Este primer choque entre el capitán y la Adelantada se resolvió con la siguiente disposición, que la misma Mencía comunicó a las mareadas muchachas:
—El capitán ha ordenado que las mujeres, siempre que abandonen el camarote, deberán ir cubiertas con una capa que las tape hasta los pies.
A eso de las tres de la madrugada la mar se calmó y las viajeras pudieron dormir, por fin, a pierna suelta.
Antes del alba, el oficial de guardia recorría la cubierta pateando con entusiasmo los traseros de los agraciados con el siguiente turno de trabajo.
—¡Despertad, gandules, que ha llegado vuestro turno! —les gritaba a los agotados tripulantes—. ¡Poneos en pie de una vez!
Aunque se organizó un guirigay de juramentos y blasfemias, Alonso era incapaz de levantarse. Algo extraño le estaba sucediendo, pues no lograba recordar dónde estaba, ni quién era, ni siquiera salir del sopor. Sintió que su cuerpo se despegaba del suelo. ¡Podía volar! Extendió los brazos como si fuera un pájaro. En vez de elevarse, comenzó a descender hasta que el choque de su cuerpo contra las frías aguas del océano lo despertó. Abrió los ojos y vio solo oscuridad, una oscuridad impenetrable. ¿Por qué no podía salir de aquella pesadilla? Notó que le faltaba el aire e inspiró con todas sus fuerzas. La boca y la nariz se le llenaron de agua salada. Por fin, en su mente se hizo la luz. ¡Estaba hundiéndose en el mar! Pataleó con ímpetu para subir a la superficie. Alumbrado por la tenue claridad de las linternas del barco, se vio en mitad de aquel océano negro e inmenso. Le sobrevino tal ataque de pánico que comenzó a temblar. ¡Lo habían tirado al agua! ¡Habían tratado de asesinarlo! Buscó la silueta de la nao a fin de calcular a qué distancia se encontraba. Estaría a unos cincuenta pies. Aunque fuera un imposible, tenía que alcanzarla. Si no lo hacía, aquel inmenso océano oscuro se lo tragaría para siempre. Nadó con todas sus fuerzas. Cuando por fin dio alcance al buque, estaba extenuado. Trató de gritar, pero fue incapaz de articular sonido alguno.
Tenía que tranquilizarse. Tragó saliva y con ella un buche de agua de mar que le produjo unas arcadas tremendas. Tras vomitar, su garganta se relajó y notó que volvía a tener voz.
—So-co-rro —musitó—. ¡Socorro! —repitió un instante después a plena voz—. ¡Socorro! ¡Socorro!
Por fin, oyó la voz aguda de un paje que gritaba:
—¡Hombre al aguaaa!
—¡Aahh del barco! ¡Socorredme!
—¡Alonso! ¿Dónde estás? —El joven reconoció la voz de Afeitarratas.
—¡En el agua! ¡Me he caído por estribor!
—Procura no separarte del buque mientras buscamos un cabo para echártelo.
Afeitarratas tardó apenas un par de minutos —que a Alonso se le hicieron eternos— en soltar el cabo por la borda.
—¡Agárralo!
Pero era difícil hacerlo en la oscuridad y a Alonso se le escapó.
Troceamierdas se asomó por la borda con una linterna encendida y buscó a Alonso.
—¡Nada más deprisa, que te quedas atrás! —le gritó Afeitarratas.
—¡Ponle más brío o te perderás! —añadió Troceamierdas.
Al ver la luz, Alonso comprobó lo rezagado que se había quedado. Calculó que el buque se encontraba a unos cien pies de distancia.
—¡No pierdas de vista la luz por nada del mundo! —oyó gritar a Troceamierdas.
Le invadió un cansancio infinito. Y la desesperanza. Convencido de que nunca alcanzaría el barco, tomó la decisión de dejarse hundir. No soportaría la agonía de flotar en el océano hasta morir de hambre o agotamiento. Era mejor acabar de una vez. Dejó que su cuerpo se sumergiese lentamente. Su vida recorrió su memoria con rapidez infinita. El rostro de su madre, que tanto le costaba recordar, apareció nítido en su recuerdo. Y también el de todos los que lo ayudaron: su abuela, el padre Xoán, Di, Andrés, el rector… ¿Se tropezaría con ellos en la otra vida? De pronto, le embargó un terror oscuro. ¿Y si no había otra vida? ¿Y si los hombres fuesen como las hormigas, seres de los que ningún Dios se ocupa? Justo antes de morir, flaqueaba su fe; no, no podía dejarse llevar por tales pensamientos. Notó una opresión terrible. El pecho le estallaba por falta de aire. El deseo infinito de respirar fue más fuerte que su decisión de morir. Pataleó para volver a la superficie y luchar por su vida. Cuando asomó la cabeza fuera del agua, oyó gritar a Afeitarratas:
—¡Hemos disminuido la velocidad! ¡Podrás alcanzarnos si pones empeño! ¡No pierdas el ánimo! —Movía la linterna de un lado a otro para indicarle su posición—. ¡Echa el resto, que siempre quedan energías!
Alonso nadó con bríos insospechados. La distancia se reducía. Cuando logró tocar el casco, sintió un golpe en la cabeza. Era una nueva cuerda, que acababan de echarle desde arriba. La agarró con ansia y gritó:
—¡Ya tengo el cabo!
—¡Átatelo a la cintura, que vamos a izarte! —respondió Afeitarratas.
Lo subieron a bordo justo a tiempo de oír la última estrofa de la cantinela del alba que el grumete de las horas entonaba con voz melodiosa:
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía…
Se quedó en el suelo de cubierta, extenuado, mientras la tripulación rezaba el padrenuestro y el avemaría con los que empezaba cada jornada.
Una vez acabadas las oraciones, fray Fernández Carrillo se arrodilló junto a él, farol en mano, y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Estás bien?
Una arcada le impidió contestar. Sentía el océano entero dentro de su estómago.
Troceamierdas se lo apretó para hacerle vomitar toda el agua que le quedaba dentro. Tras hacerlo, se sintió algo mejor.
—No podía dormir y estaba casualmente en cubierta cuando oí un chasquido en el agua. No podía imaginar que habías sido tú —dijo fray Fernández Carrillo visiblemente emocionado—. ¡Alabado sea el Señor, que te ha sacado con vida de este trance, hijo mío! —Les hizo una seña con la mano a Afeitarratas y Troceamierdas para que se alejaran—. Vamos a rezar un padrenuestro para agradecer a Dios Nuestro Señor que te haya dejado entre nosotros.
Alonso farfulló el padrenuestro, pero a la mitad las arcadas volvieron y tuvo que interrumpirlo.
Acabado el rezo, vomitó por última vez, mientras el fraile lo sujetaba por la frente.
El oficial de guardia se acercó.
—En la próxima cena no trasiegues tanto vino, grumete, que estás en una nave, no en una taberna.
—No estaba borracho, señor. Solo bebí medio vaso en la cena.
—Este mancebo dice la verdad. Doy fe de que apenas probó el vino —corroboró el fraile.
Alonso se lo agradeció con una mirada.
El oficial se encogió de hombros.
—Entonces no me explico cómo te has caído.
—Alguien me empujó.
—¿Tienes enemigos a bordo?
—No, señor.
—¿Entonces?
Tras un instante de vacilación, Alonso contestó:
—Supongo que… salté yo mismo.
—He oído hablar de gente que camina en sueños. Bien, tienes permiso para descansar un rato, a fin de que se te pase el sobresalto. Y procura que alguien vigile tu sueño. Ya hemos perdido mucho tiempo por tu culpa.
—Lo lamento, señor.
Fray Carrillo le sonrió. Sus facciones correctas y delicadas le recordaron a Alonso las imágenes de los santos.
—Estás empapado; te traeré mi manta y una camisa para que te cambies —le dijo y se fue a buscarla.
—¡Todo el mundo a sus puestos! —gritó el piloto mayor.
Los marineros que rodeaban a Alonso se dispersaron.
El joven se preguntó cuál de ellos lo habría drogado y arrojado al mar. Porque la alucinación de que podía volar y el cansancio que sintió en el agua se debían, sin duda, al efecto de algún narcótico. Los más sospechosos le parecían Afeitarratas y Troceamierdas, que habían insistido en que colocase su manta entre las de ellos. Pero, entonces, ¿por qué pusieron tanto empeño en sacarlo después del agua? No tenía explicación…, a menos que fuese una argucia para ganarse su confianza.
Unos pasos apresurados interrumpieron sus cavilaciones. Era maese Pedro.
—Me han contado que te has caído al agua, Alonso. ¡Dios bendito, has perdido la color! ¡Qué mala cara tienes!
Alonso, al mirarlo, decidió que su consternación no podía ser fingida. Y sentía una necesidad desesperada de confiar en alguien.
—Me han empujado —musitó.
—;De verdad?
Fray Carrillo, que regresaba con la manta y la camisa, lo interrumpió.
—Quítate esa ropa mojada antes de que te resfríes.
—Y luego ven a dormir junto al fogón, que acabo de encenderlo —añadió el cocinero.
—No pienso hacerlo a menos que veléis mi sueño.
—Alonso, hijo —terció el fraile—, comprendo que estés impresionado por el accidente pero…
—Padre, no fue un accidente, ¡han querido matarme!
El fraile palideció.
—Eso es… absurdo.
—¡Estoy seguro, fray Juan!
El fraile titubeó; parecía consternado.
—Si te tranquiliza, pediré permiso al capitán para que duermas a mi lado, Alonso.
—Será mejor que se venga conmigo —intervino maese Pedro—. Vos, padre Juan, dormís entre los oficiales y la tripulación no vería con buenos ojos que un grumete se ajunte a vuestras mercedes. Pero ya habrá tiempo de ocuparnos de eso.
Entre el cocinero y el fraile ayudaron a Alonso a desvestirse y a ponerse la camisa seca. Inmediatamente después, el religioso recogió del suelo la ropa mojada que Alonso acababa de quitarse.
—Me la llevaré para ponerla a secar —le dijo.
La humildad de fray Carrillo, que no tenía inconveniente en recoger la ropa de un simple grumete, impresionó al joven.
Maese Pedro lo acomodó cerca del fogón y lo tapó con unos sacos para que entrara en calor. Alonso se durmió enseguida.
Media hora después, el cocinero lo zarandeó:
—¡Espabila, muchacho, o te quedarás sin desayuno! —Señaló la larga fila de marineros que esperaba el reparto de la primera comida del día—. Hoy, por ser el primer día a bordo, he hecho un guiso. Pero a partir de mañana solo habrá comida caliente a mediodía. ¡Date prisa!
—Antes voy a recoger mis cosas.
El hatillo estaba donde lo había dejado la noche anterior. Lo abrió. Había colocado el cuenco y el vaso de madera encima, para tenerlos a mano a la hora del desayuno, y ahora estaban abajo. Alguien había registrado sus cosas.
«Además de matarme, buscaban apoderarse de la lista. Ignoran que la perdí», pensó.
Era el último de la fila y, cuando le llegó el turno, se había acabado el guiso. Pero maese Pedro le hizo una seña para que esperara. Cuando los marineros se dispersaron, sacó de un barril una hogaza de pan envuelta en un paño, cortó una enorme rebanada y puso encima de ella un buen pedazo de queso.
—Saborea bien el pan, Alonso, que cuando se acabe no tendremos ocasión de comerlo tan a menudo; la mayoría de los días tendremos que conformarnos con bizcochos secos.
—No tengo mucho apetito —musitó el joven. Y se sentó junto a la borda, alejado de los demás marineros.
El padre Juan Fernández Carrillo se acercó y se sentó a su lado.
—¿Te has repuesto ya, mancebo?
—Del chapuzón, sí. Aunque me duele todo el cuerpo, como si lo tuviera acorchado.
—Eso son agujetas de nadar y del trabajo… Los marineros dicen que el segundo día a bordo siempre es el peor.
—No sé si seré capaz de sobrevivir al tercero, padre.
—¡Bah! ¡Pide a Dios Nuestro Señor que no te mande todo lo que eres capaz de soportar! —Le obsequió con una sonrisa luminosa y se alejó.
Maese Pedro se sentó a almorzar junto a él y le dio una de las cebollas que se disponía a consumir.
—Toma, para que te repongas. ¿Estás seguro de que te empujaron?
—Sí.
—¿Quién querría deshacerse de ti?
Alonso se encogió de hombros. No era prudente que hablase a nadie de la lista.
—No lo sé —contestó.
Después de un momento de silencio, el cocinero dijo:
—Necesito un ayudante, el que contrataron se quedó en tierra porque le dieron fiebres a causa de unos humores, y he pensado, si te parece bien, pedirle al contramaestre que te asigne a mi servicio.
—¡Oh! ¡Gracias, maese Pedro! —El oficio de ayudante del despensero le parecía más fácil que el de grumete. Y también se sentiría más seguro. Tras haber averiguado que no llevaba la lista, quizá lo dejaran en paz, pero nunca se sabía.
En esto, vieron que doña Mencía lanzaba al mar un cubo sujeto a una cuerda.
—Ayer se molestó mucho cuando, por orden del capitán, llevé a primera hora de la mañana un barrilillo de agua dulce al castillo de popa —le explicó el cocinero.
—¿Con qué fin?
—Para que las damitas se asearan. El agua salada aja la piel y no hay nada en el mundo que les preocupe más que su cutis. Doña Mencía fue a ver al capitán Salazar y le dijo: «No permitiré que en este barco se desperdicie una sola gota de agua dul…».
Unas fuertes risotadas lo interrumpieron. Los marineros se estaban agrupando en torno a tres sillas muy rudimentarias que había en la proa y que sobresalían sobre el agua.
—¿De qué se ríen? —le preguntó Alonso al cocinero.
—Es tradición en el
San Miguel
que la tripulación jalee la primera evacuación de los mandos a bordo. Lo que suele ocurrir a la mañana siguiente de zarpar, o sea, hoy.
—¿Os referís a la evacuación… de los intestinos? —Alonso no podía creerlo.