El corazón del océano (55 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—Hernando: no es pobre el que poco tiene, sino el que mucho quiere —le dijo.

—Solo quiero salvaguardar el bienestar de vuestra hija y de vuestro nieto.

—Claro…

A Ana le habría gustado dedicar más tiempo a enseñar a sus compañeras, pues ya eran seis las que querían aprender a leer. Pero las jóvenes se aplicaron con interés. Trini fue la primera en aprender, seguida de Luisa, de Julia y de las otras tres.

El día en que todas pudieron leer algo, celebraron una fiesta en la playa con bailes y canciones, que los hombres acompañaron con palmas. Fue uno de los momentos más felices de aquel interminable viaje.

Pocos días después, sucedió algo terrible. Ana estaba recogiendo tubérculos con Trini. Cuando acababan de llenar la cesta y se disponían a regresar, la joven se desplomó sin más. Ana la miró atónita. Tardó unos segundos en darse cuenta de que tenía una flecha clavada en el corazón.

—¡Socorro! ¡Nos están atacando! ¡Socorro! —gritó.

Echó a correr en dirección al fuerte. Según avanzaba, oía los gritos de sus compañeras, que estaban lavando ropa en el río.

Casi a la entrada del fuerte, una flecha le rozó el hombro y se hincó en la empalizada. Se agachó para ofrecer menos blanco, pero…

—¡Ahh! —gritó. Otra flecha se le clavó en la pantorrilla. Tuvo que arrastrarse para llegar al fuerte.

Al oír los gritos de las mujeres, Hernando de Trejo se asomó por encima de la empalizada y disparó un tiro de arcabuz. Le acertó a un indio, que cayó fulminado. Los demás se asustaron y salieron huyendo.

Algunas muchachas, paralizadas por el terror, se habían quedado fuera y recibieron varios flechazos. Dos de ellas murieron en el acto. Otras dos, la semana siguiente, a causa de las heridas infectadas.

Ana fue de las afortunadas. Sus faldas habían evitado que la flecha se le hincara profundamente, pero la herida se le infectó y le produjo fuertes fiebres que la hicieron delirar durante cuatro días. Fray Bernardo se preparó incluso para darle la extremaunción, pero al quinto día la fiebre remitió.

—Ana, ¿estás mejor? —Las palabras de Menciíta la sacaron del sopor y abrió los ojos.

—Tengo sed.

La joven acercó a Ana un cuenco de agua a los labios y gritó:

—¡Madre, venid! ¡Ana ha recuperado la conciencia!

La Adelantada la besó en la frente.

—No tienes fiebre. ¡Alabado sea el Señor, que ha escuchado mis plegarias!

—¿Qué ha pasado?

—Has estado cuatro días entre la vida y la muerte. El barbero te dio por perdida. De no ser por los emplastes de hierbas que te puso el mestizo Díaz, te hubieran consumido las fiebres.

—¿Y yo qué? ¿No tengo ningún mérito?

—Menciíta te ha cuidado día y noche poniéndote emplastes. Te dejaré sola para que descanses.

Ana la oyó sollozar.

—¿Qué os ocurre, madre?

—Lloro de alegría. Si Ana también hubiera muerto, yo… Ya no puedo más —exhaló un suspiro profundo como un estertor y se alejó.

—Gracias por cuidarme, Menciíta.

—De nada, Ana. Duerme. Tienes que descansar.

—Llevo cuatro días durmiendo.

—Dirás delirando —se acercó a su oído y murmuró—: No hacías más que preguntar por Alonso. Se ve que la herida del corazón es más profunda que la de la pierna.

—Ni siquiera dormida dejo de pensar en lo necia que he sido.

—Más necia fuiste de no casarte con don Brás. Pero ya discutiremos sobre eso cuando te recuperes.

Ana se levantó al día siguiente, a tiempo de asistir al entierro de sus compañeras.

Fue uno de los días más tristes de su vida. Había soportado golpes parecidos con resignación y siempre había logrado recuperarse de ellos. Pero ya no tenía fe en el futuro.

Doña Mencía parecía un cadáver. Ana nunca la había visto tan descompuesta.

Los asaltos de los indios se hicieron tan frecuentes que las mujeres no podían salir del fuerte. Y se les hacía duro.

—¡Pensar que en Medellín pasábamos semanas enteras sin salir de casa nada más que para ir a misa y nos parecía la cosa más natural del mundo! —le comentó Menciíta a Ana una tarde.

—Hablando de misa… ¿Sabes por qué el padre Juan Fernández Carrillo no ha venido a San Francisco?

—Prefirió acompañar a Salazar. O, más bien, a su hijastra.

—¿A Elvira de Contreras…?

—Sí. Desde que la ayudó a recuperarse del abatimiento en que se sumió tras la muerte de su padre, no se separa de ella ni a sol ni a sombra.

—¿ Qué insinúas… ?

Menciíta masculló:

—El amor, el fuego y la tos no pueden encubrirse.

—¡Cómo te atreves a injuriar al padre Juan!

—Creo que ni él mismo se ha percatado de su querencia por Elvira. Pero la sigue allá donde va.

—No seas maledicente; le tiene un gran cariño, eso es todo.

—El tiempo dirá, Ana. ¿Qué tal va tu pierna?

—Parece que no voy a quedarme coja. El barbero me ha dicho que la semana que viene dejaré de cojear.

Unos días después, los indios pusieron el fuerte bajo asedio. Los colonos no podían ni tan siquiera abastecerse de agua.

Cuando se acabaron los barriles de reserva, el capitán Trejo, que había asumido el mando por su cuenta, reunió a los hombres y les dijo:

—Esta noche iré a buscar agua al frente de una patrulla, ¿hay algún voluntario?

—Señor, os ruego que me permitáis organizarlo a mí —replicó el mestizo Díaz.

—¿Tú…? ¡Además de no ser soldado, eres…! —se calló que era medio indio.

La Adelantada, al ver el gesto de contrariedad de Díaz, intervino:

—¿Se te ha ocurrido alguna artimaña para burlar el cerco, Díaz?

—Sí, señora. Para atacarnos se han reunido varias tribus. Es poco probable que se conozcan entre sí. Aprovechando que esta noche es luna nueva, he pensado que podría salir del fuerte con seis hombres disfrazados de indios e ir a coger agua con calabazas
hy'a
, como hacen ellos.

—¡Es absurdo! ¡Descubrirán el engaño! —argumentó Trejo, molesto por verse desplazado.

Sin embargo a doña Mencía no le pareció una idea tan descabellada.

—Pero ¿cómo conseguiréis engañarlos?

—Nos pondremos taparrabos y plumas. Sé cómo hacerlo.

—En esas calabazas
hy’a
cabe muy poca agua —objetó Trejo.

—Haremos varios viajes al arroyo. No les extrañará, los indios lo hacen.

—De todas formas, os cubriré con un grupo de hombres armados.

—Se darían cuenta.

—Díaz tiene razón. Se hará como él dice, Hernando.

Las miradas de la Adelantada y de su yerno se enfrentaron. Pero Hernando de Trejo no puso en cuestión su autoridad y obedeció.

Esa noche, las muchachas, que no sabían nada del plan, se quedaron boquiabiertas al ver que seis hombres se desnudaban en mitad del fuerte.

Lo que entre las jóvenes provocó risas y cuchicheos casi produce un desmayo en doña Sancha, que, al salir del bohío, puso el grito en el cielo.

—¿Qué hacéis en cueros delante de mis damas?

—Ya están acostumbradas a ver a los indios de esta guisa —contestó Díaz.

—Pero estos son españoles ¡y verlos desnudos es indecente! ¡Incita al fornicio!

Doña Mencía tuvo que salir a calmarla.

La treta de hacerse pasar por indios dio resultado y consiguieron agua suficiente para unos cuantos días. Pudieron repetirla en varias ocasiones y, gracias a ello, aguantaron el cerco durante un mes más.

Pero una noche, sin que los soldados de guardia se percatasen, los indios amontonaron ramas y hojas secas alrededor de la empalizada y le prendieron fuego con flechas encendidas. Los expedicionarios apagaron el incendio como pudieron con mantas y ramas. Pero un trozo de cerca se había calcinado.

—Esto nos obligará a mantener aquí un retén de guardia—dijo Hernando de Trejo—. Con los indios al acecho, será imposible recomponerla.

Al atardecer del día siguiente, cuando los ardores del sol se habían aplacado, doña Mencía reunió a los colonos bajo el emparrado de su bohío.

—La situación es crítica. No nos queda más remedio que abandonar el fuerte y tratar de llegar a Asunción por el camino de la selva —dijo muy seria.

—El socorro que nos prometió el Consejo de Indias no tardará en llegar… —discrepó Hernando de Trejo.

—Conociendo la lentitud con la que proceden, pueden tardar años en venir a buscarnos, Hernando. Casi no nos quedan pólvora ni vituallas y con la empalizada abierta… si permanecemos aquí más tiempo, los tupíes acabarán por aniquilarnos.

—Señora, en las Capitulaciones os comprometisteis a fundar aquí una colonia. ¡No dejéis que las dificultades os hagan desistir de la palabra dada!

—Como dijo Salazar en su día, las Capitulaciones han sido declaradas nulas y, por tanto, nada me obliga a arriesgar más vidas. Otra promesa que hice, ¡y de más peso!, fue llevar a estas damas sanas y salvas a Asunción para que casen con gente de rango. ¡Y eso haré!

—El Consejo de Indias podría acusarnos a ambos de desacato, no olvidéis que además de vuestro yerno soy capitán de esta expedición —insistió Trejo.

La voz de la Adelantada se hizo áspera al contestar:

—Responderé de ello. Nadie más que yo será culpable.

Ana pensó que la vida había sido muy cruel con aquella mujer tan valiente.

Trejo no daba su brazo a torcer:

—Hay más de cuatrocientas leguas de selva hasta Nuestra Señora de la Asunción por la picada de Guaira, no creo que podamos recorrerlas con tantas mujeres.

—Alvar Núñez Cabeza de Vaca lo consiguió. Y el capitán Salazar, doña Isabel y sus hijas tomaron ese camino.

—Todos ellos iban mejor pertrechados, señora. Tenían guías, armas, canoas y, sobre todo, indios que les llevaban la carga.

Doña Mencía se preguntó si su tozudez en quedarse no se debería a que quería asegurar su nombramiento de alguacil mayor de San Francisco. Tal como estaban las cosas, era difícil que en Asunción lograse algún título.

—Repartiremos el peso entre todos, incluidas las mujeres.

—¡No lo soportarán!

—Se soporta lo que se tiene que soportar, Hernando —doña Mencía suavizó su voz y dijo en tono más conciliador—: Antonio Díaz nos guiará. Está en buenas relaciones con las tribus guaraníes de la picada.

—Es muy arriesgado, señora.

—Lo sé, Hernando, por eso no he querido tomar a solas la decisión de partir. Quiero que votemos lo que debe hacerse.

—¿También las mujeres? —preguntó Ana.

—Sí. No puedo permitir que otros decidan vuestro destino —afirmó doña Mencía ante la mirada sorprendida de todos.

Votaron abandonar San Francisco.

XVIII
CUATROCIENTAS LEGUAS DE SELVA

Picada de Guaira. De octubre a enero del Año del Señor de 1555

P
ara no alertar a los tupíes de su partid, salieron antes del amanecer. Abandonaron en el fuerte la mayor parte de sus pertenencias. Tan solo se llevaban los ajuares más imprescindibles: armas, alimentos y rescates, como cuchillos, anzuelos, hachas, espejos y cuentas de vidrio, que pensaban ofrecer a los indios a cambio de comida o protección.

El capitán Hernando de Trejo, el mestizo Díaz y dos hombres armados abrían la marcha y la cerraba Sánchez Vizcaya, el piloto mayor, con varios arcabuceros. Las mujeres iban en el centro, portando cada una un hatillo con mudas, vestidos y vituallas.

Los primeros días fueron durísimos. Caminaban desde el amanecer a la noche, comiendo sobre la marcha; sin tomarse un respiro, ni siquiera cuando el calor más apretaba.

—A estas horas, hasta los nativos se tumban en sus hamacas —se quejó Menciíta a su madre.

—Debemos salir del territorio de los tupíes cuanto antes.

—Llevamos armas para hacerles frente —saltó Hernando. Su orgullo no le permitía admitir que habían salido huyendo.

—Son los guerreros más valientes de la selva —dijo Díaz.

—Nosotros somos hidalgos.

—Nos aniquilarían igualmente —añadió el mestizo con sarcasmo.

Durante semanas soportaron sufrimientos indescriptibles: picaduras de insectos, espinas que les desgarraban las carnes, plantas que les producían urticaria al contacto y, sobre todo, el calor húmedo, agobiante, que hacía que la ropa se les pegara al cuerpo. Para las mujeres fue un auténtico calvario caminar por la selva acarreando aquellas pesadas ropas de las que iban dejando jirones en el camino.

Doña Sancha estaba muy fatigada y se rezagaba constantemente.

—Déjame aquí, Mencía. No puedo más —le dijo sin aliento, sentada junto al tronco de una trepadora.

—Tú vendrás conmigo a donde vaya.

La dama mandó parar la marcha por ese día. Y ordenó que construyeran unas parihuelas para llevar a la dueña.

Cuando se les acabó la comida, tuvieron que recoger frutos de la selva. Para eso, Díaz resultó imprescindible. Era el único que distinguía lo comestible de lo que no lo era. Solo él conocía las plantas venenosas o las que había que tratar antes de ser consumidas, como la yuca.

Una tarde, en un claro de la selva, vieron un poblado abandonado. Un poco más allá, encontraron una huerta con la cosecha sin recoger e imaginaron que los indios habían huido. Se alegraron mucho, pues aquello significaba comida para varios días sin mayor esfuerzo.

—Que se queden ocho hombres a cosechar y que nos den alcance cuando acaben —dispuso Hernando de Trejo.

Pero era una emboscada. Apenas el grupo se alejó un cuarto de milla, una avalancha de indios cayó sobre los ocho hombres y los aniquilaron. Excitados por la victoria, salieron en persecución del resto dando alaridos.

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