El corazón helado (116 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Aquel día, Julio Carrión no estaba borracho. Por eso se quedó mirando a Angélica, que sí había bebido más de la cuenta, y la vio venir por primera vez, pero no dejó de valorar sus argumentos.

—Dime una cosa, Angélica —y sonrió, más para sí mismo que para ella—. ¿Qué piensas tú de mí? Que soy un patán, ¿no?

—No, no eres un patán —ella se acercó un poco más, le rozó en un movimiento que a él le pareció consciente, le acercó la boca para seguir hablándole a una distancia casi inconveniente—. Ya no. Pero todavía te queda mucho por aprender.

—Para ser un señor —y no apartó la cara de la caricia de aquellos rizos tan rubios.

—Para ser un señor —ella tampoco lo hizo.

—Muy bien —entonces, Julio dio un paso hacia la izquierda, se volvió para mirarla de frente, y si hubieran estado solos, tal vez la hubiera besado, pero por fortuna, se dijo, no estaban solos—. ¿Y quién va a comprar esos juguetes?

—Yo —ella también retrocedió un paso—. En cuanto vuelva de Galicia, el mismo día 27, si quieres. Ya lo tengo pensado. Camiones con volquete para los niños y muñecas para las niñas, todas del mismo modelo, unas rubias, otras morenas, todo en cajas grandes, aparatosas, y con mucho espacio alrededor, para que abulten lo más posible.

El 23 de diciembre de 1954, Julio Carrión González vio venir a Angélica Otero Fernández por primera vez, y el espectáculo no le disgustó, pero tampoco le concedió demasiada importancia. Sin embargo, las cosas no salieron como él esperaba, desde que aquella misma tarde se le ocurrió que tal vez podría aprovechar la borrachera de su recepcionista para convencerla de que se quedara un rato con él, en su despacho, mientras la señora de la limpieza restablecía el orden en la oficina.

—No te equivoques conmigo, Julio —ella rechazó su oferta sin dejar de sonreír, mientras terminaba de abrocharse el abrigo, y todavía añadió algo más—. En tu situación, un paso en falso puede ser fatal.

Eso le dijo, pero se marchó tan deprisa, sólo después de besarle en la comisura de los labios y desearle feliz Navidad, que él no tuvo tiempo de enfurecerse ni de analizar despacio lo que acababa de oír, una advertencia que cobraría más sentido en la primera noche del año siguiente.

Cuando la vio entrar en aquel salón, se quedó tan atónito que ni siquiera se fijó en el hombre que estaba a su lado. Angélica llevaba un vestido negro, estrecho, corto y sin mangas, tan clásico que podía ser muy caro o muy barato, tan sencillo que en la mayoría de las mujeres de aquella fiesta resultaría soso, pero en ella producía un efecto extremadamente elegante. Lo mismo ocurría con la simple cinta de terciopelo que mantenía su melena, suelta, apartada de la cara, con el chal de tul tieso y crujiente, sin ningún adorno, que enmarcaba su escote, y con el broche de pedrería que llevaba prendido debajo del hombro izquierdo, como si pretendiera proclamar que desde luego era falso, pero lo había escogido porque le gustaba y no porque no tuviera otro. Detenida en el más alto de los tres peldaños que daban acceso al salón, parecía una porcelana exquisita, carísima, digna de todas las miradas. Eso sintió Julio al verla, antes de volver la vista sin remedio hacia su acompañante, una aspirante a actriz de veintimuchos años, que iba teñida de rubio platino para subrayar su parecido con Lana Turner y que ni siquiera le cobraba por acostarse con él. Era espectacular, y hasta aquel instante él creía que le gustaba mucho, pero la simple aparición de Angélica la había convertido en una jamona vulgar y ordinaria, indeseable. Entonces, Gustavo Aguirre, en el que ni siquiera se había fijado, insinuó el ademán de empujarla con mucha delicadeza para invitarla a avanzar, y sólo en aquel momento Julio comprendió que era su pareja, y la presencia de su recepcionista en aquella fiesta que Romualdo Sánchez Delgado daba todos los años.

El acompañante de Angélica, un chico alto, joven, delgado y no demasiado atractivo hasta aquella noche, era un arquitecto mediocre de buenísima familia a quien su nombre, y no su talento, había abierto las puertas de Construcciones Carrión un par de años antes, con la carrera recién terminada. Gustavo Aguirre era el reverso de su moneda, pensó Julio mientras le veía circular entre la gente con un aplomo que nunca le habría atribuido, todo lo contrario del hombre brillante sin ninguna ventaja, ningún apellido al que recurrir, que había llegado a ser lo que él era. Tal vez por eso, aquel alfeñique torpe y sin gracia había visto en Angélica lo que él no había podido o no había sabido descubrir todavía. No le gustaba, aquella sensación no le gustaba, pero no fue capaz de definirla con exactitud porque cuando todavía estaba empezando a darle vueltas, Angélica vino derecha hacia él.

—Buenas noches, don Julio —le dijo, en un tono zumbón seguramente imperceptible para cualquiera que no fuera él—. ¿Qué, se divierte?

No había encontrado una buena respuesta para esa pregunta cuando Gustavo, que no la perdía de vista, se unió a ellos.

—¿Cómo estás, Julio? Me alegro de verte —y le tendió la mano sin mirarle, sus ojos fijos en Angélica—. Vamos a tomar algo, ¿no? —la cogió del brazo, y ella le sonrió—. Estoy seco.

Estoy seco, repitió él en un murmullo, mientras los veía alejarse hacia la barra, y repitió entre dientes aquella frase ridícula, de hombre de mundo a la moda, que parecía copiada de los diálogos de cualquier novela barata, estoy seco, serás gilipollas... Pues no voy a sacarte a bailar, Angélica, se prometió a continuación, y no lo hizo. Ella tampoco lo echó de menos.

1955 fue el gran año de Angélica Otero Fernández, y no tanto por el éxito arrollador que empezó a cosechar entre los hombres que la rodeaban, como por la habilidad con la que los utilizó para alzarse con el premio gordo de su vida, el objetivo principal que había guiado sus pasos desde que una tarde de primavera de 1947 se entretuvo en calcular los años que tendría Julio Carrión González cuando ella cumpliera veinte. Gustavo Aguirre, que no le gustaba mucho, fue sólo el primero y no llegó más allá de marzo. Su sucesor, que se llamaba Emilio Alvar y, además de las sienes plateadas de un seductor maduro, tenía un cargo importante en el Ministerio de Obras Públicas, resultó mucho más eficaz.

—¿Te vas a casar con él? —le preguntó Julio una tarde de mayo, después de liquidar en un momento el asunto por el que la había convocado a su despacho.

—¿Por qué? —ella sonrió—. ¿Te importaría?

—No, no —y se dedicó a cambiar de sitio los papeles que tenía encima de la mesa—. Pero me gustaría saberlo con tiempo, para buscarte una sustituta. Y además... —la miró, hizo una pausa, cambió de tono—. Eres muy joven, Angélica, y te conozco desde que eras una niña. Por eso me parece que un viudo cuarentón, con dos hijos, no es el mejor partido para ti.

—Acaba de cumplir treinta y nueve —le interrumpió ella—. Y a mí siempre me han gustado los hombres mayores. Ya lo sabes.

Julio, que tenía sólo seis años menos que Alvar, se calló, la miró y sintió la tentación de proponerle que se liara con él, que estaba más cerca, más a mano. Pero no lo hizo, porque pensó, y no era la primera vez que sucedía, que ella nunca aceptaría una oferta así. Angélica le gustaba, siempre le había gustado, pero no pertenecía a la clase de mujeres que él buscaba, las que no dan problemas, y él aún no tenía demasiado interés en explorar otras variedades de la conducta femenina. Y sin embargo, Angélica le gustaba. Desde que se la podía imaginar entre los brazos de otros hombres conocidos, más que antes.

—Él quiere que nos casemos —añadió ella entonces, como si supiera lo que su jefe estaba pensando—, pero yo no lo veo claro, porque... No sé, me hace demasiadas preguntas,

—¿Sobre qué?

—Sobre ti.

Le miró con una expresión amable, tranquila, giró sobre sus talones y salió del despacho, donde su jefe se coció en su propia incertidumbre durante el resto de la tarde.

—¿Qué has querido decir antes? —le preguntó, aparentando una curiosidad más simple que la que sentía, cuando se hizo el encontradizo con ella, a la salida.

—¿Antes? —Angélica se le quedó mirando con toda la inocencia que eran capaces de fingir sus ojos azulísimos—. ¿Cuándo?

Julio la miró, apretó los puños, respiró profundamente un par de veces, controló con éxito un precoz ataque de furia, pero no logró impedir que su rostro transparentara cierta inconveniente rigidez.

—No juegues conmigo, Angélica —dijo por fin—. No te conviene.

Pero ella se echó a reír.

—¡Ah! —exclamó, a caballo de la risa—. Ya te entiendo. Me hablas de Emilio, claro...

—No. Te hablo de las preguntas de Emilio.

—Sí, bueno, pues... No es grave, creo yo —habían llegado al portal y Angélica miró hacia fuera, sonrió, levantó la mano derecha en el aire, la agitó varias veces para saludar a alguien—. Mira, ahí está, en ese coche rojo, ¿lo ves? —Julio miró en aquella dirección, le vio, le saludó con una sonrisa forzada—. Y él, en fin, pues me pregunta, es normal, ¿no? Como quiere que nos casemos... Sabe que te conozco desde que era pequeña, y le interesa, por supuesto, todo lo mío le interesa, de qué nos conocemos, cuándo, por qué, cómo se me ocurrió venir a pedirte trabajo... —el propietario del coche rojo ya había tocado la bocina una vez cuando volvió a hacerlo, con más insistencia—. Me tengo que ir, Julio, lo siento. Tenemos entradas para el teatro y no podemos llegar tarde. Hasta mañana.

Aquel día no le besó para despedirse. Se marchó sin más, cruzó la calle corriendo y se deslizó a toda prisa dentro de aquel coche rojo, que se confundió de pronto con otros muchos coches hasta perderse de la vista del hombre que estaba solo, inmóvil, de pie, en la acera. Él necesitó el tiempo que invirtieron en pasar muchos más coches para reaccionar, pero reconoció enseguida el sabor metálico que le llenaba la boca, la particular sensación de oquedad de sus huesos, una blancura antigua y deslumbrante hiriéndole los ojos. De pronto, a destiempo, casi a traición, Julio Carrión González volvía a tener miedo. Después de tantos años, tantos éxitos, parecía mentira, pero era verdad.

Aquella noche había quedado con una chica, pero ni siquiera se tomó la molestia de anular la cita. Perdió mucho tiempo por las calles, andando y desandando el camino de su casa, intentando pensar, haciéndolo mal. Dinero, se dijo, puedo ofrecerle dinero, o no, puedo echarla, anticiparme a sus movimientos, hablar yo con Emilio, contarle que es una puta, que tiene otro amante, yo qué sé, inventarme algo, buscar testigos falsos, amenazarla, puedo decir que me ha robado, meterle un fajo de billetes en el bolso, armar un escándalo en la oficina, dejar que otro la descubra, amenazarla con la cárcel, puedo darle un susto, contratar a alguien...

Cuatro meses después, mientras caminaba a su lado por la acera derecha de Marqués de Urquijo y comprendía que iba a casarse con ella, Julio Carrión González recordó todo esto, y lo que pasó al día siguiente de aquella noche negra de miedo y torpezas, aquella noche larga e insomne de la que salió con los nervios tan afilados que cuando la vio entrar en su despacho, con más de una hora de retraso sobre el instante en el que le había ordenado que fuera a verle de inmediato y una sonrisa desafiante, olvidó todo lo que había planeado, las palabras que pensaba decir, el orden en el que iba a pronunciarlas, el acento duro y seco al que había previsto confiarse.

—¿Qué? —Angélica ladeó las caderas, levantó la barbilla, le miró desde muy arriba—. Querías hablar conmigo, ¿no?

—Sí.

Eso fue todo lo que logró decir antes de levantarse para ir hacia ella, antes de inmovilizar sus dos manos con la mano izquierda, antes de acercar mucho su cabeza a la de aquella mujer mientras la mantenía sujeta por la mandíbula, apretando sus mejillas con los dedos hasta que la obligó a fruncir los labios en la mueca de un beso ridículo.

—¡Tú eres una mierda, Angélica! ¿Me oyes? Una mierda, nada más que eso —ella le miraba con los ojos abiertos y no intentaba zafarse de sus manos, como si le interesara lo que él estaba diciendo—. Eres un insecto, una oruga, una mosca de mierda, y puedo acabar contigo cuando quiera, ¿comprendes?, como quiera, puedo deshacerte entre mis dedos como a una miga de pan, en un momento. Tú te crees muy lista, Angélica, pero no sabes quién soy yo, ni quiénes son mis amigos, no tienes ni puta idea de la que se te puede venir encima en el instante en que a mí me salga de los cojones descolgar ese teléfono, ¿está claro? —esperaba que afirmara con la cabeza, que murmurara un sí pálido, exangüe, y ver el brillo del miedo en sus ojos, pero ella no se movió ni siquiera cuando él la zarandeó antes de soltar su cara sin aflojar la presión de su otra mano—. ¿Está claro?

Y en ese instante, Angélica Otero Fernández, cerró los ojos, entreabrió los labios, acercó su boca a la boca que la insultaba, y sin saber cómo, sin saber por qué, Julio Carrión González la besó, y siguió besándola, la besó mucho, durante mucho tiempo, y liberó sus brazos porque necesitaba los suyos para abrazarla, necesitaba sus manos para tocarla, y las empleó para recorrer su cuerpo con una extraña emoción en la punta de los dedos, como si reconocieran la piel y la carne que probaban por primera vez, con una codicia creciente que ella supo frustrar en el momento justo, cuando ya ni sus dedos, ni sus manos, ni sus brazos, ni sus labios, ni él mismo, podrían menospreciar el deseo que aquella mujer les inspiraba.

—Basta —Angélica guió fuera de su sujetador la mano que se había introducido en él sin su permiso, retrocedió un paso, se abrochó dos botones, se colocó bien la falda, miró a Julio Carrión a los ojos, avanzó el paso que había retrocedido, se apoderó de los brazos que antes la apresaban, los colocó alrededor de su cintura, levantó los suyos hasta rodear el cuello de su jefe, y le besó en la boca hasta que percibió las señales que anunciaban un nuevo desorden—. Bueno, me tengo que ir. Tengo muchas cosas que hacer.

—Angélica... —y ya no logró pronunciar su nombre con toda la voz.

—¿Sí? —pero ella respondió a aquella hebra ronca y oscura con un acento cantarín, incólume.

Él no encontró nada más que decir y ella abrió la puerta para salir, pero antes le miró con la misma expresión de triunfo que incendiaba sus ojos cuando él accedía a levantarse para ir a la cocina en busca de una taza y una copa. Después, se las arregló para no volver a estar a solas con él en todo el día.

—He roto con Emilio —le anunció una semana después—. Es lo que querías, ¿no?

Julio se limitó a sonreír, pero al rato fue a buscarla para invitarla a cenar. Ella le contestó que no podía. Ya estoy comprometida, le dijo, sin especificar con quién, pero contraatacó a tiempo, proponiendo otra fecha a la velocidad precisa para que su jefe no se desanimara. En aquella cena, Julio Carrión descubrió lo que ya intuía, que Angélica estaba dispuesta a no dar ningún problema siempre que él estuviera dispuesto a solucionar el problema principal.

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