—A ver si te he entendido bien, Julio... —ella, que había encajado su discurso con una sonrisa imperturbable que le estaba poniendo cada vez más nervioso, interrumpió sus circunloquios sin alterarse—. ¿Me estás ofreciendo que me convierta en Rosi y que encargue de vez en cuando dos docenas de rosas, rojas, eso sí, para mí misma?
—No es eso, Angélica —él conservó la serenidad a duras penas y recurrió al alivio de las frases hechas para encubrir sin éxito sus verdaderas intenciones—. Tú lo sabes de sobra. Sabes qué clase de mujer eres tú y qué clase de hombre soy yo.
—Pues por eso. Precisamente por eso —y mientras hablaba, negó con la cabeza varias veces seguidas, como si se resignara a dejarlo por imposible—. Parece mentira, de verdad. Con lo listo que eres, y que no comprendas nunca cómo son las cosas... ¡Qué bruto eres, Julio!
—Muy bien —el ofendido optó por fingir que no lo estaba y cosechó un éxito discreto en su objetivo, los ojos clavados en el mantel—, pues no he dicho nada.
Pero no era verdad. Él sabía muy bien lo que había dicho, y ella, que al salir del restaurante se colgó ele su cuello para besarle con la entrega que hasta entonces había reservado para la intimidad de su despacho, lo sabía también. El tira y afloja, sucesivos episodios de pasión, de indiferencia, y más pasión, y audacia, y más audacia, y de nuevo indiferencia, y pasión, las maldiciones que él mascullaba entre dientes y el ángulo de los escotes que ella abría o cerraba según las circunstancias, duró todo el verano para alcanzar a mediados de septiembre su punto óptimo y más delicado, el grado de saturación que conduce a la ebullición un instante antes de resolverse en puro cansancio. Angélica supo escoger aquel momento para invitarle a tomar algo al salir del trabajo, para llevarle a una terraza de Rosales y soltarle aquel discurso que empezaba con la advertencia de que Julio Carrión González era un hombre rico, sí, pero no un señor respetable.
—¿Pedimos la cuenta? —le preguntó ella, cuando se cansó de mirarse en el sonriente espejo de su silencio.
—Pídela tú —contestó él—. Ibas a invitar, ¿no?
—Claro.
Lo había dicho sólo para ver cómo se ponía colorada. Cuando obtuvo esa mínima satisfacción, se levantó, fue a buscar al camarero, le pagó la cuenta con una buena propina, se reunió con ella y la cogió del brazo.
—¿Vas a volver a casa andando? —por primera vez en muchos meses, tenía el control absoluto de la situación, y se propuso disfrutar un poco más de su dominio—. Hace muy buena tarde.
—¿Por qué me preguntas eso? —al verla, todavía ruborizada, rígida, se dio cuenta de que no sabía qué pensar.
—Por acompañarte —la miró, sonrió—. Si no te importa, claro.
—No —pero Angélica no se atrevió a devolverle la sonrisa todavía—. Claro que no me importa.
Mientras caminaban por la acera derecha de Marqués de Urquijo, Julio ya sabía que se iba a casar con ella. No se trataba sólo de la impecable calidad de los argumentos de Angélica. Él ya contaba con que tendría que casarse antes o después, mejor antes. Aquéllas eran las reglas del juego y ya había desairado a demasiadas madres poderosas, a demasiadas niñas de papá. Romualdo, que sin dejar de ser un golfo se había convertido ya en padre de tres hijos, había llegado a advertirle de aquel riesgo, las habladurías que habían empezado a florecer. Las víboras se preguntaban en voz alta si no sería invertido, si no tendría una enfermedad inconfesable, si no cedería a inclinaciones perversas, y sólo existía una manera de atajar la situación, de resolver el problema. Bodas sellan paces, solía decir su padre. Angélica se quería casar con él, siempre, desde siempre, y el coraje que había desplegado al decírselo de frente no sólo le parecía admirable en sí mismo, sino que además eliminaba un número considerable de engorros. Si elegía a Angélica, no tendría que desdeñar a nadie. Si elegía a Angélica, se ahorraría los estorbos del cortejo. Si elegía a Angélica, emparentaría con la aristocracia, una familia arruinada, deshecha, plagada de elementos indeseables, pero aristocrática al fin y al cabo. Nadie encontraría la menor objeción que poner a su boda, y Angélica le gustaba, siempre le había gustado, siempre había intuido, además, que se le parecía. Ahora lo sabía.
Al llegar a la calle Princesa, ya había decidido que se casaría con ella, pero no le dijo nada hasta que alcanzaron la glorieta de San Bernardo. Entonces, mientras esperaban a que cambiara un semáforo, la cogió por un hombro con suavidad, la obligó a volverse para mirarla a la cara, y en lugar de darle una respuesta, formuló una pregunta.
—¿Y qué va a decir tu madre?
Angélica le dirigió una mirada todavía insegura, cautelosa, pero mucho más dulce que cualquiera de las que le había dedicado aquella tarde.
—¿Qué va a decir mi madre..., de qué?
—¿Qué va a decir cuando sepa que te vas a casar conmigo?
Ella sonrió muy despacio, dejó que su sonrisa cuajara lentamente, como si estuviera probando un dulce delicioso, tan exquisito que rebasara las capacidades de su paladar, incapaz de apreciar su sabor antes de que su pensamiento fuera capaz de elaborarlo sobre su propia dulzura.
—¡Ah! —dijo sólo después—. ¿Nos vamos a casar?
—Claro —Julio sonrió—. ¿No te has dado cuenta?
—No. Porque no me lo has pedido.
—Angélica —los peatones que les rodeaban empezaron a cruzar, pero ninguno de los dos se movió—. ¿Te quieres casar conmigo?
—Sí —el semáforo se puso amarillo, y rojo, y verde otra vez, antes de que ella terminara de besarle—. Y mi madre hará como que se pone muy contenta, supongo. Eres un buen partido, ya lo sabes, y una buena madre sólo busca la felicidad de su hija...
El 5 de mayo de 1956, don Julio Carrión González se casó con la señorita Angélica Otero Fernández en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, y doña Mariana Fernández Viu actuó como madrina de la ceremonia. Ni entonces, ni antes, ni después, se atrevió a decir una palabra sobre aquella boda, programada, diseñada y controlada en todo momento por la novia, que no sólo eligió un modelo de seda salvaje firmado por Cristóbal Balenciaga, sino también la fecha, las flores, la música, a los invitados, a los testigos, el menú del banquete, el traje del novio, el del padrino, su propia sortija de pedida y, desde luego, las condiciones del contrato matrimonial.
—Podríamos irnos un rato a mi casa, ¿no?, a dormir la siesta —le preguntaba Julio de vez en cuando, después de llevarla a comer a casa de Eugenio o a Torrelodones con su padre, cuando ya se la había presentado a las señoras de dos o tres ministros y en Construcciones Carrión todo el mundo sabía que estaban comprometidos, mientras miraba el brillante que relampagueaba desde el dedo anular de su mano derecha.
—¡Por supuesto que no, Julio! —ella le miraba, meneaba la cabeza, sonreía—. ¿Cómo vamos a hacer eso? Vete tú a dormir la siesta a tu casa y yo me iré a la mía. Te lo he dicho muchas veces, y ya sabes que es por tu bien. ¿Es que no puedes esperar cuatro meses?
—Pues no —y dentro del taxi, la sobaba, la estrujaba, la tocaba por encima de la ropa, y ella se dejaba hacer hasta que dejaba de dejarse, calculando siempre a la perfección los tiempos, los riesgos y los beneficios—, no puedo...
No podía, pero lo hizo. Esperó cuatro meses, y luego tres, y luego dos, y por fin uno, y cuatro semanas, y tres, y dos, y todavía siete días. Le convenía casarse con una virgen de buena familia y eso fue lo que se encontró delante del altar. También le convenía hacerle dos o tres hijos muy deprisa, pero Angélica sabía muy bien lo que le convenía a ella, y tardó un año entero en quedarse embarazada. Cuando le dio la noticia, era toda una experta en los usos contraceptivos de ciertos pecados de los que jamás se confesaba, y su marido, que llevaba doce meses razonablemente alejado de los placeres subterráneos, sonreía cuando ella le preguntaba si no había merecido la pena esperar. Durante aquella época, lo único que escapó al control de Angélica fue la razón de aquella sonrisa, porque nunca imaginó que lo que julio apreciaba más de ella en la cama fuera lo mismo que más le ataba a ella en cualquier otro lugar de su casa. A lo largo de su escarpado, peligroso y triunfante ascenso hacia la gloria, Julio Carrión González se había ocupado de todo menos de que alguien le quisiera. Sólo se dio cuenta de eso cuando comprobó hasta qué punto le amaba su mujer, sólo entonces comprendió que, desde que su madre se había ido de casa, no le había querido nadie. Y se acostumbró al amor de Angélica, un fervor incondicional, religioso, completo. Su devoción se le fue haciendo necesaria, luego imprescindible, hasta que empezó a echarla de menos en todas las mujeres con las que le fue infiel mientras aprendía a amarla a su manera.
En 1958 nació Rafael, su primer hijo, rubio y blanco, con los ojos tan azules como su madre. Un año después, llegó Angélica, ojos verdes y una piel de porcelana luminosa, sonrosada, ajena al color, a la textura de la de su padre. En 1961 por fin le nació un hijo que prometía parecérsele, y por eso le bautizó con su propio nombre, pero Julio, que tenía su expresión, sus gestos, su carácter, se fue aclarando con el tiempo, y aunque sus ojos fueron siempre castaños, su pelo y su piel se fueron haciendo cada vez más claros, más semejantes a los de sus hermanos, casi idénticos ya cuando, a principios de 1965, Angélica se quedó embarazada por cuarta vez.
En noviembre parió a otro varón. Tenía el pelo negro, los ojos negros, la piel morena y, sobre esa imprecisión natural de los recién nacidos, algo que hacía exclamar lo mismo a todas las personas que le vieron en la cuna del hospital. Es clavado a ti, Julio, pero escupido, en serio, nunca he visto a un bebé que se parezca tanto a su padre...
Él se limitaba a sonreír, pero sentía una satisfacción especial al coger en brazos a aquel niño, que se llamaba Álvaro Carrión Otero y con el tiempo se convertiría en su hijo predilecto.
—Yo nunca me he acostado con tu padre, Álvaro.
Entonces tuve muchas ganas de reírme y muchas ganas de llorar al mismo tiempo, pero no hice una cosa, ni la otra, ni ninguna. Me quedé quieto, callado, incapaz de pensar, de decir, de sentir nada. Estaba allí y había escuchado. Raquel estaba conmigo y había hablado. Eso era todo lo que sabía, lo que alcanzaba a saber cuando ella se volvió hacia mí, con los ojos todavía cerrados, y los abrió para mirarme, y vio en mi cara esa nada o algo que le dolió más, tanto que no pudo seguir mirándolo, y sus párpados volvieron a caer mientras su cuerpo invertía su último movimiento en alejarse de mí mucho más de lo que se había acercado antes. Entonces, al verla encogida sobre sí misma, dándome la espalda desde el borde de la cama, como una niña pequeña, perdida y desamparada, comprendí que tenía que hacer algo, y no era pensar. La reflexión es enemiga de la acción y yo necesitaba abrazar a Raquel. Necesitaba hacerlo, no explicármelo.
Fui hacia ella, le di la vuelta y se dejó hacer, sin ayudarme pero sin oponer resistencia, como si su cuerpo se hubiera desvinculado de su voluntad, como si su voluntad se hubiera extinguido en la pesada blandura de un cuerpo inerte, un cadáver, un bulto, una muñeca de trapo, Raquel Fernández Perea, el amor de mi vida, que era mía y sólo mía, mía y no de mi padre, más mía que antes, más mía que nunca cuando la abracé, desmadejada y tibia su piel perfecta, luminosa, exacta como un recuerdo limpio y recién nacido. La estreché con fuerza para pegarla a mí hasta reconocer en el mío el relieve de su cuerpo, y mantuve el abrazo durante mucho tiempo sin lograr animarla, rescatarla de una inmovilidad tan completa como la que sólo otorgan el sueño o la muerte. Pero estaba viva, despierta. Yo vigilaba su respiración, sentía su vaivén sobre mi cuello y apreciaba su calor, la pacífica imagen de aquel abrazo que aún podía contemplar con los ojos del hombre que lo había perseguido por todas las aceras, y todos los portales, y todos los teléfonos, como si persiguiera su propia vida. El hombre que ahora debería estar besando a aquella mujer, que quería besarla y no podía hacerlo.
Tenía que hacer algo y seguramente no era pensar, pero acudieron a mi memoria sin pedir permiso, imágenes antiguas y recientes, estáticas y en movimiento, escenas completas y fragmentos de escenas, frases, palabras sueltas, silencios que ahora sabían hablar, que hablaban y sin embargo no me ayudaban a comprender lo que había escuchado, perdóneme, pero esperaba a su madre, siéntese, por favor, ¿quiere tomar algo?, no te habrá molestado que te tutee, ¿verdad?, eres muy novelero, Álvaro, tienes mucha imaginación, para ser físico, ¿y no te da miedo?, ¿qué?, poder creértelo todo, cuando sonreía, tu padre parecía un sol de esos que pintan los niños pequeños, lleno de rayos y coloreado hasta romper el papel, ¿tú le querías?, no, no es tan fácil, ¿quieres que compartamos algo?, sí, una locura, me pregunto qué pensarás de mí, a ti te pega mucho, pero tú no te pareces a tu padre, Álvaro, y al que no le pega nada es a él, no me digas que no te has dado cuenta...
En algún lugar remoto de mi conciencia, más allá del estupor, de la tentación de embestir, la rabia ciega del novillo que acaba de comprender el mecanismo de la muleta y ya codicia sólo la venganza, el color de la sangre del tramposo, latía una punta de orgullo satisfecho, una reliquia inservible, aunque tenaz, de mi antigua integridad de hombre corriente. No me había propuesto pensar, pero recordaba muy bien la secuencia de mis intuiciones, y sobre todas, esa que me reveló antes de tiempo que lo peor que me podía pasar era que yo descubriera algún día la verdadera relación que había unido a Raquel con mi padre. Ahora, al borde de ese abismo presentido, celebraba no haber compartido a aquella mujer con Julio Carrión González, y esa satisfacción me dolía, me asustaba, amenazaba el futuro que había estado dispuesto a vivir bajo la insoportable, tranquilizadora sombra de una pasión odiosa.
Pensaba en todo esto sin querer hacerlo, y abrazaba a Raquel, y no me atrevía a hablar y ella tampoco hablaba, ni siquiera se movía, pero estaba viva, despierta. Yo vigilaba su respiración, sentía su vaivén contra mi cuello, percibía su miedo y que era mayor que el mío, porque ella sabía, lo sabía todo, siempre lo había sabido todo, desde el principio, todo excepto, quizás, que iba a enamorarse de mí, todo excepto, quizás, que yo iba a enamorarme de ella. Entonces comprendí la verdadera condición de mi desgracia, aquella enormidad sin límites, la implacable crueldad de una derrota que aún no había comenzado a sufrir, porque el amor, mi amor, no bastaba para matar al dragón, porque tanto amor nunca serviría para rellenar con palabras corrientes, vulgares, pacíficas, el silencio en el que había nacido, en el que había crecido y se había hecho fuerte como un árbol robusto, pero jamás expuesto a los hielos del invierno. Eso, una planta mimada, protegida, débil por dentro, más allá del leñoso escudo de su corteza, era mi amor, y yo culpable, por no haber querido saber, por no haberme atrevido a preguntar, por haber querido vivirlo al margen de algunas preguntas que sólo tenían una respuesta. Habría sido muy fácil, ¿cuándo conociste a mi padre, Raquel?, ¿dónde?, ¿cómo ligaste con él?, ¿cuánto tiempo duró? Habría sido muy fácil, pero yo elegí otra facilidad, no me apetece hablar de tu padre, a mí tampoco, y eso fue todo, eso y levantar las paredes de un invernadero de cristales limpios para encerrar en él el aire tibio, el calor del sol entre ventanas, un placentero simulacro de la realidad donde la Tierra sabía girar alrededor de las caderas de Raquel para fabricar alegría, como yo sabía fabricar un tornado en miniatura dentro de una urna transparente. Y sin embargo, todo eso había sucedido, todo había sido verdad, y yo lo sabía, lo sabían mi cuerpo y mi memoria, mis ojos y mis manos, los brazos que mantenían a aquella mujer pegada a mí como si fuéramos las dos únicas partes de un todo que no se deja dividir por ningún número.