El corazón del océano (58 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—¿Y mi matrimonio?

—Le diré a Díaz que hable con el
Mburubichá
para que lo anule.

—Pero, madre, ¡se ofenderá!

—¡Vámonos!

Afortunadamente el
Mburubichá
estuvo de acuerdo.

—Me ha dicho que él tampoco se sentía satisfecho de haber casado a su hijo con una mujer tan sucia, que no sabe ni moler grano —le explicó Díaz a la Adelantada.

—Mejor que mejor. Ahora, Díaz, has de prometerme delante de mi crucifijo que no dirás ni una palabra de este asunto a nadie.

—Confiad en que seré discreto.

—¡Prométemelo!

—Os lo prometo, señora.

Hubo algunos rumores entre las muchachas de la expedición sobre lo acontecido aquella noche, pero como no lograron averiguar nada con certeza, el incidente terminó olvidándose.

Al día siguiente, doña Mencía le dijo a Trejo que debían reanudar la marcha cuanto antes.

Cuatro días después, estaban listos para partir. Ana vio que Menciíta estaba ojerosa y muy pálida. Le apretó la mano. Los indios les hicieron un pasillo a modo de despedida. Cuando Menciíta, que caminaba entre Ana y su madre, pasó por delante de Yaguatí, comenzó a sollozar.

—Ahora quizá no lo entiendas, pero he hecho lo mejor para ti, hija —le susurró la Adelantada.

—Trata de serenarte, te están mirando —musitó Ana.

—¡Nunca lo olvidaré! ¡Nunca!

—Aprenderás a vivir con ese dolor —masculló doña Mencía con la mirada perdida.

Ana también se despidió de los aguará con lágrimas en los ojos. Sentía verdadero afecto por ellos, en especial por el viejo
Mburubichá
, que, con su enorme diadema de plumas y su porte sabio, tenía la dignidad de un rey. Se sorprendió a sí misma preguntándose por qué le recordaba tanto a su padre.

El
Mburubichá
les proporcionó canoas, comida para el viaje y veinte indios que los escoltarían hasta Asunción. Gracias a esto, el resto del viaje les resultó menos penoso. Parte de él pudieron hacerlo por el río.

Tardaron dos semanas en alcanzar el salto de Guaira. Desde seis leguas de distancia ya oían su rugido y, a medida que se acercaban, la selva se tornaba más húmeda, verde y tupida. Al llegar, los sobrecogió la belleza y magnitud de aquella imponente catarata. Las aguas se precipitaban desde cuarenta varas de altura con un ruido ensordecedor, más atronador que cien cañones disparados al mismo tiempo. Les parecía que las rocas temblaban bajo sus pies. El estruendo era tan grande que espantaba a las mismas aves. Y no se veía ninguna por los alrededores. La inmensa fuerza del agua al caer producía un sinnúmero de minúsculas gotitas de agua que los empapaban, como si de lluvia se tratase.

—Este Nuevo Mundo no deja de sorprenderme —murmuró admirada doña Mencía mientras se secaba la cara con un pañuelo—. ¿Cómo se llama esta catarata?

—Guaira —respondió Díaz—. Dicen que la hizo Ñaña Taú, un genio maligno y rencoroso que quería vengarse de un indio bueno. Lo odiaba tanto que quiso hacerlo desaparecer de la tierra y de la memoria de los hombres.

—¿Y lo consiguió?

—En parte solamente. Aquel buen indio se precipitó con su canoa desde lo alto y murió. Pero no logró que nos olvidáramos de él, porque esta catarata lleva su nombre: Guaira.

La única insensible al espectáculo grandioso de aquellos saltos de agua era Menciíta, que no paraba de llorar por Yaguatí.

—Ni siquiera os entendíais —le decía Ana, que no sabía cómo consolarla.

—¿Y eso qué importa? Nunca encontraré a nadie como él.

Ana no supo qué responder. Afortunadamente las lágrimas de su amiga quedaban camufladas con las gotas de agua y nadie se dio cuenta de su llanto.

Al llegar a la orilla del Paraguay volvieron a asombrarse de la inmensidad de aquellos ríos; incluso el Guadalquivir parecía un riachuelo a su lado.

—Desde aquí, la distancia que falta por recorrer es corta y podremos hacer gran parte del trayecto en canoa —les informó Díaz—. Además, los indios son amistosos. Han establecido alianzas con Irala para combatir a los tupíes, sus eternos enemigos.

—¿Le informarán de nuestra llegada?

—No le quepa duda a vuestra merced que Irala ya sabrá de nosotros.

Tal como había dicho Díaz, Irala había sido advertido por los guaraníes de que, por el camino de la selva, se acercaba una expedición compuesta en su mayor parte por mujeres. Y se preparó para recibirlas con una gran fiesta, pues el Consejo de Indias lo había confirmado como gobernador de Asunción y no tenía nada que temer de aquella falsa Adelantada.

XIX
LA MUY NOBLE Y LEAL CIUDAD
DE NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA
DE LA ASUNCIÓN

Santa María de la Asunción. Mes de febrero del Año del Señor de 1556

C
uatro meses después de haber abandonado el fuerte de San Francisco, doña Mencía con cuarenta muchachas —la mitad de las que habían embarcado en Sevilla seis años antes—, otros tantos hombres y un niño alcanzaron la bahía en la que estaba situada la muy noble y leal ciudad de Santa María de la Asunción, «puerto de salvamento y amparo y reparo de la conquista», como la llamaban los españoles.

A unas mil varas de distancia, Ana se paró un instante a contemplar la ciudad en la .que se disponían a entrar. Estaba en el centro de la bahía, surcada por numerosos arroyos, que en su parte baja daban lugar a barrancos. Las casas se extendían desde el puerto hasta la falda de las colinas. Miró a sus compañeras y suspiró. El océano se había tragado a veintitrés, la selva a las demás. A decir verdad, el camino las había devorado a todas. Ninguna conservaba las ilusiones y el entusiasmo con los que embarcaron en Sevilla. ¡Estaban tan hermosas aquel día, vestidas como princesas, con los ojos brillantes de esperanza! Ahora, cansadas, sucias, harapientas… más parecían indias que hidalgas españolas.

—No me puedo creer que por fin hayamos llegado —le dijo a Menciíta.

La joven, que aún no se había repuesto de que la arrancaran de los brazos de Yaguatí, respondió de mal humor:

—No se parece en nada a Medellín ni a Sevilla…

—Sí, pero ¡qué hermoso lugar!

La bahía donde estaba situada la ciudad era de una belleza apabullante.

—Deberíamos adornarnos con flores, para la entrada —propuso Rosa.

Todas la secundaron, quizá porque era ya el único gesto de coquetería que podían permitirse.

En cuanto se apercibieron de su llegada, el gobernador ordenó que se convocara a los vecinos por voz y son de campanas, para que acudieran a la plaza a recibirlas. Había hecho engalanar la plaza Mayor y una orquesta, la primera de Asunción, se preparaba para solazar con música a las recién llegadas.

Media hora después, se congregaban en la plaza indios, negros, españoles, criollos, mulatos, zambos y demás frutos del mestizaje triple
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; todos deseosos de conocer a las damas legendarias venidas desde las remotas Españas.

Cuando hicieron su aparición por la calle que llevaba a la plaza, algunos se desilusionaron; aquellas jóvenes exhaustas y embarradas no tenían la piel pálida ni lucían los lujosos trajes de corte que los asunceños esperaban ver, sino túnicas indias. Aunque —eso tenían que reconocerlo— se las veía hermosas. Habían adornado sus cabellos y sus túnicas con flores. Y su mirada, lejos ya de la mocedad, se había vuelto firme, templada. De mujeres hechas y derechas.

—Se parecen a las indias —comentó un joven hidalgo criollo a su acompañante mientras se descubría la cabeza y les hacía una reverencia a las damas.

—Las hijas de Irala tienen más… señorío —opinó su compañero, oriundo también de Asunción.

Al entrar en la plaza, Ana le susurró a Menciíta:

—Parece que nos reciben bien.

Su amiga no contestó. Tenía clavados los ojos en uno de los hombres que estaban al pie de la tribuna.

Los músicos comenzaron a tocar.

—¡Mira, Ana, mira! —gritó Menciíta para hacerse oír por encima de la música.

—¿Qué… ? ¿Qué ocurre?

—¡Es Cristóbal de Saavedra! ¡Alabado sea el Señor! Creí que no había conseguido llegar a Asunción.

Ana suspiró. Su amiga le había confesado en Santos su amor por Cristóbal. Pero luego se enamoró de otro. Era tan antojadiza. .. Sin embargo, desde que habían dejado el poblado, se le partía el corazón de verla tan triste. ¡Ojalá el apuesto Saavedra le hiciera olvidar a Yaguatí!

Al lado de la iglesia mayor habían montado una tribuna, protegida del sol con un tejadillo de ramas, donde las esperaban las autoridades más relevantes de Asunción: el gobernador, el obispo, los regidores del cabildo, los alguaciles y el escribano.

Doña Mencía y el capitán Trejo subieron los primeros, acompañados por los acordes de la orquesta. El gobernador se adelantó para darles la bienvenida. Era un hombre alto, de carácter enérgico, frente despejada, nariz larga y pómulos marcados. Los recibió con gran ceremonia y buenas palabras, lo que resultaba de agradecer en un hombre de armas.

—Yo, Domingo Martínez de Irala, gobernador del Río de la Plata por gracia de Su Majestad, en nombre del cabildo y en el mío propio, os doy la bienvenida a la muy noble y leal ciudad de Nuestra Señora Santa María de la Asunción —leyó con voz áspera y grave. Al terminar, miró a doña Mencía para asegurarse de que ella había digerido su posición.

—Gracias, excelencia —respondió ella con una cortés inclinación para darle a entender que respetaba su jerarquía. El capitán Trejo la imitó con cierta reticencia.

Doña Mencía echó una mirada a las calles, unas anchas y otras angostas, que desembocaban desordenadamente en la plaza.

—Veo que Asunción ha prosperado mucho en pocos años.

—Muchas de sus casas son de piedra. En 1541 dejó de ser casa fuerte para convertirse en ciudad —recalcó Irala con mal disimulado orgullo—. Por su buen emplazamiento, ¡algún día será madre de ciudades!

—Sin duda tiene un gran futuro, excelencia.

—El cabildo tiene el proyecto de construir una catedral —añadió el obispo con una sonrisa meliflua.

—¿Una catedral…? —se sorprendió la dama.

—El capitán Juan de Salazar y doña Isabel —intervino Irala—, su esposa, me han pedido…

—¿Han llegado con bien a Asunción? —le interrumpió doña Mencía.

—Sí, hace unos meses. Y quieren que os alojéis con vuestras damas en su casa —se volvió hacia el yerno de doña Mencía y dijo—: En cuanto a vos, capitán Trejo, daos por preso.

El ruido de la orquesta le hizo dudar al capitán de lo que había oído.

—¿Que me dé por qué… ?

—¡Por preso!

El capitán Trejo palideció.

—No… comprendo la razón —exclamó, soliviantado.

—Habéis desobedecido al Consejo de Indias y abandonado el fuerte de San Francisco, que tan preciso nos es para contener a los portugueses y ¡mantenernos comunicados con la costa!

Doña Mencía intervino, indignada:

—¡Los indios nos acosaban! ¡No podíamos aguantar ni un día más!

—Señora, este asunto no va con vos. Ya conocéis el refrán: «Ni la estopa entre tizones, ni la mujer entre varones».

—¡Dejaos de refranes! Yo fui la responsable de que abandonáramos San Francisco, yo tomé la decisión de partir. ¡Prendedme a mí!

—Vuestro yerno, Hernando de Trejo, como hombre de mayor rango, debe afrontar las consecuencias de las decisiones que se tomaron.

—¡Os estoy diciendo que yo tenía el mando! ¡Que fui yo quien decidió hacer una votación para abandonar San Francisco!

El gobernador se volvió al capitán.

—Permaneceréis preso hasta que Su Majestad dictamine si presenta cargos contra vos.

—¡Os consta que es una injusticia, gobernador! —protestó doña Mencía.

—También lo fue que el título de Adelantado no se os hubiera otorgado a vos, señora. Conozco pocos hombres de vuestra valía. —La dama enrojeció—. El encarcelamiento del capitán Trejo es solo una cuestión legal. Vistas las circunstancias en las que tuvisteis que abandonar San Francisco, estoy casi seguro de que Su Majestad le condonará los cargos y me ordenará que lo ponga en libertad.

—Antes no poníais tanto celo en acatar la ley, más bien la ignorabais.

—Señora, desde que el Rey ha tenido a bien confirmarme como gobernador del Río de la Plata, soy responsable de hacerla cumplir. Como lo hubiera sido vuestro esposo, que en paz descanse.

El yerno de doña Mencía desenvainó la espada y se la entregó al alguacil.

—Me doy preso —dijo.

—Capitán Trejo, os tengo por hombre de ley y voy a daros una prueba de confianza —dijo Irala. Se volvió hacia la dama y añadió—: Pongo a vuestro yerno bajo vuestra custodia. Podrá pasear libremente por la ciudad, aunque no abandonarla. Si lo hiciera, vos responderíais por él.

—Tenéis mi palabra de que no abandonaré Asunción —se apresuró a decir el capitán.

—Ahora que todo está resuelto, he preparado un pequeño agasajo para celebrar vuestra…

—¡Mencía, amiga mía! —le interrumpió Isabel de Contreras, que subía al estrado con los brazos abiertos—. Al fin habéis llegado. ¡Alabado sea el Señor que nos ha permitido volver a reunimos!

—¡Alabado sea, Isabel! —Se fundieron en un abrazo—. ¡Te he echado tanto de menos!

Ana se fijó en que doña Isabel llevaba un hermoso
tupay
de hechura mucho más sofisticada que los de ellas. «Parece una fusión de ropas indias y españolas», pensó.

La fiesta de recepción con que las obsequió Irala fue muy alegre, aunque parecía menos un banquete oficial que una celebración de gentes sencillas.

En un rincón de la plaza hicieron brasas y asaron en espetones varias cerdas —algunas, rellenas de vegetales—, pescados, maíz y otros tubérculos. Por supuesto, no faltaba el
ka'u'y
, ni el vino de mandioca ni el de uva.

Las damas, después de tantas privaciones, degustaron con placer la comida, que les supo sabrosísima.

A continuación comenzó el baile. Una mezcla de danzas españolas e indias. Por primera vez, las jóvenes tuvieron la oportunidad de danzar de la mano de hombres, como las campesinas. ¡Y les encantó, pese a lo cansadas que estaban!

Rosa hacía trompos con un joven asunceño muy atractivo, mitad español, mitad indio. Se había acercado a ella nada más verlas entrar y parecían estar muy contentos juntos.

Menciíta, después de rechazar a varios pretendientes, se acercó a Cristóbal de Saavedra y consiguió que la sacara a bailar.

Julia bailaba sin cesar con todos los que se lo pedían. Mantenía la sonrisa congelada, con los labios apretados, para que no se vieran las mellas de su dentadura.

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