Al oír los gritos, los expedicionarios echaron a correr con toda su alma. No podían hacer otra cosa, pues eran muy pocos para defenderse con éxito de los indios.
Ana corrió con ciega desesperación, sin mirar quién quedaba atrás. Después de media hora, estaba tan fatigada que no podía más. Tenía un dolor horrible en la pierna, que se había resentido por la carrera. Entonces tropezó y cayó al suelo. Se quedó quieta a esperar que los indios la alcanzasen y que todo acabase de una vez. Morir de un flechazo era más dulce que perseverar en aquel viaje lleno de suplicios.
Pero Menciíta tiró de ella.
—¡No puedo más! ¡Déjame!
—Los indios también deben de estar cansados, ¡no te rindas!
Se puso en pie y siguió al resto del grupo en su enloquecida carrera.
Por fin, muy maltrechos, llegaron a una pared rocosa. Una vez allí, se parapetaron como pudieron tras unas piedras para hacer frente a sus perseguidores.
Los esperaron con las armas preparadas. En cuanto aparecieron, Hernando de Trejo ordenó a sus hombres que tiraran todos a un tiempo.
Cayeron muertos varios indios. El estruendo de las armas de fuego asustó a los restantes, que huyeron en desbandada.
Los expedicionarios, temiendo que se reagruparan, continuaron la marcha sin tomar aliento ni mirar atrás.
Dos horas después, al ver que no los perseguían, se pararon a hacer recuento.
La Adelantada cogió a su nieto y lo cubrió de besos.
—¿Está bien? ¿No tiene ninguna herida?
—No, madre, tranquilizaos.
—¡Hemos perdido a cinco mujeres y ocho hombres! —gritó Díaz.
—¡Dios mío, cuántos! —gimió doña Mencía.
Fray Bernardo, al que dos hombres habían arrastrado casi en vilo, se acercó a consolarla.
—Ha sido voluntad del Señor —dijo, contrito y sin aliento.
La Adelantada dio un grito:
—¡Sancha! ¿Dónde está Sancha?
—Señora, las parihuelas se rompieron durante la carrera y cayó al suelo —explicó uno de los hombres que la llevaban.
—¡Tenemos que volver!
—¡Eso es una locura, Mencía! —repuso Trejo.
—No podemos abandonarlos en manos de esos salvajes. ¿Qué harán con las mujeres?
—El destino de los hombres será peor —murmuró Díaz.
—Señora, mis hombres y yo estamos dispuestos a morir si fuera preciso. Pero no podemos arriesgar la vida del resto de las mujeres ni la de mi hijo. ¡Debemos proseguir!
Mencía se tapó la cara con las manos y rompió a llorar desconsoladamente. Aquellas muertes caían sobre su conciencia como una losa.
—Sancha me crio, me tuvo en sus brazos —masculló entre sollozos.
Díaz se acercó y le musitó:
—Vuestro yerno tiene razón. Varias mujeres han sido alcanzadas por las flechas; aunque hubieran sobrevivido, nos sería imposible cargar con ellas por la selva. No tienen salvación. Lo mismo vale para los hombres.
Doña Mencía se secó las lágrimas y dijo con voz firme:
—¡Adelante! Reanudemos la marcha.
En el siguiente tramo del viaje, tres jóvenes más perecieron víctimas del agotamiento, las fiebres, las heridas infectadas y las picaduras de serpientes o de otras alimañas.
Cuando enterraron a la tercera, la Adelantada, muy afectada, se arrodilló ante el túmulo y lloró amargamente.
—¡Señor, os ruego que no me arrebatéis a ninguna otra! ¡Dadme fuerzas para llevarlas sanas y salvas a Asunción! Cuando lleguemos, mi misión en el Nuevo Mundo habrá terminado —su voz se quebró al añadir—: ¡Disponed entonces de mi vida a cambio de la suya!
La súplica de la Adelantada fue escuchada en parte: si bien ninguna otra joven murió en ese tramo del viaje, fray Bernardo, su confesor, sucumbió a la fiebre. Y esta pérdida entristeció a los expedicionarios, pues era un hombre íntegro y bondadoso al que admiraban.
Cuando se hallaban al borde de perecer de agotamiento, llegaron a una
táva
o poblado guaraní que Díaz conocía.
—Necesitamos descansar y estos ava
[31]
son pacíficos y amigables —le dijo a doña Mencía—. Esperadme aquí. Yo me adelantaré a negociar con el
Mburubichá
. Le pediré que nos permita descansar y curarnos en su poblado a cambio de unos rescates.
El
Mburubichá
, o jefe del poblado, se apiadó de aquellas mujeres exhaustas y accedió.
Díaz, muy contento, corrió a decírselo a la Adelantada.
—Los ava de este poblado se llaman aguará. Han tenido contacto con españoles y nos han dado permiso para quedarnos hasta que nos repongamos.
—Dios les pague su bondad —replicó la dama.
El poblado, situado en un claro de la selva, era una especie de plaza delimitada por cuatro cabañas comunales muy grandes, construidas con ramas y hojas.
A la entrada de las casas, bajo cañizos que los protegían del sol, los adultos molían grano, trenzaban ramas para hacer cestos y esteras, charlaban o reían mientras los niños jugueteaban a su alrededor.
En la plaza había también infinidad de pequeñas hogueras donde las mujeres cocinaban o hacían tortas. Al pasar por delante de una de las casas comunales, Ana se quedó mirando el interior. Había unas sesenta hamacas. Y utensilios como cestos, arcos, herramientas de piedra o madera y calabazas para el agua.
Al verlos llegar, los aguará dejaron sus tareas —incluso los durmientes se bajaron de las hamacas— y los acompañaron a la vivienda del jefe.
Eran armoniosos y robustos, de constitución maciza, algo más bajos que los españoles. Tenían el pelo oscuro, muy abundante, el rostro redondo y los ojos pequeños pero muy expresivos.
Las mujeres los saludaron poniéndose en fila. Ana les sonrió para devolverles el saludo.
El
Mburubichá
o jefe del poblado los recibió a la puerta de su gran cabaña acompañado del
Karaí
[32]
. El jefe llevaba en la cabeza, con mucha dignidad, un penacho de plumas de colores tan hermosos que causó la admiración de Ana.
Doña Mencía le hizo una reverencia y sus damas la imitaron.
—El
Mburubichá
me pregunta si habláis el
avañe-é
—tradujo Díaz.
—¿Y eso qué es?
—
Avañe-é
significa «lengua de los humanos».
—Por supuesto que no, nosotros hablamos una lengua cristiana.
—Ya se lo he dicho.
Al ver el aspecto fatigado de las mujeres, el
Mbumbichá
les indicó con un gesto que se sentaran y ordenó que les repartiesen unas calabacillas con un líquido desconocido.
Díaz notó la reticencia de las damas y les explicó:
—Es un cocimiento de
caaiguá
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una hierba muy buena para levantar el ánimo.
Ana probó un sorbo y, aunque le supo raro, se bebió la calabacilla entera, como vio hacer a doña Mencía, pues comprendió que era una cuestión de cortesía hacerlo así para agradar al
Mbumbichá
.
Al cabo de un rato, su ánimo mejoró y hubo de reconocer que aquella infusión le había sentado bien.
El
Mbumbichá
volvió a hablar y doña Mencía le pidió a Díaz que lo tradujese.
—Ha ordenado al
paye
del poblado que os cure inmediatamente las picaduras de insectos y las heridas infectadas.
—¿Qué es un
paye
?
—Un curandero.
—Nuestro cirujano ya lo ha intentado sin éxito.
—Señora, el
paye
es un hombre sabio que conoce muchas hierbas de la selva y seguro que tiene mejores remedios.
Doña Mencía, temerosa de que el tal
paye
ofendiera el pudor de sus damas, pidió que fueran las mujeres del poblado quienes aplicaran los remedios. El
Mburubichá
accedió y, tras hacerlas desnudarse, las indias les restregaron la piel con un preparado de savia de color blanco que había hecho el
paye
. Al rato, las jóvenes se sintieron bastante aliviadas de sus heridas y picaduras.
Esa tarde, el
Mburubichá
le dijo a Díaz que había mandado colgar hamacas en su cabaña, que era la más grande, para que las mujeres pudiesen descansar, pues parecían agotadas. La Adelantada, que entró la primera, se quedó lívida al ver a una pareja solazándose desnuda. Y empujó a sus mujeres hacia afuera, mientras gritaba:
—¡Atrás! ¡Tapaos los ojos!
Díaz, al oír los gritos, echó a correr hasta la puerta de la cabaña.
—¿Qué sucede?
—¡Decidle al
Mburubichá
que nos vamos!
—¿Por qué, señora? Si no descansamos, pereceremos.
—¡Es preferible morir a perder la honra!
—¿Os han atacado…? Los ava son pacíficos y respetan a las mujeres; nunca han hecho nada parecido…
—¡No es eso! Se han puesto a fornicar delante de nosotras ¡como auténticos animales! ¡A la vista de sus propios niños!
Díaz tragó aire para contener la risa.
—Señora, para los ava eso… es natural.
—¡Diles que es un grave pecado!
—Los ava son amables, generosos y buenos, pero… paganos.
—¡La lujuria en la que viven arruina su bondad! Una de las primeras cosas que haré al llegar a Asunción será enviar unos frailes para que prediquen la palabra de Dios Nuestro Señor y rescaten del infierno las almas de estos indios.
—Es muy loable, señora. Aunque ellos… quizá no lo… comprendan.
—¡Decidles que dejen de… holgarse en nuestra presencia!
—Se ofenderán.
—¡Haced lo que os ordeno!
Ana presenció las carcajadas incontenibles que la petición de Díaz despertó en el
Mburubichá
y los hombres y mujeres que lo rodeaban.
—¿Qué os ha respondido el
Mburubichá
? —le preguntó doña Mencía al intérprete.
—Lo tomó a broma.
—¡Es increíble! —masculló la dama.
Díaz se encogió de hombros.
—Cuanto más intentaba explicarle yo que no os gusta el… fornicio, más se reía él.
—¡Dios lo perdone!
—Lo único que se me ocurrió —prosiguió Díaz— fue proponerle que nos cediese una de las cabañas para alojar a las mujeres a cambio de más rescates.
—No nos quedan.
—Las damas tienen espejos y es lo que más les gusta.
—¿Aceptó…?
—Sí. Preguntó qué clase de enfermedad tenéis.
—¿Enfermedad?
—Les parece extraño que las mujeres duerman separadas de los hombres si no están enfermas. Les di a entender que teníais que practicar ritos secretos para purificaros.
—¡Válgame el cielo! ¿De verdad le habéis dado a entender que hacemos brujería?
—No se me ocurrió otra cosa mejor. El caso es que accedieron a desalojar el bohío de menor tamaño para que podáis habitarlo con vuestras damas.
—¡Alabado sea el Señor!
Las jóvenes tardaron poco en recuperar la salud, pues en el poblado disponían de buenos alimentos y frutos, cuyo sabor al principio les extrañaba, pero que terminaron por gustarles. Como les sucedió con el
avakachi
; aunque tenía una piel fea, llena de escamas, la pulpa amarilla de su interior era deliciosa.
—Los españoles llaman «piña» a los
avakachi
—les dijo Díaz—. Dicen que su piel se parece a las piñas de España.
Una de las cosas que más sorprendió a Ana es que los aguará no tenían nada propio. La propiedad era comunal o
tupambaé
y solo los objetos de uso personal eran de propiedad privada o
abambaí
. También compartían el trabajo y las tareas cotidianas. Las mujeres se encargaban de pequeñas plantaciones donde cultivaban, entre otras cosas,
avati
o maíz.
Las aguará enseñaron a Menciíta y a Ana a hacer tortas de harina de
avati
, que cocinaban sobre una piedra caliente y consumían de inmediato.
—¡Qué tiernas! ¡Recién hechas son más ricas que el pan! —exclamó Menciíta.
—Ya en Sevilla un marinero me dijo que las tortas de maíz eran deliciosas, pero entonces pensé que exageraba —dijo Ana.
Aunque a veces usaban túnicas, los indios solían ir prácticamente desnudos. Usaban tan solo un taparrabos para cubrirse las vergüenzas y se lo quitaban a las primeras de cambio, lo que atormentaba a doña Mencía. Al día siguiente de su llegada, intentó remediarlo. Acompañada de Díaz, fue a ver al
Mburubichá
.
—Dile que ordene a sus hombres que no se desnuden delante de nosotras.
Díaz se resistía:
—Señora… va contra… las normas de cortesía que le digáis al
Mburubichá
lo que tiene que hacer.
—Explícaselo con buenos modos.
—No sé cómo… —masculló Díaz, cada vez más contrariado.
—Diles que su forma de vestir es tan dispar de la nuestra que nos… incomoda.
—Pero…
—¡Haced lo que os digo de una vez, Díaz!
Ana, que estaba cerca, contempló con regocijo los apuros del mestizo para traducir al
Mburubichá
la petición de la dama. Tras varias carcajadas, el
Mburubichá
contestó algo que Díaz se resistía a traducir.
—¿Qué dice…?
El hombre se secó el sudor.
—Creo que será mejor dejar las cosas como están, doña Mencía.
—¿No me da respuesta? —insistió la Adelantada.
—El
Mburubichá
ha dicho que, si os incomoda su forma de vestir por ser dispar a la nuestra, no son ellos los que deben taparse sino nosotros los que debemos destaparnos.
—¡Qué insolencia!
—Ha ordenado a sus hombres que nos quiten la ropa y que nos lleven al río para que nos lavemos porque olemos muy mal, sobre todo las mujeres.
Doña Mencía palideció del espanto.
—Dile que… no nos incomodar en absoluto verlos desnudos… y que ya nos lavaremos mañana. ¡Pero tienen que prometernos no mirar!
La madrugada siguiente, antes de que saliera el sol, las españolas, capitaneadas por doña Mencía, se dirigieron hacia el río.
—Caminad sin hacer ruido para no despertar a los indios. Y cuando lleguemos, ¡no se os ocurra quitaros ninguna ropa! —les advirtió a sus muchachas.
Menciíta fue la primera en meter un pie en el agua.
—¡Está fresquita! —exclamó.
Julia, en cambio, tenía miedo y, tras descalzarse, se quedó en la orilla.
—¿Y si me resbalo y me ahogo?
—Yo te sostendré —se ofreció Rosa.
—No… si seguro que me sienta mal…
—Hay que bañarse o nos obligarán los aguará.
«Adonde hemos ido a parar», pensó Mencía.