Hizo una pausa medida, calculada, la primera de una larga serie de interrupciones estratégicas, y la remató con una sonrisa franca, sincera en apariencia.
—¡Oh!, no crea que no comprendo sus argumentos, sus razones... Para alguien tan rico como usted, unos cuantos cientos de miles de euros más o menos no tienen importancia, ¿verdad? Usted calcularía que con el ático me iba a quedar satisfecha, y se ha equivocado —entonces improvisó una mirada de asombro, amable todavía—. ¿Qué creía, que los nietos de mi abuelo no hemos estudiado? —y volvió a sonreír—. ¿No le ha contado Sebastián a qué me dedico? ¡No, señor Carrión! Una persona inteligente habría sabido ponerse en mi lugar, anticiparse a mi reacción, y a usted no se le ha ocurrido. Por eso le he dicho al principio que ha hecho usted muchas tonterías para ser un hombre tan brillante, tan astuto. Y yo, modestamente, sí he procurado ponerme en su lugar, analizar esta situación desde su posición, desde sus intereses. Lograrlo no me ha resultado muy difícil y me ha permitido llegar a nuevas conclusiones. Por eso estoy segura de que, después de hablar conmigo, lo que usted pensaría es que la paz y la tranquilidad no tienen precio.
Se detuvo de nuevo, para darle la oportunidad de intervenir, pero él siguió callado, tranquilo, mirándola con la misma expresión, curiosa pero no demasiado atenta, que dedicaría a un objeto exótico encerrado en una vitrina. Eres duro de pelar, se dijo Raquel, pero no se arrugó. Por una parte, ya contaba con eso, y por otra, no tenía nada que perder.
—En eso se volvió a equivocar, pero no dejo de comprenderle, se lo digo en serio. Le comprendo tan bien que quiero proponerle un trato. He venido a ofrecerle su paz, su tranquilidad, las que no quiso venderle mi abuelo. Cómpremelas a mí. Yo soy peor que él, lo reconozco. No soy tan digna, ni tan valiente, pero eso a usted le dará igual, supongo, incluso le reconfortará, porque la admiración no ayuda a hacer negocios... —volvió a mirarle y de nuevo fue incapaz de descifrar su expresión—. Para alguien como yo, una humilde vecina de Tetuán, no va a ser fácil mudarse a la calle Jorge Juan, ¿sabe? En los próximos tiempos, voy a tener muchos gastos. Se lo puede imaginar, muebles, ropa, complementos... Ponerme a la altura de mi casa me va a costar una fortuna, y espero que usted lo comprenda, como yo le he comprendido a usted.
Él escogió aquel momento para empezar a actuar, pero limitó al mínimo su intervención. Antes de abrir los labios, movió una mano en el aire, como si quisiera borrar lo que acababa de oír, y sonrió.
—¿Pretende usted chantajearme, señorita Fernández? —dijo solamente.
—¿Chantajearle? —Raquel abrió mucho los ojos, en sus labios una expresión de inocencia absoluta—. ¡Qué palabra tan fea! —negó con la cabeza y sonrió—. No, por Dios, esto no es un chantaje. Es una transacción comercial de lo más común. Yo poseo algo que usted desea y estoy dispuesta a vendérselo, nada más. He escaneado todos los documentos de los que estuvimos hablando el otro día para que pueda comprobar que no le engaño... —sacó de su maletín un sobre blanco, bastante abultado, y lo dejó encima de la mesa—. La impresora ha ido registrando en todas las hojas la fecha y la hora en la que se realizó cada copia, y las he colocado por orden cronológico —como él no hacía el menor ademán de tocarlo, ella abrió el sobre y fue enseñándole su contenido—. Aquí está todo, ¿ve?, las escrituras de propiedad de los bienes de mis bisabuelos, los poderes que hicieron a su nombre, sus cartas, con todos los besos que fue mandando para los niños, el resguardo de la transferencia que les hizo para despistarles, las cartas del abogado al que contrataron y los documentos que les fue adjuntando... —él le echó un vistazo distraído a cada uno de aquellos papeles, como si no le importaran mucho en realidad—. Todo. Su paz y su tranquilidad. Un millón de euros y serán suyos.
—¿Un millón de euros? —Julio Carrión se echó a reír—. ¿Pero usted se ha vuelto loca? ¿Qué se cree, que seguimos en 1977?
Raquel guardó la calma. Había previsto minuciosamente esa reacción, y se limitó a sonreír.
—Ya sé que antes le he dicho que no le iba a hacer preguntas, pero... Dígame una cosa, señor Carrión, ¿a usted le gusta leer? —le miró con atención, pero él no quiso contestar ni siquiera con un gesto—. Supongo que no, y eso significa que no frecuentará las librerías, ¿verdad? Pues es una pena. Debería hacerlo porque resulta muy interesante, mirar los escaparates, fijarse en las portadas, hojear las novedades a medida que van apareciendo, en fin... A usted, especialmente, le convendría mucho estar al tanto del mercado editorial, porque, además..., no se puede ni imaginar la cantidad de libros que se están publicando ahora mismo en España sobre personas como usted y vidas como la suya. Es increíble, pero no hay más que mirar las portadas, venga brigadistas, venga milicianos, y vengan milicianas también, eso por supuesto. Es un fenómeno muy interesante, y en cierta medida todavía inexplicable, incluso para mí, que soy nieta de rojos, bueno, qué le voy a contar a usted, si conoce de sobra la historia de mi familia... Y no estamos en 1977, desde luego, no hay más que mirar las contraportadas para darse cuenta. En 1977, todo el mundo estaba muerto de miedo. Ahora no.
—Desde luego —asintió él—. Eso es lo que estoy intentando que entienda.
—Ya, pero es usted el que no me entiende a mí. Me temo que estamos hablando de miedos distintos. Por eso le conviene dejarme terminar... ¿Le molesta que fume?
Le apetecía fumar, pero eso era lo de menos. Sacar el tabaco del bolso, escoger un cigarrillo, encenderlo y acercar el cenicero que estaba sobre la mesa, no fueron más que etapas de un pretexto, la condición de una nueva pausa estratégica, cuidadosamente medida y calculada.
—No son sólo los libros, ni las películas, aunque ésa es otra, la cantidad de documentales que se hacen sin parar sobre la guerra, la posguerra, las cárceles, los campos españoles, los franceses, los niños robados a las presas republicanas, los desaparecidos... —y entonces improvisó un amable tono de sorpresa—. De estos últimos temas, nadie se atrevía a hablar en 1977, ¿verdad? A eso me refería, pero es lo de menos, ya se lo he dicho —al llegar a ese punto endureció a la vez su voz y su mirada—. Los jueces están autorizando las exhumaciones de toda la gente a la que los fachas pasearon durante la guerra, y después. Los están desenterrando de las cunetas de las carreteras, los sacan de los pozos, del fondo de los barrancos... ¿Está siguiendo usted ese tema por la prensa? Puede hacerlo incluso por la televisión, porque en los informativos aparecen noticias relacionadas con todo esto de vez en cuando. Figúrese, cómo se sentirán los asesinos, ¿no?, porque muchos están vivos todavía, falangistas, caciques, guardias civiles... Tendrán más o menos su edad, y los habrá hasta más jóvenes, porque en algunas zonas la guerrilla duró casi tanto como la dictadura. Imagíneselos. Estarían en sus casas, jubilados, tan tranquilos, viendo la televisión, y de repente, llega una orden de un juez y, ¡zas!, todo sale a la luz...
Raquel Fernández Perea se lo estaba jugando todo a una carta, y acababa de sacarse de la manga el primer pico. Nada por aquí, nada por allá, y de repente la luz de los focos, los motores en marcha, los micrófonos abiertos, prensa, radio, televisión. Ésa era su única jugada e iba de farol, pero confiaba en que el miedo, un miedo antiguo, cuajado, que había ido fermentando lentamente desde una cálida tarde del mes de mayo de 1977, hiciera su trabajo. La impasibilidad de su contrincante no le permitió adivinar el grado de su acierto, pero al menos no se había echado a reír, no se estaba burlando de ella. Eso la animó a seguir, en el tono blando, compasivo, casi tierno, que más le convenía.
—Y bueno, ya sé que saben que nadie va a ir más allá, que no los van a juzgar ni los van a meter en la cárcel, por supuesto, pero sus hijos, sus amigos, sus vecinos, los compañeros de colegio de sus nietos... —cerró los ojos y movió la cabeza con un gesto de disgusto improvisado—. Menudo panorama, ¿verdad? No es que yo crea que se merezcan otra cosa, pero tampoco debe ser muy agradable. Así que, ya ve, todo cambia y nada permanece, sobre todo en este país. Desde 1977 ha llovido mucho, pero cuando parecía que la historia ya había logrado consolidar el cambio climático, ahora resulta que las borrascas se han vuelto locas —entonces volvió a animarse, a sonreír—. No le voy a engañar, yo estoy encantada. Me parece lo justo, pero sé muy bien que lo justo rara vez sucede en España. Por eso le he dicho desde el principio que le entiendo, entiendo la costumbre de la impunidad. Es razonable que usted no encuentre razones para cambiar de hábitos, pero yo creo que se equivoca, señor Carrión, se lo digo sinceramente. Se equivoca, como se equivocaron todos esos señores que ahora no pueden evitar que sus nietos sepan lo que fueron, criminales, torturadores, secuestradores y asesinos.
Raquel Fernández Perea apagó el cigarrillo en el cenicero y comprobó que su corazón latía a una velocidad frenética. La carta había salido de su manga. Estaba sobre la mesa y no tenía otra. Desde la butaca en la que se encontraba parecía un as, pero no sabía qué aspecto tendría desde el otro lado. Y sin embargo, al mirar a Julio Carrión, creyó encontrarle más pálido.
—Por otro lado, he meditado mucho sobre todo esto, ya se lo he dicho, y un millón de euros me parece un precio razonable, porque... Ya sé que nadie le va a procesar, señor Carrión, por lo menos de momento —volvió a mirarle, volvió a sonreír—. Espero que a estas alturas ya se haya dado cuenta de que no soy tonta. Sé que nadie le va a arrebatar lo que no es suyo, porque una cosa son los partidos políticos y los sindicatos, que como usted sabe sin duda —y recalcó mucho aquella frase— sí están recuperando lo que les robaron, y otra muy distinta los ciudadanos particulares. No crea que no lo sé, eso está claro. Pero si usted no llega a un acuerdo conmigo, se expone a que le ocurran otras cosas, no tan graves como un procesamiento, desde luego, pero muy desagradables en todo caso. Porque yo no soy tan buena como mi abuelo, ya se lo he dicho.
Julio Carrión se aflojó la corbata para poder desabrocharse los dos primeros botones de la camisa. Empezaba a tener mal aspecto, y no podía haber escogido un momento peor para demostrarlo. Eso pensó Raquel mientras sentía que su cuerpo se aflojaba, que su sonrisa se ensanchaba, que su pie se acoplaba con naturalidad al pedal de un acelerador que hacía cada vez más ruido. Entonces, él se desabrochó también el cinturón y ella pisó hasta el fondo.
—Si no llegamos a un acuerdo, es posible que publique estos documentos, ¿sabe? No se figura lo bien que quedarían como apéndice documental en cualquiera de los libros que he mencionado antes, un libro que contaría su historia, señor Carrión, y la historia de su suegra, que entregó al marido de Paloma a los falangistas, en fin...
Se obligó a hacer una pausa con la que no contaba para sujetar sus nervios, y lo consiguió a duras penas. Tenía unas ganas locas de volver a fumar, pero las sujetó a la vez.
—Mi familia conserva fotos bastante buenas de su suegra y de su mujer, Angélica, cuando era niña. Podríamos publicar incluso esa carta tan bonita que Carlos le mandó a Paloma desde la cárcel de Porlier, unos días antes de que lo fusilaran. Y quizás no llegaría a ser un best-seller, pero seguramente se vendería bien, este tema ahora tiene muchísimo éxito, ya se lo he dicho. Yo no ganaría mucho, porque tendría que ir a medias con alguien que supiera contarlo, un escritor o un periodista que figuraría como autor del libro, pero eso sería lo de menos. Ya he ganado bastante con mi piso de Tetuán, así que... Piense un momento en esa posibilidad, señor Carrión. Yo no me haría famosa, pero usted sí —soltó una risita, como si su última frase le hubiera hecho mucha gracia—. Y ya sé que los escándalos son mucho menos graves en las ciudades que en los pueblos pequeños, porque aquí todo se atomiza, todo se diluye, y es probable que sus hijos ya sepan que es usted un delincuente, porque para eso trabajan todos juntos, pero yo me encargaría de que también se hicieran famosas sus empresas.
Al entrar en aquel despacho, no estaba muy segura de que le conviniera llegar tan lejos. Había preparado aquella parte del discurso con tanto cuidado como las demás, pero era consciente de su condición, mucho más frágil, más precaria y arriesgada que las amenazas personales. Estaba dispuesta a aplazarla, a esperar un momento mejor, a reservarla para cuando él estallara, pero Julio Carrión ya tenía muy mala cara, una palidez enfermiza en la piel, y su respiración se había convertido en un jadeo. Raquel no sabía jugar al póquer, pero estaba acostumbrada a tomar decisiones en condiciones difíciles, y a apostar.
—No creo que eso le convenga, sinceramente, porque usted, como todos los grandes constructores, dependerá en gran medida de las inversiones públicas, encargos, créditos, subvenciones, en fin... Si la gente se entera de quién es usted, de cómo se ha hecho rico, se acabaron las autopistas, señor Carrión, se acabaron los ambulatorios y los hospitales, se acabaron los colegios, los institutos, y las licencias para construir viviendas de precio libre a cambio de destinar un porcentaje a vivienda protegida —él no movió un músculo, no dijo nada, no se rió de ella, no recobró la calma, ni siquiera sonrió—. Eso funciona así, ¿verdad? Ningún partido político va a afrontar el desprestigio de seguir haciéndole rico, y si le soy sincera, no creo que ninguna empresa privada se atreva tampoco. ¿Y le parece mucho un millón de euros? He meditado sobre este tema y creo que soy bastante razonable. No pretendo hundirle, ni arruinarle, ni siquiera empobrecerle. Podría haber multiplicado mi precio por cualquier cifra, pero eso le obligaría a dar explicaciones, a desprenderse de algunas propiedades, a hacer un agujero en sus cuentas corrientes que después no le sería posible justificar. Como venganza no estaría mal, desde luego, pero yo no quiero vengarme. Lo único que pretendo es hacer un buen negocio. Y en el fondo, todo es culpa suya, porque nunca habría llegado tan lejos si usted no me hubiera regalado un ático que vale otro tanto antes de saber por dónde respiraba. No creo que reunir un millón en dinero negro le resulte difícil. De lo contrario, yo misma se lo fabrico, no hay problema. Lo hago con mucha frecuencia. Sebastián le habrá contado que soy asesora de inversiones, ¿verdad? Y usted ya es cliente de la entidad para la que trabajo, lo he comprobado en los archivos que utilizo todos los días. Así que bastaría con liquidar sus fondos de una manera adecuada.