El corazón del océano (61 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—Con mis años, iba a necesitar mucha dote. —La dueña se puso maternal—. No has cambiado nada desde que eras una niña, Mencía. Siempre gobernando la vida de los demás…

Ana estaba atónita. Que Sancha mudase sus principios era lo último que esperaba.

La dama salió de su estupor y preguntó:

—¿Hablas en serio? ¿De verdad piensas… irte con ese indio?

—Querida Mencía, soy una anciana, tengo casi cincuenta años. Para una vez que encuentro un poco de alegría, no voy a dejarla pasar.

—No puedo creer que te guste vivir entre salvajes.

—¿Por qué no? Es placentero vivir al aire libre, bailar… bañarse…, aunque no todos los días, claro. Ya voy entendiendo su lengua.

—¡Quédate! ¿Has perdido el seso?

—He cambiado. Y tú también deberías cambiar. Volveré a verte cada vez que pase por Asunción. Ahora no quiero hacer esperar más a Katu.

Dio un par de besos a su pupila, abrazó a Ana y se fue.

Mencía sacudió la cabeza.

—Está trastornada —musitó—. Voy a decir a los criados que la detengan.

—No, señora, debéis respetar su voluntad —le dijo Ana.

Mencía la miró. A continuación se asomó a la ventana para ver cómo se alejaba su aya.

El porte y la inteligencia de Ana, amén de su hermosura, despertaban la admiración de muchos caballeros de Asunción, y su mano le fue solicitada a doña Mencía por varios de ellos, sin que Ana aceptara.

—Ya no me queda ningún poder político, hija mía —le dijo un día la dama—, pero debo cumplir, al menos, la promesa que hice a tu padre. La mayoría de tus compañeras han contraído matrimonio con jóvenes influyentes, pero tú no muestras ningún interés.

—No tengo prisa —se calló que esperaba a Alonso.

—El tiempo marchita el rostro de las mujeres. Yo a tu edad tenía ya a mis hijas.

—Me gusta sentirme libre.

—Hemos venido aquí para dar ejemplo.

—Nada es como habíamos imaginado.

La dama suspiró:

—Tienes razón, Ana, pero debes buscar marido. La vida en esta tierra es difícil para una mujer sola. Y no quiero dejarte desamparada si me sucediese algo. Hay varios hidalgos que…

—No estoy enamorada de ninguno.

—Mi matrimonio fue concertado por mis padres y fue de lo más dichoso.

—En el Nuevo Mundo, las mujeres podemos elegir.

—Pues elige a uno de esos caballeros o tendré que hacerlo yo por ti.

Dos días después, Menciíta fue a visitarlas. Entró primero en la estancia de Ana.

—Tengo una noticia que darte: ¡Alonso llegará pronto a Asunción!

El corazón de Ana casi se le salió del pecho.

—¿Cómo lo sabes?

—Salazar se lo dijo a mi marido.

—¡Está vivo! ¡Bendito sea Dios!

—Pero… oí algo más.

—¿Qué?

—Ha hecho un trato con los indios para que le dejen pastar ganado en sus tierras.

—Alonso es persuasivo.

—Ana…, es que…

—¿Qué…?

—Ya sabes que a los indios les gusta emparentar cuando establecen alianzas.

—No…

—Sí, viene con tres indias… Pero eso no es obstáculo en Asunción.

—¡Para mí, sí! ¡Ya tuve bastante con Brás de Cubas!

—Lo siento.

Ana lloró amargamente esa noche. ¿Por qué nada le salía bien? ¡Qué desastre de vida era la suya!

Tres días después, vio a Alonso en el mercado. Quiso evitarlo, pero él fue a su encuentro.

—¡Ana! ¡Me alegro mucho de veros!

Incluso vestido como un indio, se le veía apuesto. Su piel tostada ofrecía un contraste afortunado con sus ojos claros. Ana los recordaba grises, pero ahora tiraban a verde, como si la selva se espejase en ellos.

—Lleváis un hermoso
tupay
.

—Gracias.

Tras un segundo de silencio, añadió:

—Ya estaréis casada, supongo…

—No, pero me casaré… pronto. —Tenía un nudo en la garganta—. ¿Y tú, te has casado?

—No.

—No son esas las noticias que tengo.

—¿Qué os han dicho?

—Que te has amancebado con tres indias.

Guardó silencio.

—¿No es verdad… ?

—Los querandíes me dieron a tres de sus mujeres como prenda de buena voluntad. Pero yo no las he tomado, solo las he traído a Asunción.

—¿Son hermosas?

—Sí, bellas, esbeltas y altas.

—¿Altas?

—Los querandíes tienen incluso más talla que nosotros.

—Salazar dice que son fieros.

Alonso se encogió de hombros.

—Él quiso obligarles a cultivar la tierra para dar de comer a los españoles. Y ellos son cazadores. ¡Y muy buenos! Con tan solo unas piedras atadas a los extremos de una tira de cuero los he visto derribar venados y guanacos.

El rostro de Ana se dulcificó.

—¿Por qué has tardado tanto en venir a Asunción?

—Hice traer ganado vacuno desde España, gracias a un préstamo que me hicieron los dominicos, y tuve que volver a Santos a esperar su llegada. Pienso dedicarme a la cría. En estas tierras los pastos son abundantes.

—Cuando te conocí, soñabas con buscar El Dorado y convertirte en un conquistador.

—Esos sueños han costado demasiada sangre, Ana. Yo aprecio a los indios. Además, en la Capitanía portuguesa me di cuenta de que la mayor riqueza del Nuevo Mundo no está en el oro, sino en la tierra.

—Me alegro de que… estés bien…

Le suplicó con la mirada una palabra de cariño, pero él no reaccionó.

—Supongo que nos veremos… por aquí…

—Supongo que sí, señora.

Alonso se había jurado que jamás volvería a llorar, pero tenía un nudo en la garganta. Si había decidido casarse con otro, ¿por qué lo miraba de esa forma? ¿Por qué no lo dejaba en paz? ¿Acaso no había sufrido ya bastante por su culpa?

—Adiós, señora —dijo con una inclinación de cabeza. Y se fue. Por mucho que la amase, no era para él; tenía que olvidarla.

Mientras lo veía alejarse, Ana, presa del desaliento, se dijo que tenía que impedir que se marchara. Pero él ya no parecía interesado en ella. Quizá hubiese dejado de amarla. Cuando estaba a punto de desaparecer por una de las calles que salían de la plaza, echó a correr tras él. No podía dejarlo escapar; era el único hombre con el que deseaba compartir su vida.

—¡Alonso, Alonso! —gritó—. ¿Quieres casarte conmigo?

Los que estaban en la plaza se volvieron para mirarla, pero no le importó.

La sorpresa lo dejó mudo.

—¿Yo…? —dijo al fin—. Puedes elegir entre los hidalgos más ricos e influyentes de Asunción… —la tuteó con voz temblorosa.

—No me importan los títulos ni las riquezas. ¡Te quiero a ti, Alonso!

—Si algún día regresamos, quizá te arrepientas.

—¡Jamás!

—Nuestros hijos ni siquiera serán hidalgos.

—Serán honrados y decentes, como tú.

Se le echó al cuello y lo besó en los labios. Él correspondió a su beso con tal intensidad que Ana notó que las piernas le desfallecían.

—¡Me quieres! —exclamó a punto de llorar de emoción.

—Nunca quise a ninguna otra.

—¿De verdad?

—Para mí eras tú o nadie, Ana. Pero pensaba que nunca te fijarías en mí; siempre hablabas del capitán Salazar…

—Era un sueño…, como los tuyos de conquistador. —Volvió a abrazarlo y él, sin soltarla, recorrió su pelo con los labios, besándolo a pequeños tramos. Cuando terminó, volvió a besarla en la boca con tal pasión que provocó los aplausos de los transeúntes.

—¡Vítor, vítor! —gritaron algunos, divertidos por la escena.

Doña Mencía se quedó perpleja al oír la noticia.

—Tu padre nunca daría su consentimiento a ese matrimonio.

—¡No me casaré con ningún otro!

La dama se revolvió en su asiento. Era la primera vez que Ana le levantaba la voz. Nunca la había visto tan fuera de sí.

—Le prometí a tu padre que te casaría con alguien noble.

—Alonso es el joven más noble de Asunción.

—Lo sé, pero…

—Estamos en el Nuevo Mundo. Si Alonso poseyese la montaña de plata del Potosí o hubiese encontrado El Dorado o conquistado las tierras de los incas, a nadie le importaría su ascendencia, como no importa la de Pizarro.

La dama se quedó pensativa. Por fin dijo:

—Tendría que haberlo previsto. ¿Os enamorasteis durante la travesía, verdad?

—¿Por qué…?

—No perdíais ocasión de estar juntos, cuchicheando o discutiendo a todas horas. ¿Crees que no me daba cuenta?

Ana recordó que, incluso cuando estaba fascinada por el capitán Salazar, buscaba la compañía de Alonso.

—Sí, supongo que fue en aquel tiempo cuando me enamoré de él, pero… no lo supe hasta hace poco.

La dama sonrió. Pese a su severidad, era capaz de entender el amor. También para ella habían cambiado muchas cosas desde la llegada al Nuevo Mundo.

—Creo que se propone criar ganado.

—Vacas y caballos, principalmente. Según él, dentro de unos años no será preciso traerlos desde España.

—Os doy mi consentimiento.

—¡Gracias, señora! Voy a decírselo.

Ana atravesó la plaza Mayor a toda velocidad para echarse en brazos de Alonso.

Se abrazaron y se dieron la mano.

Doña Mencía se sentó en la banquetilla del estrado, que estaba habitualmente reservada para las visitas masculinas, y entornó los ojos. En su boca se esbozó una sonrisa. Ana y Alonso hacían una buena pareja. Y se necesitaba gente como ellos en el Nuevo Mundo. Estaba harta de tantos y tantos aventureros sin escrúpulos como los que llegaban constantemente a Asunción a dejarse la vida buscando El Dorado o, lo que era peor, a enriquecerse a costa de explotar, robar o matar a los indios. A su parecer, era preferible aprender todo lo posible de ellos, pues tenían muchas cosas que enseñarnos, y enseñarles a ellos las nuestras, a tratarlos como si fueran bestias. En España, los hidalgos consideraban un oprobio tener que trabajar y ella misma había opinado así en el pasado, pero en el Nuevo Mundo las cosas eran diferentes. Aquellos dos jóvenes conseguirían salir adelante precisamente gracias a su trabajo. ¡Y le parecía admirable! Porque eran decentes y honrados, no matarían ni robarían por ambición y si tenían hijos los educarían en el respeto a los indios y a sus tierras, que también serían las suyas. Pero ella se quedaba sola. María y Menciíta ya se habían ido y, ahora, también Ana, que era como una hija, la última que le quedaba. Incluso Sancha la había dejado.

Aquel océano que la separaba de España se lo había tragado todo: a su hija, sus esperanzas, sus convicciones, su corazón…

Irupé, la muchachita india que le habían asignado como criada, entró sin hacer ruido y se acercó al bufetillo del rincón del estrado a sacar los hilos de bordar.

—¿Os ocurre algo, señora? —le preguntó al ver que dos gruesas lágrimas se deslizaban por las mejillas de la dama.

—Estoy alicaída, nada más —se secó las lágrimas y sonrió—. Me vendría bien un tónico para reanimarme. De camino a Asunción, el
Mburubichá
me dio a beber unas hierbas que me sentaron muy bien, no recuerdo cómo se llamaban.


¿Caaigua?

—¡Sí!

—¿Queréis que os traiga, señora?

—¿Puedes conseguirlo?

—Los ava de aquí lo toman a escondidas.

La muchachita se fue. Al andar, movía graciosamente su larga y lisa melena negra. «Tiene la edad de mi pequeña Isabel cuando murió», pensó doña Mencía con ternura. Su amiga Isabel de Contreras le había contado que los padres de Irupé habían muerto en batalla contra los españoles y estos la habían traído a Asunción para que sirviera como criada.

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