El corazón helado (111 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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En el taxi que me devolvía al origen de todo, aquel suntuoso edificio de la calle Jorge Juan en el que nunca habíamos estado juntos y el último lugar donde se me habría ocurrido que volvería a verla, sentí una misteriosa nostalgia de la espera, el incomprensible deseo de detener aquel coche en el rojo infinito de un semáforo averiado para no llegar nunca y seguir estando a punto de tenerlo todo durante unas horas más. Nada me da miedo, había escrito en aquella nota torpe y tonta, precipitada, nada me da miedo, pero no era verdad. El taxista, que no podía saberlo, tampoco tardó más de diez minutos en detenerse ante aquel portal marmóreo, frío y aséptico como un mausoleo. La puerta estaba cerrada, pero tuve la precaución de empujarla antes de acariciar la tecla del Ático E con la yema temblorosa de un dedo encogido, más asustado que yo, y en ese instante, como en ningún otro momento de mi búsqueda, percibí una sensación de irrealidad que era física pero también aérea, una bruma blanquecina, espumosa, que lo envolvía todo, y a mí en el centro, como la luz incierta de los sueños.

Esto no está pasando, me dije, y no va a pasar nada, no puede pasar. Pero apoyé el dedo en el botón metálico y alguien abrió desde arriba sin preguntas ni condiciones. Mis zapatos hirieron la pureza del mármol recién encerado con un estrépito sordo, doble, regular, y el ascensor hizo mucho más ruido que mis pasos al detenerse en el portal desierto. En el trayecto hacia el séptimo, me miré en el espejo y me apiadé de un rostro que ahora entendía bien, mucho mejor que unos minutos antes. Era la cara de un hombre aterrado, consumido, solo y exhausto, era mi cara. Pero al llegar arriba me encontré con una puerta abierta, y tras ella, Raquel, vestida igual que el día que la conocí, una camiseta negra con dibujos blancos y unos vaqueros del mismo color que apenas traicionaban ya la luminosa desproporción de sus caderas. Estaba mucho más delgada, más pálida, tenía los ojos hinchados y la piel de los párpados fina y tensa como un pergamino. Al mirarla, vi el rostro de una mujer aterrada, consumida, sola y exhausta, tan parecido al mío, tan diferente, pero también vi a Raquel, una chica lista, tan guapa que había que mirarla bien, y mirarla dos veces, antes de verla del todo, y el amor de mi vida.

—Álvaro —dio unos pasos hacia mí, tan cortos, tan lentos como si tuviera todo el cuerpo magullado, y yo aún no podía hacer nada, no podía hablar, ni moverme, sólo mirarla—, Álvaro, tengo que contarte...

—No vuelvas a hacerme esto, Raquel.

Mis brazos tomaron por su cuenta la iniciativa de abrazarla y la estrecharon fuerte, mis manos recorrían su espalda, la reconocían, me reconocían a mí, que entonces pude volver a ser algo, a ser alguien, que volví a ser yo mientras la olía, mientras la veía, mientras la tocaba, y me conmoví al pensar que iba a besarla, fui consciente de que iba a besarla, y la besé, y todo volvió a fluir con una sonrosada facilidad, la apacible costumbre del agua que corre.

—No vuelvas a hacerme esto nunca más...

Ella, colgada de mi cuello con la determinación de un náufrago que se aferra a la única tabla que flota en el océano, se apretaba contra mí, me devolvía los besos, me miraba como si su vida estuviera en mis manos.

—Si pudiera, ahora mismo te comería entera, te tragaría de una vez para tenerte siempre dentro, para saber siempre dónde estás, porque me he muerto, Raquel, ha sido igual que morirse, me he estado muriendo todo este tiempo, y no lo soporto, no podría soportar... No vuelvas a hacerme esto, nunca, por lo que más quieras...

Entonces, sin dejar de abrazarme, separó su cabeza de la mía, me miró a los ojos y me dijo lo único que yo necesitaba oír.

—Lo que más quiero eres tú, Álvaro.

—Y yo te quiero —la emoción me dolía como una herida, un corte limpio, la sangre alegre, roja, caliente—, te quiero, te quiero tanto...

—Tengo que contarte una cosa.

—Ahora no —volví a abrazarla, volví a besarla, volví a ser yo, y a ser algo—. Ahora no, por favor, ahora no quiero saber nada, no me importa nada, ahora no, Raquel, no...

Al llegar había sido consciente de que iba a besarla y mi propia consciencia me había conmovido. Después, cuando estábamos desnudos en una cama ajena que sabía latir con el corazón del planeta, porque la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor de las caderas de Raquel entre sus cuatro esquinas, fui más consciente que nunca del valor de la belleza, del placer, de la alegría, la condición de todo lo que vive, porque todo quedó suspendido en el aire, pendiente del hilo transparente y fragilísimo de los labios de Raquel.

En esos labios me lo estaba jugando todo.

También fui consciente de eso cuando ella se alejó de mí, se tumbó muy derecha en el otro lado de la cama, colocó sus manos juntas debajo del pecho, cerró los ojos y, como un cadáver, habló por fin.

—Yo nunca me he acostado con tu padre, Álvaro.

Eso dijo.

Me dijo que nunca se había acostado con mi padre, y de repente tuve muchas ganas de reírme, y muchas ganas de llorar al mismo tiempo.

El 5 de mayo de 1956, don Julio Carrión González, de treinta y cuatro años de edad, contrajo matrimonio con la señorita Angélica Otero Fernández, de veintiuno, en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid. La novia, bisnieta del conde de la Riva, lucía un vestido de seda salvaje firmado por Cristóbal Balenciaga y un velo de encaje de Malinas de herencia familiar. Actuaron como padrinos el padre del novio, don Benigno Carrión Moreno, y la madre de la novia, doña Mariana Fernández Viu. A continuación, los novios celebraron su felicidad con una cena para más de doscientos invitados en los salones del hotel Palace.

—Mira, Julio, tú eres rico, pero no eres respetable —Angélica había volcado en él aquellos ojos acuáticos, azulísimos, magnéticos, que le atraían y le inquietaban a la vez—. Hasta ahora, eso no tenía mucha importancia, porque eras joven y en España siempre se ha creído que a los hombres les conviene hartarse de golfería en su juventud y vacunarse para el resto de su vida, pero ya tienes más de treinta años y los señores respetables no siguen solteros a esa edad. En este país no. ¿Cuánto tiempo te crees que vas a durar, siempre solo, pálido y con ojeras, en todas esas recepciones llenas de obispos y de mujeres gordas de generales que sospechan que te llevas de putas a sus maridos? Eso se va a acabar, Julio, y tú lo sabes. A no ser que te cases pronto con una virgen de buena familia y le hagas dos o tres niños muy deprisa. Eso es lo que te conviene, pero no es fácil de encontrar, para ti no, por mucho dinero que tengas. Para ti sólo hay una mujer conveniente en el mundo, y esa mujer soy yo. De entrada, porque mi segundo apellido es Fernández, y a lo peor, algún día te sirve para contestar a algunas preguntas. Franco no va a vivir siempre, ya lo sabes. Y además, y sobre todo, porque yo sé muy bien quién eres, y sé lo que eres, Julio, un ladrón, un estafador, un impostor, un mentiroso, un golfo y un putero. Lo sé, pero te quiero. Siempre te he querido, desde la primera vez que te vi —lo dijo sin cambiar de tono, con un acento tan sereno, tan frío que no podía ser natural, un recurso artificioso y bien ensayado—. Piénsatelo, Julio.

Él sonrió casi con timidez, y no dijo nada. Estaban sentados en una terraza de Rosales, disfrutando de un tibio atardecer de septiembre, un sol languideciente, pero aún capaz de brillar, engañando a los árboles que aún no habían empezado a perder sus primeras hojas. No hacía frío, y sin embargo, cuando Angélica comprobó que el silencio de su jefe se alargaba, sostuvo un cigarrillo con dedos temblorosos y tuvo que frotar varias veces una cerilla antes de lograr que se encendiera, igual que si estuviera tiritando. Al verla, Julio volvió a sonreír con más decisión que antes, y sintió un calor difuso, inconcreto, que nacía de su vanidad, pero también de la admiración que le inspiraba aquella mujer.

—Estás nerviosa —supuso en voz alta.

—Sí —y Angélica le demostró una vez más que existían muchas maneras de ser valiente—. Muy nerviosa.

A Julio Carrión González siempre le había gustado Angélica Otero Fernández. Cuando la conoció y después, a pesar de su descaro, esa arrogancia casi suicida que cristalizaba en los desplantes cotidianos de la más insufrible de sus empleadas. En esos momentos, mientras le sostenía la mirada con la barbilla exageradamente alta y las aletas de la nariz hinchadas por el simple esfuerzo de respirar, Angélica le parecía insoportable, irritante y estúpida, pero ni siquiera entonces dejaba de gustarle. Había jugado mucho con ella cuando era una niña, y a veces tenía la sensación de que había vuelto desde Galicia sólo para eso, para seguir jugando con él aunque se hubiera convertido ya en una mujer.

—Hazme lo de Rusia, Julio...

Al escucharla, él percibía un eco perturbador en su voz, la promesa equívoca y procaz que flotaba alrededor de esas palabras que eran inocentes, que tenían que serlo aunque sugirieran a distancia una oferta sexual encubierta. Tal vez, incluso, pensaba a veces, hasta consciente, aunque lo fuera de alguna manera incompleta, vaga y brumosa. Por eso le gustaba hacerse de rogar, le gustaba mirarla mientras ella, doce, trece, catorce años, un cuerpo siempre demasiado desarrollado para su edad, aquellas imposibles poses de vampiresa que dejaban al aire las costras de sus rodillas y confirmaban sus mejillas tersas, sonrosadas, infantiles, con la aspereza de unas piernas desnudas y aún sin depilar, hacía un mohín enfurruñado, un gesto brusco con la cabeza, y su melena rizada, dorada, rubísima, ocultaba de pronto la mitad de su cara con la facilidad engañosa de un animalillo bien amaestrado.

—Házmelo, por favor, Julio... —y lo decía con voz mimosa, fingiendo una timidez que no conocía—. Hazme eso, anda.

Él no podía reprimir una sonrisa al recordar lo que otras mujeres le pedían con las mismas palabras, un acento parecido, sincero o profesional, lo mismo le daba. Después, se levantaba, la miraba, y pensaba que no era más que una niña, pero no acababa de creérselo.

—Bueno, espérame aquí. Voy a la cocina, a buscar una copa y una taza.

En aquella época, entre los veranos de 1947 y 1949, aquél se había convertido en uno de sus trucos preferidos. Tenía tanto éxito, sobre todo entre las mujeres, que siempre llevaba un trocito de esponja en el bolsillo. Al llegar a la cocina, lo hundía en el fondo de cualquier taza de paredes opacas, y después golpeaba con un punzón una de las barras de hielo que se usaban para conservar la carne y el pescado, hasta desprender un pedacito que colocaba justo encima de la esponja. Así volvía al salón, con la taza en una mano y una copa de las más pequeñas, de licor, con un poco de agua, en la otra.

—Yo tuve una novia en Rusia —decía, mirando a Angélica, que aplaudía, y sonreía, y se inclinaba hacia delante para sentarse por fin como una niña normal, derecha y con los codos apoyados en las rodillas—. Se llamaba Nadia y la quería mucho, muchísimo. La quería tanto que, cuando nos separamos, estuve mucho tiempo llorando. Recogí en esta copa mis últimas lágrimas y se las mandé por correo —entonces, con los ademanes floridos, teatrales, que había aprendido de Manuel Castro, volcaba la copa dentro de la taza, donde la esponja absorbía inmediatamente el agua—. Ella me contestó, y me mandó sus propias lágrimas, pero como en Rusia hace tanto frío, se congelaron por el camino.

Entonces inclinaba la taza hasta volcarla sobre la palma de su mano, y de su interior no salía agua, sino un pedacito de hielo que depositaba enseguida en la mano de Angélica. Luego, en el instante que la niña invertía en quedarse mirándolo con la boca abierta, recuperaba la esponja con un rápido gesto del pulgar, la escurría un momento sobre la alfombra, se la volvía a meter en el bolsillo y dejaba la taza sobre una mesa, junto con la copa vacía, para que ella, en el momento en que volviera a mirarle, se lo encontrara con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Es increíble! —le decía entonces, cogiendo la taza, la copa, examinándolas por dentro y por fuera una y otra vez, hasta rendirse—. ¿Cómo lo haces?

—Eso no te lo puedo decir —y sonreía al rescatar en aquellos ojos acuáticos una chispa antigua de su propio entusiasmo—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos.

Pero, aunque él llegó a estar seguro de que lo haría antes o después, Angélica no se ofreció a convertirse en su aprendiz. Ella no quería ser como él, sino estar con él, ante él, a su lado, mirándole, halagándole, admirándole siempre.

—Yo nunca te haré llorar, como la rusa esa —le decía cuando su madre no estaba cerca.

—Vete a tu cuarto, Angélica —porque cuando Mariana aparecía, la magia terminaba.

A veces, Julio pensaba que la hija no le haría tanta gracia si no fuera tan distinta de su madre, con la que sólo compartía la condición, atractiva en la menor, desafortunada en la mayor, de aparentar más edad de la que tenían. Mariana había nacido dos años antes que su prima Paloma, quien, a su vez, le sacaba a Julio casi seis, pero su cuerpo, su aspecto, esa severidad rígida y rasposa que cultivaba como una garantía de su decencia, desmentía las virtudes de la cronología. Cuando se conocieron, la madre de Angélica acababa de cumplir treinta y tres años. Apenas había rebasado el límite de la edad de las mujeres que Julio prefería, pero nadie lo diría. Y sin embargo, intentó seducirle.

Durante los primeros tiempos, mientras aún ignoraba las verdaderas intenciones de aquel chico tan simpático, Mariana llegó a pensar que, fueran cuales fueran los problemas que su repentina aparición pudiera llegar a causarle, nunca encontraría una solución mejor que casarse con él. Julio la llamaba un par de veces al mes para anunciar que quería ir a comer o a cenar a su casa, y lo hacía con tanta habilidad que, al colgar, ella nunca sabía si había llegado a invitarle o se había invitado él solo, pero al principio sus visitas no la incomodaban, al contrario. Su invitado siempre era puntual y no solía acudir a aquellas citas con las manos vacías. A veces mandaba flores por anticipado, a veces las traía él mismo o llevaba el postre, pasteles, tartas, bombones y, cuando la anterior estaba a punto de agotarse, una botella de Pedro Ximénez para su anfitriona, que era muy golosa y aún más aficionada al vino dulce.

—¡Pero Julio, por Dios! —Mariana le recibía con una invariable cara de satisfacción y la misma queja blanda, protocolaria—, ¿por qué te has molestado?

—No es ninguna molestia —él también formulaba una respuesta idéntica y envuelta en su sonrisa más encantadora.

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