El corazón del océano (54 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—Es muy hermosa —dijo.

La india sonrió divertida: aquella mojigata española no se había dado cuenta de que los dos animalitos estaban fornicando.

Desde allí escudriñó el puesto de Alonso. Él no estaba. Lo atendía su patrón. Ana decidió esperarlo.

La india de más edad comenzó a pulir una vasija con un canto rodado. La más joven cogió dos piedras y empezó a frotarlas. Desprendían un polvo rojizo.

—¿Qué haces con esas piedras? —le preguntó Ana.

—Color para pintar las vasijas.

—¿Has visto hoy al mancebo que atiende el puesto de tapices?

—No, hace varios días que no viene.

—¿Se ha ido…?

—No lo sé. Preguntádselo al encargado.

Ana se acercó.

—¿A qué hora volverá el mancebo que trabaja para vos?

—No volverá.

—¿Qué queréis decir?

—Se despidió la semana pasada.

—¿Ha embarcado para Lisboa?

El portugués se encogió de hombros.

—No sé qué habrá hecho.

—¿Cuándo salió el barco de Lisboa?

—Hace dos días.

Ana notó que la pesadumbre caía sobre su corazón como una losa.

—Se ha ido… sin despedirse —murmuró.

—Si no vais a comprar, os agradecería que dejaseis el puesto despejado.

Ana se marchó con la mirada perdida.

—¿Os sucede algo? —le preguntó la india cuando pasó junto a su manta.

A pesar de que se esforzó, no pudo evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Su última ilusión se había truncado, por su simpleza, por no haber sabido discernir el verdadero amor de un capricho de mocedad. ¡Qué necia había sido!

XVI
DÍA DE BODORRIO,
PONTE EL COMPLETORIO
[30]

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Finales de marzo del Año del Señor de 1555

D
oña Mencía era una mujer extraordinaria. Decidida a cumplir con la última misión que le había encargado el Consejo de Indias, se sobrepuso al dolor y asistió al banquete que con motivo de la boda de don Juan y doña Isabel ofrecieron los Goes.

Ana la acompañaba, al igual que sus hijas y el capitán Trejo, su yerno. Gracias a la generosidad del gobernador, iban espléndidamente ataviadas con cartones de pecho, verdugados y chapines. Todos se admiraron al verlas entrar. Doña Mencía llevaba con tal porte la beatilla, sujeta con un simple broche de azabache, que no desmerecía de las damas portuguesas.

Ana, aunque su vestido era más sencillo que el de las hijas de la dama, no estaba por eso menos hermosa. Su estilizado cuello sobresalía de la lechuguilla y el aderezo de perlas que le habían prestado realzaba su peinado. Varios caballeros se volvieron a mirarla. Don Brás hizo intención de arrimarse. Ana, al verlo, entró rápidamente en la estancia contigua para evitar encontrarse con él. Era una habitación espectacular, con tapices riquísimos y una larga mesa con los manjares del banquete ya preparados. Estaba vacía y la joven, viéndose sola, se aprestó a salir por donde había entrado. Pero el hacendado la había seguido y la esperaba en la puerta.

—¡No tengáis tanta prisa, Ana de Rojas! —dijo burlón.

—¡Apartaos o gritaré!

—Señora, me malinterpretáis…

—¡Cómo os atrevéis…!

—¿A qué…? —se acercó tanto que Ana notó como rozaba su cartón de pecho y retrocedió unos pasos.

El hacendado disfrutaba del miedo que le hacía sentir.

—¡Ja, ja, ja! Las damas españolas os sofocáis por naderías… ¡A fe mía que me entiendo mejor con las esclavas!

—¡Quitaos de mi camino!

—Desvariáis, señora.

—¿Por qué me seguís?

—Solo quería presentaros mis respetos y deciros que hoy estáis especialmente hermosa. Es una pena que no aceptarais mi proposición de matrimonio. No os molestaría demasiado… Ya me entendéis.

—¡Antes muerta que casada con vos!

—Es una pena… Os habrían sentado muy bien mis joyas…

—¡Retiraos! ¡Es la última vez que os lo digo!

—¡Dejaos de comedias! Al fin y al cabo no sois tan remilgada como queréis aparentar. Sé que tenéis debilidad por los villanos…, ¡aunque os abandonen!

—¿Qué insinuáis?

—Ese amigo vuestro, con el que estáis amancebada… ¿cómo se llama?

—¡Alonso no es mi amante!

—Bueno, podéis darle el nombre que queráis… Lo cierto es que os ha abandonado.

Ana estaba a punto de llorar. Don Brás, al darse cuenta, cambió el tono de voz.

—Habéis perdido la ocasión de casaros con un hombre como yo para huir con un pobre gañán que os ha dejado por la primera esclava de piel canela que se cruzó en su camino. ¡Ahhh! ¡Son tan hermosas! En fin, la juventud ya se sabe…, siempre más atenta a la lujuria que a la sensatez. —Sacó su pañuelo de encaje y se lo ofreció a Ana—. No lloréis más. Tenéis buenas prendas y encontraréis en Asunción un caballero que os mantenga… y que sea de vuestro agrado, aunque no quiera casarse con vos.

Ana, que jamás se había sentido tan humillada, estalló en sollozos.

—¡Jamás seré la barragana de nadie! ¡Por quién me tomáis!

—¡Ahhh! Tengo una debilidad: no soporto ver sufrir a las mujeres. Y hoy me siento magnánimo. Voy a renovaros mi propuesta.

—¡No os molestéis! ¡No pienso casarme con vos jamás!

—Ni yo con vos, mi querida Ana. Ya no me servís para ese propósito. Intento deciros que todavía estáis a tiempo de venir a mi casa. No en calidad de esposa, pero sí de amiga… muy principal. Es una proposición generosa. Al fin y al cabo estáis en boca de todos; ya no tenéis honra que guardar.

Ana levantó la mano para abofetearlo, pero don Brás la cogió de la muñeca.

—Considerad mi propuesta, mis barraganas viven más regaladas que muchas reinas ¡y con menos obligaciones!

—¡Soltadme!

—Ya cambiaréis de idea —dijo mientras le dejaba la mano libre—. Dios os guarde, señora. —Se alejó con una sonrisa burlona.

Ana regresó a la sala aturdida y buscó a doña Mencía. Charlaba en el extremo opuesto con el gobernador y otro caballero. Echó a correr en su dirección, pero sus altos chapines la hicieron tropezar. Y de no ser porque Tomé de Souza la sostuvo, hubiese caído al suelo.

—¡Ana; una dama no corre de esa manera! —le reprochó doña Mencía—. ¿Estás llorando…?

—Se me ha metido algo en los ojos.

—Disculpadla, señor gobernador.

—No tiene importancia, las jóvenes de nuestros días son muy… impetuosas. Como os iba diciendo, me alegro en extremo de que os hayáis decidido a venir.

—Estoy de luto y si he venido es porque querría pedir un favor a vuestra merced.

—Nunca os he negado nada… que no pudiera perjudicarme, señora. ¿De qué se trata?

—Como sabéis, el Consejo de Indias me ha ordenado volver a San Francisco con mis damas y todos los expedicionarios que quieran acompañarme.

—Es una insensatez, pero me esperaba que lo hicierais.

—Necesitaremos víveres, pólvora, madera, armas, ropas…

—Tendréis que comprarlos.

—Bien sabéis que no tengo dinero.

—El Consejo de Indias se hará responsable de las deudas que contraigáis con esta Capitanía. Solo necesito un documento acreditando el débito.

—Lo firmaré.

—Vos no. Tendrá que hacerlo don Juan de Salazar y Espinosa antes de partir. Él es el tesorero mayor.

—Ya no.

—Firmadlo, pues, vos.

—Sois generoso… y astuto.

—Y vos una mujer admirable. Siento que hayamos discutido por vuestra… obcecación en defender a los indios.

Mencía sonrió.

—Sabéis que tengo razón.

—Me nombraron gobernador para sacar provecho de estas tierras. Si hubieseis llegado a gobernar en Asunción, habríais tenido que someter a los indios y obligarlos a trabajar como he hecho yo. En esta parte de las Indias no hay oro ni plata, sino las riquezas que da la tierra.

Mencía bajó la vista, consciente de que tenía razón.

—Partiremos en cuanto esté todo listo.

—Escuchad este consejo, señora, no del gobernador sino del amigo: olvidaos de San Francisco e id directamente a Asunción.

—Os conviene que así lo haga, ¿verdad?

—Sois libre de ir a donde os plazca. Pero San Francisco es un lugar muy peligroso. Los tupíes os cercarán en cuanto descubran que os habéis instalado allí. ¡Y terminarán por aniquilaros!

—Tengo entendido que los tupíes son vuestros aliados.

El gobernador sonrió.

—Son muy belicosos; si les dais oportunidad, acabarán con vuestra expedición.

—Y vos habríais ganado.

—No quiero ganar a costa de la vida de tantas mujeres. Os aprecio, señora, y sentiría mucho que…

—Lo que suceda será voluntad del Señor.

—Sin duda, pero no está de más hacer lo posible para que sus designios nos sean favorables. Lo que quiero decir es que es una temeridad que os quedéis en San Francisco mucho tiempo.

—El Consejo de Indias ha prometido enviarnos dos naos para que nos trasladen de San Francisco a Asunción. En los barcos viajarán también hombres armados para defender el fuerte.

—¡No llegarán a tiempo! Marchaos con don Juan y doña Isabel por el camino de la selva.

—La decisión ya está tomada: refundaré la colonia de San Francisco y esperaré a que lleguen los refuerzos.

El gobernador suspiró.

—Si insistís, llevad cuanto menos a Antonio Díaz.

—¿Quién es?

—Un mestizo que conoce bien las picadas de la selva. ¡Y a los indios! Os será muy útil. Hacedme caso y lleváoslo. ¡Os lo ruego!

—¿Es cristiano ese mestizo?

—Eso dice.

—Entonces, vendrá con nosotros.

—No puedo hacer más por vos. Pero insisto: es una locura mantener una colonia en San Francisco con tan pocos medios.

Pese a los funestos augurios del gobernador, doña Mencía no se arredró. Con sus cincuenta y dos damas, la dueña y los hombres que escogieron acompañarla, se dirigió dos meses después a San Francisco.

XVII
REGRESO A SAN FRANCISCO

San Francisco. Costa de Brasil. De mayo a septiembre del Año del Señor de 1555

N
ada más regresar al fuerte de San Francisco, que habían abandonado hacía más de dos años, los expedicionarios dedicaron todas sus energías a reforzar la empalizada. Clavaron troncos de árboles muy juntos sin dejar ningún resquicio.

Cuando acabaron esta dura tarea, construyeron nuevos bohíos, pues los que quedaban de su estancia anterior estaban deteriorados por las inclemencias del tiempo y algunos calcinados por los indios.

Las mujeres se encargaron de procurar alimentos. Plantaron pequeños huertos con las semillas que les había proporcionado el gobernador Tomé de Souza. Mientras crecían, iban cada día a recoger tubérculos y frutos silvestres en los claros de la selva. También a pescar y mariscar.

Estaban tan ocupadas en estas tareas que al final de la jornada, nada más acomodarse en la hamaca, caían dormidas de agotamiento. Habían adoptado la costumbre de dormir en hamacas porque, en la selva, estas tenían muchas ventajas con respecto a los lechos: mantenían a los durmientes alejados del suelo, previniendo así las mordeduras de alimañas, y durante el día podían descolgarse para que no ocuparan espacio.

Una mañana Ana se miró en el espejo, el único objeto superfluo que conservaba de Santos.

Vio que había envejecido. Había perdido parte de su frescura juvenil y su cara se había vuelto más angulosa. Era normal. Ya tenía veinte años. En Medellín sería una solterona. ¿Le hubiera seguido gustando a Alonso? Seguramente, sí. No era su físico lo que más le interesaba —suspiró—. Ya no volvería a verlo. Era inútil seguir pensando en él.

—No hace falta que te mires tanto, que te vas a gastar —le dijo Julia por encima del hombro—. Sigues siendo hermosa.

—¿Te da envidia? —terció Rosa.

—Si a mí me hubiesen propuesto una boda con el hombre más rico de Brasil…

—Tú también eres hermosa, Julia. —Ana intentó consolar a su vieja enemiga.

—Me faltan tres dientes y casi tengo veintitrés años. Tú que lees tantos libros, ¿crees que algún caballero de Asunción se fijará en mí?

—Por supuesto.

—No me engañes, Ana. Tú, no —suspiró—. Nada es como nos habían contado. Nos estamos dejando la juventud, la vida en el camino. Ni siquiera estoy segura de que lleguemos a Asunción.

—¡Claro que sí! —exclamó Rosa—. El barco que nos llevará no tardará en venir. Me casaré con un hidalgo gallardo, tendré muchos hijos ¡y viviré muchos años!

—¡Ojalá pudiera yo pensar lo mismo!

Ana vio que a Julia se le saltaban las lágrimas y la abra/ó.

—¡Vamos! Tú siempre has sido una mujer arrojada y valiente, no te vengas ahora abajo.

—Se me pasará. —Se secó las lágrimas—. Quisiera pedirte un favor, Ana. Llevo mucho tiempo pensándolo.

—¿Qué, Julia?

—Enséñame a leer.

—A tu madre no le gustaría.

—Mi madre y la tuya solo se dedicaban a chismorrear en el estrado. Pero leer es útil, y más aquí. Si llego a tener hijas, quiero que también ellas lean.

—¡Me parece muy bien! Sacaremos tiempo para bajar todos los días a la playa y dedicaremos una hora a escribir sobre la arena.

—¿Me enseñas también a mí? —preguntó Trini, una de las más jóvenes—. Cuando lleguemos a Asunción, quiero ser capaz de leer libros.

La bahía de San Francisco era un lugar de belleza deslumbrante. La vegetación, fresca y jugosa, llegaba al mismo borde del mar. Pese a los muchos quehaceres, el primer mes resultó tan agradable y tranquilo que los expedicionarios comenzaron a pensar que no era descabellado quedarse.

—Si resistimos aquí —comentó un día Hernando de Trejo—, este asentamiento se convertirá pronto en una ciudad próspera, que condiciones no le faltan.

La Adelantada sonrió, conocedora de la ambición de su yerno.

—¿Pensáis pedir el nombramiento de alguacil mayor de San Francisco, Hernando?

—El Consejo de Indias me lo debe; como esposo de vuestra hija me hubiera correspondido ese cargo en Asunción. Ayer he releído la Capitulación otorgada a vuestro difunto esposo…

—No imaginaba que le tuvierais tanta afición a los documentos oficiales.

Hernando asintió antes de continuar.

—La Capitulación dice que, como marido de vuestra hija, tengo derecho a solicitar la alcaldía de las ciudades que fundemos. Y no cabe duda de que hemos fundado esta. ¡Por dos veces!

Mencía se preguntó si no habría sido el interés lo que le había llevado a casarse con su hija.

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