Tras evaluar con ojo profesional las vestimentas del capitán y de su acompañante, el maestro se dirigió a un armario con tres cerraduras. Las abrió con las llaves que llevaba al cinto y sacó un paño plegado tres veces. Lo extendió para mostrar su contenido: un lote de anillos de oro exquisitamente trabajados.
—¡Son bellísimos! —exclamó Ana.
El platero le ofreció uno que llevaba engastado un diamante rodeado de perlas.
—Este es digno de una reina, la piedra tiene una talla exquisita.
—Cierto…, pero será muy costoso…, ¿no?
—Una joya debe ir acorde con la belleza de quien la porta. —Puso el anillo en el dedo de Ana y esta enrojeció.
—La hermosura de mi dama deslumbra a cualquier joya —replicó Salazar—. No es preciso tanto dispendio.
El maestro retiró el anillo del dedo de Ana.
—Servirá algo más sencillo —dijo la joven—, pero que sea entrañable. He oído hablar de anillos compuestos por dos o tres aros que, al juntarse, se convierten en uno solo.
—Sí, es sugestivo. Y menos costoso, claro.
El platero sacó del cajón de la mesa un anillo que constaba de tres aros de plata esmaltada en color rojo.
—¿Os gusta este? —le preguntó a Ana.
—Sí.
Introdujo el anillo en su dedo y apretó los aros hasta que sonó un «clic».
—¡Oh! ¡Que original! —exclamó la joven.
—Si os place, puedo grabar un mensaje de amor en la franja interior del anillo.
—¡Sí, sería un detalle muy hermoso! —exclamó Ana.
—Los hacendados más ricos de Santos suelen pedírmelo; regalan muchos anillos como este a sus esclavas.
El capitán Salazar apartó a Ana e hizo ademán de llevar la mano a la espada. El platero empalideció.
—¡Os ruego que me perdonéis, caballero! No tenía la menor intención de ofenderos ni a vos ni a vuestra ilustre dama. —Retrocedió hacia la mesa en la que trabajaban los aprendices.
Ana vio que uno de ellos metía la mano en el cajón y temió que fuera a sacar un arma.
—¡Capitán, cuidado! —gritó.
El capitán desenvainó la espada y se subió de un salto a la mesa.
—¡Tú, bellaco, saca la mano de ese cajón! ¡Y vosotros dos, colocaos de cara a la pared! ¡Pardiez que si alguno se mueve, lo atravieso! —Apoyó sus palabras con varios cintarazos que arrancaron gritos de dolor en el maestro y en los aprendices.
El platero se arrodilló delante de Ana.
—¡Interceded por mí, señora! —suplicó—. ¡Os juro que ni por un instante se me pasó por el magín compararos con una esclava!
—¡El último villano que se atrevió a insultarme está en el infierno! —gritó Salazar con la espada apuntada al maestro.
—¡Controlaos, capitán! ¡Su falta no es tan grave como para que lo matéis! —intervino Ana.
—¡Piedad! ¡No merezco morir!
—Yo le perdono, perdonadle vos también —suplicó la joven interponiéndose entre los dos.
Salazar envainó la espada.
—Sea —dijo.
Afrentado porque aquel infame lo hubiese considerado un pobretón, se llevó la mano a la faltriquera y sacó una piedra de color verde.
—¿Llega con esto para comprar un anillo mejor? —Puso la piedra debajo de la nariz del platero.
Ana se quedó anonadada. ¡Era una esmeralda de gran tamaño!
El maestro arrancó la esmeralda de las manos del capitán y se acercó a la ventana para escudriñarla.
—¡Parece bastante pura! Valdrá unos cien ducados…
—¡Me han dicho que quinientos! —replicó airado el capitán, que nunca había pensado hacer un dispendio tan grande en el anillo de boda.
—Incluso después de pulida nadie os daría más de doscientos. La gente exagera, señor.
El capitán dio un paso hacia él con los ojos encendidos de ira y el platero reculó asustado.
—¡No os alteréis! En agradecimiento a esta dama, os mostraré un anillo de trescientos ducados. —Se guardó la esmeralda y sacó otro de oro con una amatista—. ¿Veis qué hermoso? Hace juego con los ojos de vuestra dama.
El capitán volvió a desenvainar su espada y la clavó encima de la mesa.
—¡Voto al infierno! ¡Maldito embaucador! ¡Daré cuenta de esta estafa a Tomé de Souza! ¡Lo juro!
El platero se deshizo en reverencias.
—¿Conocéis a su excelencia? Habérmelo advertido.
—¿Por qué?
—Tengo en tan alta consideración a su excelencia que estoy dispuesto a perder dinero con tal de complacerlo a él y a sus amigos.
Rápidamente sacó otro anillo del cajón.
—¿Es este de vuestro gusto, señora? —Era un anillo de rubíes engastados en una filigrana de oro y brillantes.
La joven no tuvo tiempo de dar su parecer porque el capitán Salazar cogió el primer anillo que les había mostrado el platero, el del diamante con perlas, el más valioso, que aún seguía sobre el mostrador.
—Este le gustará más.
Una vez fuera de la tienda, le preguntó a Ana:
—¿Te gusta el anillo?
—Sí, es bellísimo. —En realidad estaba desconcertada por la reacción temperamental del capitán.
—¿Y te parece adecuado…?
—Desde luego, yo no podría soñar con uno mejor.
—¡Gracias, Ana! Me has hecho un gran favor al ayudarme a escogerlo.
—De nada —replicó mirándole a los ojos, un poco confundida.
El capitán le besó la mano como si fuera a despedirse, pero retuvo la mano de Ana en la suya y dijo con la mirada baja:
—Tengo algo importante que confesarte… pero no me atrevo…
—¡Decídmelo, capitán!
—Sí, tenéis razón. Ya no sois la niña que conocí en Sevilla, Ana de Rojas.
Había dejado de tutearla y la joven se preguntó por qué.
—Sois una mujer —prosiguió el capitán—. Una mujer hermosa y discreta. Espero que seáis capaz de entender y disculparme…
El corazón de Ana estaba a punto de desbocarse de la emoción.
—No tengo nada que disculparos, capitán —le interrumpió.
Salazar levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Esperad a que os cuente —le costaba expresarse—. Yo le hice creer a don Brás que habías aceptado casarte con él —volvió a tutearla, sin darse cuenta.
Ana sintió como si la hubieran aplastado contra la pared.
—¿Porqué…?
—Quería ganarme su favor. Lo necesitábamos de nuestra parte.
—Me pusisteis en manos de…
—Pensé que no te disgustaría. Viajaste al Nuevo Mundo a casar con un hombre rico y no hay mejor partido en estas tierras que don Brás.
—¡Es repugnante! ¡Cómo fuisteis capaz…!
—Servía a una causa, pensaba que era lícito hacer cualquier cosa por ella.
Ana estalló en sollozos.
—¡Alonso me lo advirtió y no le creí! ¡Arriesgó su vida para salvarme y yo no hice más que insultarlo!
—Está enamorado de ti.
Ana seguía sollozando.
—Lo siento, Ana. Te pido perdón de todo corazón, pero lo más importante era cumplir el mandato del Consejo de Indias.
—¿Cómo pudisteis ponerme en manos de ese canalla, que intentó violentarme? ¡De ese desalmado que mandó a sus perros para que me devoraran!
Las lágrimas cubrían sus mejillas y el capitán le dio su pañuelo.
—¡Cálmate, Ana! Si te ven llorando de esta forma, pensarán que he afrentado tu honor y eso no te conviene…
—¡No os preocupó dejarme a merced de ese malvado y ahora os preocupa mi honor!
—Estoy arrepentido, Ana. ¡Lo juro! Deja de llorar, por amor de Dios…
—¿Por qué lo hicisteis?
—¿Recuerdas lo que hoy ha dicho el padre Juan en el sermón? «Eres polvo y en polvo te convertirás.»
—¿A qué os referís?
—Somos una pequeña parte del todo y nos debemos a él.
—No os entiendo —balbució la muchacha entre sollozos.
—A veces, hay que sacrificar a un inocente.
—¿Y os parece lícito?
—En aquel momento, sí me lo pareció. Pero luego… al ver lo que podría haberte sucedido… Te aprecio mucho, Ana. Y humildemente te pido perdón. ¡Perdóname! —Se dejó caer de rodillas junto a ella.
Los sollozos de la muchacha se interrumpieron y le preguntó con rencor:
—¿Cómo puedo estar segura de que habéis cambiado?
—El amor me ha hecho cambiar.
—¿El amor…?
—Sí. Gracias al amor, me he convertido en un hombre nuevo. Y si el cielo lo permite, deseo redimirme de todos mis pecados. Por eso me he sincerado contigo. Solo necesito tu perdón. ¡Perdóname, Ana, por amor de Dios! ¡No podré vivir sin tu perdón!
—Os perdono.
—¡Gracias! —Se puso en pie. La joven tenía el color de la cera—. Te veo muy turbada. Será mejor que te acompañe a casa.
—Os lo agradezco, don Juan, pero necesito estar sola para pensar —replicó nerviosa. Estaba más confusa que nunca con respecto a las intenciones del capitán. Y, por otro lado, ya nunca podría verlo con los mismos ojos.
Al pasar por delante del puesto de Alonso, él se fijo en sus mejillas húmedas y le preguntó:
—¡Señora Ana! ¿Os ocurre algo?
Se secó las lágrimas antes de volverse a hablar con él.
—No, estoy bien. Tan solo deslumbrada por el sol.
—¿Dónde habéis estado?
—Con el capitán Salazar, escogiendo un anillo de matrimonio.
—¿Os ha pedido que os caséis con él?
—No lo sé… Alonso, tengo que pedirte disculpas. Fue él quien me metió en la trampa. Tenías razón.
—¿Os referís al casamiento con don Brás?
—Sí.
—Está arrepentido, Ana.
—Eso dio a entender, pero…
—Juan de Salazar es un hombre valiente y cabal, aceptadlo.
—Estoy muy confusa… Me ha comprado un anillo con un diamante. El anillo más hermoso que he visto nunca.
—Un anillo con un diamante… ¡Pardiez! Ni en Sevilla se ve tanto boato.
—Lo pagó con una esmeralda… que no sé de dónde habrá sacado.
—De algún negocio con los hacendados, que, por lo visto, han descubierto minas de esmeraldas. Os merecéis ese anillo, Ana. Y también el amor del capitán. Sois la dama más discreta y más hermosa de la expedición. ¡Os felicito!
Ana se arrepintió de haberlo estimado mal. Ni durante el viaje ni durante la estancia en el Nuevo Mundo había tenido un amigo como él. En dos ocasiones estuvo dispuesto a arriesgar su vida por salvarla y nunca le había pedido nada a cambio.
—¿Y tú, qué piensas hacer?
—Quizá regrese a Pontedeume. Aquí no tengo a nadie.
—Yo… seré siempre tu amiga.
—Sí, pero os vais a casar con el capitán y quizá no volvamos a vernos. —Había un deje de tristeza en su voz—. Tomaré el primer barco que salga hacia Lisboa.
—Esta tierra nos ofrece lo que nunca tuvimos en el Mundo Viejo: una oportunidad de cambiar nuestro destino. ¡Quédate!
Alonso negó con la cabeza.
—Vine escapando porque… —vaciló un instante antes de añadir—: Soy un bastardo. —Ana sabía que en España nunca lo hubiera confesado—. Quería enriquecerme para ayudar a mi madre a rehabilitar su nombre. Pero ella ha muerto y ya no me importa… nada. Ha llegado el momento de volver.
—Uno no es responsable de su nacimiento, ni de quiénes son sus padres, tan solo de sus obras.
Alonso la miró sorprendido.
—Habéis cambiado. Vuestros juicios no son los mismos…
—Quizá tenga que ver con que nada de lo que he soñado se ha hecho realidad.
—Ha sido un viaje desgraciado.
—No. Es el Nuevo Mundo, que me ha transformado.
—¿A qué os referís, Ana?
Tardó en responder, como si le costara explicarse.
—Todo lo que creía y pensaba… todo lo que me enseñaron se ha trastocado. Te voy a poner un ejemplo: los portugueses nos han hecho prisioneras, son nuestros rivales, nuestros enemigos. Y, sin embargo, no los odio. Admiro a unos y detesto a otros, del mismo modo que me sucede con los españoles. Aunque sé que nos separan intereses contrarios…
—… Que son los intereses de los reyes de nuestros países, no los nuestros —la interrumpió Alonso.
—A veces, Dios me perdone, pienso que si viviera en la Berbería entre moros o sarracenos tendría los mismos sentimientos.
Alonso se conmovió al recordar el amor que le había unido a Fátima, a sus hermanos y a otros moriscos de Sevilla.
—Yo viví con una familia de moriscos y los amé como si fueran de mi sangre.
—¿No te importó que fueran infieles?
—Entonces, sí. Ahora rezaría con ellos.
La joven lo interrumpió.
—¿Estás insinuando que se puede rezar a cualquier Dios, Alonso?
—Si en verdad Su sabiduría es infinita… no creo que nos juzgue por lo que creamos o decimos creer, sino por nuestras acciones, buenas o malas.
Ana se estremeció.
—¿Es que no crees…?
Alonso se encogió de hombros.
—Sí, aunque a veces dudo. Dios nunca hace patente su existencia, ni ante la injusticia ni ante la desgracia.
—Si no podemos estar seguros de la existencia de Dios, ¿por qué nos guiaremos entonces, Alonso?
—Por nuestra conciencia. Dios preferirá las buenas acciones a los rezos. Que obremos con justicia a que lo alabemos o adoremos.
Ana había tenido alguna vez pensamientos semejantes, pero no se había atrevido a concretarlos en palabras.
—Nunca pensé que fueras tan erudito.
—En Salamanca leí muchos libros y conversé con estudiantes muy instruidos. Entre bromas y juergas decían a veces grandes verdades que me hacían reflexionar.
Ana estaba sobrecogida. Nunca había mantenido una conversación tan enjundiosa.