madre, y lo trató como a un viejo amigo, un camarada, un cómplice.
Julio no se sorprendió por eso, porque sus auténticos viejos amigos, sus viejos camaradas del otro bando, tampoco le exigieron ninguna clase de garantía antes de aceptarle entre ellos. Estaban tan seguros de su causa, tan convencidos del valor incontrovertible, universal, de las ideas que defendían, que aceptaban a los recién llegados con una hospitalidad casi evangélica y la certeza de que su adhesión era sincera de puro inevitable, porque nadie capaz de pensar, de sentir, de contemplar la realidad con justicia, podría optar honestamente por un camino distinto. Aquella noche, en casa de los Sánchez Delgado, Julio Carrión creyó haber encontrado la cara opuesta de la misma pasión, la misma inocencia, y se sintió bien, seguro, en aquel comedor de muebles oscuros, las paredes decoradas con grabados religiosos sobre planchas de cobre, donde se bendijo la mesa antes de cenar y después se sirvieron una bandeja de pasteles y la botella de brandy de las grandes ocasiones, para celebrar la guerra como si fuera una fiesta. Los padres de Eugenio, él pequeño y menudo, con un bigote recortado que le daba aspecto de ratón, ella más atractiva, rubia y maciza, peinada con un moño alto que reforzaba la audacia de su insólita, ceñida y escotada variante del uniforme falangista, fueron, más que amables, muy cariñosos, hasta paternales con él. Ambos daban por sentado que sus hijos no marchaban al combate, sino a la victoria, y lograron contagiar a Julio su optimismo íntegro, compacto, sobre la guerra relámpago en la que llegó a creer de verdad que tal vez ni siquiera tendría ocasión de combatir.
Su padre no compartía ese entusiasmo. Julio fue a verle a Torrelodones al día siguiente, después de afiliarse al partido de sus nuevos camaradas con la palabra de Eugenio como aval suficiente, porque necesitaba su permiso por escrito para poder alistarse, y lamentó que su amigo se hubiera empeñado en acompañarle, porque volvió a encontrar al Benigno taciturno, silencioso y oscuro de los peores tiempos, antes de darse cuenta de que además, y sobre todo, estaba borracho. No hacía ni una semana que se había enterado de que su mujer había muerto de una neumonía en el penal de Ocaña, donde ni siquiera sabía que estuviera presa, porque no había preguntado por ella, ni por su hija, desde que se marcharon. Si no se lo dijo a Julio no fue por ahorrarle el disgusto, sino porque le dio vergüenza enredarse en explicaciones embarazosas delante de un extraño vestido con una camisa azul. Eugenio tampoco hizo preguntas. La perspectiva de la caja de reclutamiento era demasiado excitante como para echarla a perder con una conversación incómoda sobre el anciano arruinado y borracho al que acababa de conocer.
En aquella época, Julio Carrión González ya no se acordaba de su madre todos los días, pero su recuerdo, ráfagas esporádicas e intensas de la dulzura, el calor perdido, le seguía doliendo. Aunque el mundo se había retorcido sobre sí mismo hasta el punto de hacerle olvidar lo inolvidable, desterrando el pasado reciente a un territorio incierto, fronterizo, donde los colores eran cada día más pálidos, tan tenues como esa luz ficticia que alumbra las historias que nunca sucedieron más allá de la imprecisa imaginación de un niño fantasioso, sus ojos recuperaban contra su voluntad a Teresa González en los ojos, las manos, los gestos, los cuerpos, la voz de otras mujeres, madres jóvenes con hijos adolescentes que andaban por la calle sin saber que sus siluetas, la diferencia de su estatura, la distancia que separaba sus cuerpos en movimiento o ni siquiera eso, una caricia apresurada, determinada forma de mirarse, de sonreír, le sumergían en una orfandad insoportable, instantánea. En esos momentos, Julio Carrión, que siempre quiso a su madre, se odiaba a sí mismo por su debilidad, la incapacidad para respetar sus propias normas, el vacío triunfante, brutal, que asfixiaba su memoria cuando todo iba bien, cuando podía quererse a sí mismo sin dejar de querer a Teresa porque lograba no acordarse de ella, vivir en un mundo donde ella nunca había vivido, donde nunca había sido la mujer que fue, ni él su hijo. Y sin embargo, Teresa González había existido. Y Julio, que seguía siendo su hijo, no tardaría mucho en descubrir que no era el único que lo sabía.
—¿Qué tal?
—De puta madre —Julio sonrió a la sonrisa de Romualdo, dos hileras de dientes tan blancos que se distinguían en la oscuridad de la noche sin luna—. ¿Y tú?
—También.
Los dos se echaron a reír a la vez mientras el Casi, aquel sevillano que había disparado su fusil en Orleáns contra un primo andaluz de Pepe Stalin, reclamaba silencio en un susurro histérico, aterrado.
—¡Callaos, joder! —y sólo volvió a hablar cuando ya habían recorrido la mitad del camino que separaba su campamento del campo de las prisioneras polacas—. Anda que, como nos pillen, se nos va a caer el pelo.
—Y eso sin tener en cuenta —añadió Julio para Romualdo, que iba andando a su lado, tan relajado como él—, la bronca que me va a echar tu hermano...
Entonces, tan cerca del campamento como para que ninguna patrulla pudiera establecer con certeza el propósito de su escapada, el Casi ya se atrevió a reírse con ellos.
—Bueno, ¿cómo os ha ido? —el centinela al que habían sobornado para poder salir, les sonrió después de guardarse en un bolsillo la otra mitad del precio acordado—. ¿Y las polacas qué, cómo son?
—¿Pero qué polacas? —Julio se le quedó mirando como si no le hubiera entendido—. Si sólo hemos salido un rato a que nos dé el aire.
—Sí, ya —el centinela le dedicó una sonrisita irónica—. Seguro.
—Pues sí, seguro —Romualdo fue más tajante—. ¿Qué pasa? A ti te lo vamos a contar, no te jode...
La de Julio no era muy joven, pero sí bastante guapa. Tenía el pelo castaño, casi rojo, los ojos claros y los hombros anchos, un esqueleto grande, voluminoso, que contribuía a disimular su exagerada delgadez. Eso bastaba para hacerla deseable frente a las mujeres más pequeñas, de huesos cortos y aspecto frágil, ningún recurso para aliviar la menudencia de sus cuerpos consumidos, sus sonrisas demacradas, la apergaminada sequedad de las manos que tendían con desesperación hacia esos soldados nuevos, que sonreían sin entender una sola palabra de las que escuchaban, y no eran altos, ni rubios, ni alemanes, pero les daban lo que llevaban encima, chocolatinas, fruta, pan y hasta tabaco.
—¡Aquí hay mujeres! —la noticia corrió de boca en boca el mismo día que llegaron a Grafenwöhr—. Pero un montón, ¿eh?, un campo lleno...
Aquella tarde, mientras desembalaban el equipo del ejército alemán y se partían de risa probándose por encima del uniforme las camisetas de franela que les llegaban hasta las rodillas y los calzoncillos largos que podían atarse muy bien debajo de las axilas —¿y esto qué es?, ¿y para qué queremos tantos cepillos?, ¿alguien sabe para qué sirven estas cajitas de plástico?, para guardar la dentadura postiza, serán, ¿y estas tiras de tela?, ¡para tu mata de pelo!—, se enteraron de que eran prisioneras, polacas, y de que el mando alemán había prohibido cualquier clase de contacto con ellas, incluso a través de las rejas que rodeaban el recinto. Las penas previstas eran muy graves, y eso lo entendieron tan mal como la exagerada cantidad de cepillos que acababan de recibir. Por eso, y pese a que el simple hecho de acercarse al campo de las polacas se consideraba un delito, infringieron la norma desde el primer día, y aprovechaban el rato que la instrucción les dejaba libre por las tardes para dar un rodeo y llegar por el camino más largo, más seguro, hasta las alambradas tras las que serpenteaba un tumulto de manos extendidas. Los oficiales españoles optaron por no dar importancia a aquella travesura a la que Julio y Eugenio se apuntaron desde el primer momento, sin sospechar que su desenlace les distanciaría por primera vez.
—¿Qué te ha dicho? —una tarde, el Casi, otro habitual de aquellas expediciones, se dirigió al mayor de los Sánchez Delgado con ansiedad mal disimulada, cuando le vio apartarse de la reja por la que había estado hablando un buen rato con una prisionera.
—Pues no sé qué decirte —Romualdo se rascó la cabeza—. Entre que ella no habla bien francés y yo tampoco... Si el empollón este quisiera echarnos una mano...
Julio se dio cuenta de que estaba hablando de Eugenio, pero su amigo ni siquiera volvió la cabeza, y siguió andando al lado de Pancho, Francisco Serrano Romero, un chico extremeño, muy callado, que parecía mayor de los diecinueve años que tenía y era el más generoso de todos con las polacas.
—¿Y contigo qué pasa, que no comes? —le había preguntado Romualdo una vez, al ver que todos los días se guardaba en los bolsillos el pan, la fruta y cualquier otro alimento limpio y fácil de transportar.
—Poco —Pancho se encogió de hombros, como si no tuviera nada más que decir—. Es que en mi pueblo —añadió después de un rato— no tenemos costumbre de comer mucho.
Y entonces, todos, incluido él mismo, se echaron a reír.
Julio y Eugenio se habían acostumbrado ya a la compañía de aquel adulto prematuro, a quien no le interesaba hablar de nada que no fuera la propia guerra, el número de soldados de cada regimiento, el nombre de sus oficiales, su historial, sus planes de combate, y que por eso no solía despegar los labios mientras iban y volvían andando del campo de las polacas. Los labios de Eugenio no fueron más generosos que los suyos aquella tarde, mientras su hermano y el Casi cuchicheaban en voz baja.
—¿Y vosotros, qué? —Julio abordó por fin a Romualdo cuando se cansó de que su amigo respondiera a todas sus preguntas moviendo la cabeza en la misma dirección—. ¿Vosotros tampoco vais a contarme qué pasa?
—No, porque no pasa nada —pero entonces se le quedó mirando, se acarició la barbilla, se paró—. Oye, Julito, ¿tú hablas francés?
—Un poco.
—¿Cómo de poco?
Aunque hacía mucho tiempo que no lo practicaba, el mismo que llevaba sin ver a su madre, hablaba bastante bien, y por eso fue él quien sostuvo la parte más delicada de la negociación, la que no se podía resolver con muecas y gestos universales. No fue muy complicado. Las polacas no querían dinero, allí dentro el dinero no les servía de nada, y para ellos era muy fácil comprar jabón, colonia y sobre todo comida, la moneda de cambio más valiosa dentro del campo. Además de pagar a las mujeres que eligieran, tendrían que sobornar a las presas de confianza que patrullaban de noche y a otras que se comprometían a tener entretenidos a los centinelas alemanes de la puerta principal mientras ellos entraban reptando por una especie de gatera para suministros, pero el precio era muy barato. En total, las polacas no les costaron ni la mitad de lo que el centinela español les pidió por dejarles entrar y salir del campamento sin delatarles.
—Bueno, pues ya sólo falta una cosa —Julio le pasó a Romualdo una lista con las exigencias de las prisioneras y la fecha de la siguiente luna nueva.
—¿Cuál?
—Que yo me apunto.
Eugenio no vio los abrazos, ni escuchó las risotadas con las que su hermano y el Casi acogieron a Julio Carrión en su flamante fraternidad masculina, pero lo intuyó sin demasiado esfuerzo y todos se enteraron muy pronto, cuando se encaró con ellos al volver del campo, pocos días después.
—Lo vais a hacer, ¿no? —les miró, uno por uno, y ninguno de los tres dijo nada—. ¿Tú también, Julio? ¿Y cuándo? ¿Mañana, que no hay luna? ¡Qué bien, qué machos sois, joder!
—Cállate, Eugenio.
—No me da la gana de callarme, Romualdo, y tú no eres quién para darme órdenes. Ahora menos que nunca.
—Ya salió —su hermano forzó una carcajada que subrayó su desprecio—, el pardillo de comunión diaria.
—No es eso, imbécil. No hace falta ser de comunión diaria para que a cualquiera le dé asco lo que vais a hacer con esas pobres polacas que están ahí encerradas, en un país extranjero, solas, presas, muertas de hambre...
—¡Eh, eh, eh! Alto ahí —Romualdo se pegó a Eugenio para hablarle desde muy cerca—. Te recuerdo que esas mujeres son enemigas del pueblo alemán, hermanito. Ten cuidado, no vaya a tener que denunciarte por desafecto... —en ese momento, el Casi se echó a reír, y al volverse para mirarle, Romualdo se tropezó con los ojos de Pancho—. ¿Y a ti qué te pasa, por qué me miras así?
—No me pasa nada —él contestó con mucha calma—. Pero creo que tu hermano tiene razón.
—¡Ah! Mira... —Romualdo se rió—. ¡Si tenemos aquí a otro de Acción Católica!