Don Brás buscó a las damitas en el corredor del primer piso. Lo seguía una dueña de aspecto corpulento.
—¡Tenéis una casa ciertamente lujosa, don Brás! —dijo Menciíta.
—Aún no habéis visto la estancia principal.
Las condujo a una habitación rectangular de enormes dimensiones con las paredes cubiertas de tapices. En el centro había una mesa en la que los sirvientes colocaban vasos y salseras de cristal tallado, platos de cerámica con reflejos metálicos y bandejas y cubiertos de plata.
—¡Este salón es aún más magnífico que el del ágape anterior! —exclamó Menciíta.
—Esta noche tengo algo muy importante que festejar —dijo don Brás mirando a Ana—, y me gustaría hacerlo con vuestras mercedes.
—Mi madre mencionó que veníamos a almorzar, no a cenar —replicó Menciíta.
—Almorzaremos dentro de un rato. Pero la celebración principal será esta noche.
—No podremos quedarnos sin permiso de mi madre.
—¿No le habéis advertido a doña Mencía que la invitación era a cenar, capitán Salazar?
—Yo…
—Veo que se os ha olvidado… Es igual, le mandaré un lacayo a Santos con el aviso de que os quedaréis a dormir, señoras.
—No sé si a doña Mencía le gustará… —replicó Ana.
—No os preocupéis. Antes del mediodía de mañana, todas estas señoras estarán de vuelta en Santos.
Las damitas estaban deseosas de quedarse y no protestaron.
Unos criados les trajeron un refresco de frutas trituradas. También barquillos, almendras garrapiñadas, pestiños de miel y otros dulces para acompañar la bebida. Las jóvenes, que llevaban meses al borde del hambre, se lanzaron sobre ellos con glotonería.
—¡Hum! ¡Qué de delicias! —exclamó Menciíta mientras se esforzaba por atrapar con la lengua el hilillo de miel que se le escurría por la barbilla.
—¿Vos no probáis nada, señora Ana? —le dijo don Brás con una untuosa sonrisa.
—No, no tengo apetito.
—Entonces iremos a ver el ingenio mientras vuestras amigas se solazan con los dulces. Sé que a vos os interesa especialmente.
—¿Vos y yo… solos? —preguntó Ana con aprensión.
—Nos acompañará Guimaraes, mi dueña, y también el padre Juan si no tiene inconveniente.
—Por supuesto que no. Yo también siento curiosidad por ver ese molino de azúcar.
Salazar se acercó a Ana, buscando en su mirada la confirmación de que estaba de acuerdo. Pero don Brás se interpuso entre los dos.
—Capitán Salazar, dejo a estas señoras en vuestra custodia. Dadme la mano, señora Ana.
Ana se la dio con recelo.
—¡Guimaraes, salid! —gritó el hacendado.
Se abrió una puerta y apareció una señora alta, esbelta, con aire desenvuelto y más afeitada que un retablo. Los coloretes de sus mejillas eran particularmente exagerados.
Ana la miró. No parecía una dueña.
Don Brás la condujo escaleras abajo seguido de Guimaraes. La joven se volvió para comprobar si el padre Juan también los seguía. Así era.
El hacendado se detuvo delante de una puerta marrón, con cuarterones de madera negra incrustados.
—Pasad —le dijo a Ana.
—¿Está aquí… el ingenio? —preguntó ella, extrañada.
—Antes quiero enseñaros algo. —Miró al sacerdote. Ana tuvo la sensación de que este asentía. Pero no estaba segura.
—Padre Juan, ¿podríais esperarnos en la capilla mientras esta dueña y yo…?
—Sí, voy a prepararme.
—¿Para qué…? —preguntó Ana.
—Es una sorpresa y os atañe a vos, señora Ana —al ver la inquietud en el rostro de la joven, añadió—: No temáis, no se trata de nada deshonroso, sino más bien al contrario; el padre Juan lo sabe y está de acuerdo. Entrad y lo averiguaréis.
Ana empujó la puerta. La habitación era un dormitorio con una elegante cama de madera negra, cubierta con una colcha de brocado y dosel dorado del que pendían vaporosas cortinas. Y junto a la cama, sobre un arcón, un traje de mujer fastuoso. El corpiño y la falda verdugada eran de seda tornasolada, azul y verde, con los bordes festoneados en plata. La basquiña, abierta y bordada con grandes flores en plata y perlas. Al lado, el collar que don Juan le había mostrado a la Adelantada: una cadena de oro y platino que tenía como remate una esmeralda muy singular, rodeada de aguamarinas.
Junto al vestido, había también una camisa de seda bordada con hilo de plata, unas medias de seda, cuajadas de diminutas perlas, y unos chapines muy altos, recubiertos de pan de oro.
—¿Os gusta, señora?
—Es… bellísimo.
—Ponéoslo. Es mi regalo de boda.
Ana se quedó petrificada.
—¿Qué queréis decir? —masculló.
—Vamos a casarnos —dijo él, burlón.
—¿Vooos… y yo?
—Veo que la sorpresa os ha dejado muda. Tranquilizaos. Guimaraes, mi dueña, os ayudará a poneros el vestido.
—¡No! Yo no… —la indignación no la dejaba hablar.
—En cuanto os pongáis el vestido, id a la capilla. El padre Juan ya está al tanto. Nos casará y esta noche celebraremos el banquete de bodas, que como habéis visto se está preparando.
—¿Qué os ha hecho pensar que voy a casarme con… ?
—Sois la mujer más idónea para mis propósitos —la interrumpió—. Sana, de sangre noble… ¡e inteligente! Engendraréis los hijos que necesito.
—¡Ya tenéis hijos! ¡Cientos de hijos, según me han dicho!
—No legítimos.
—¡Jamás me casaré con vos! ¡Jamás!
—¡Ya es tarde para eso!
—¿Cómo que ya es tarde…?
—Está todo preparado.
—Si yo no doy el sí…, ni el padre Juan ni nadie podrá casarnos.
—Estáis en mi casa, en mi habitación… en mis manos. Puedo gozaros a placer. ¡Peor para vos si no queréis casaros!
Ana se preguntó quién le habría preparado esa encerrona. Salazar no, no podía ser…
—¡Antes prefiero la muerte!
—No la descartéis, señora —la tomó de la barbilla y dijo con dureza—: En fin, tomad la decisión que os plazca. Para mí el resultado será el mismo.
Ana comprendió que estaba en peligro. Aquel hombre no tenía escrúpulos. Era capaz de forzarla y matarla después. Tenía que actuar con cautela, buscar la oportunidad de huir.
—¿Queréis que os deje sola para que podáis meditar? —le preguntó en tono burlón.
—No…, no hace falta. —Trató de que no le temblara la voz y sonara ilusionada—. Me casaré con vos…
—Siempre he admirado vuestra inteligencia y saber hacer. Tendremos hijos de buena raza.
—Sí… —masculló aterrorizada.
—Guimaraes, ayúdala a ponerse el vestido —le dijo a la dueña.
—¡No! Me da pudor. Prefiero… desvestirme sola… Me pondré la camisa y… las medias y después avisaré a Guimaraes para que pase a abrocharme.
—Como queráis.
Le hizo una reverencia y salió con la dueña.
Una vez fuera, don Brás cerró la puerta con llave y se la entregó a la dueña.
—No se os ocurra hacer ninguna tontería —le advirtió a Ana—. Recordad que ninguna dama deshonrada encuentra marido. ¡Ni siquiera en el Nuevo Mundo!
—¡Vuestro Rey os castigaría por tal infamia!
—¡No seáis necia! ¡Aquí yo soy el rey! ¡Poneos el vestido de una vez y avisad cuando estéis preparada! —se volvió a la dueña y añadió—: Guimaraes, si no os entrega sus ropas viejas antes de cinco minutos, avisadme y tiraremos la puerta abajo. No me fío de ella…
Ana, que lo oyó, se apresuró a quitarse la ropa y se la dio a la dueña.
—¿Queréis que os ayude a poneros el vestido de ceremonia?
—¡No! —Ana cerró la puerta.
El guarda comenzó a pegar a Latir con el látigo. Los gritos del esclavo se mezclaron con unas risas femeninas procedentes de la mansión.
Alonso sintió que una rabia inmensa e irrefrenable se extendía por todo su cuerpo. Y se abalanzó sobre el centinela con tal ira que lo derribó al suelo de un puñetazo, pese a que era más corpulento que él.
El guarda se puso en pie enfurecido, desenvainó la espada y avanzó hacia Alonso con los ojos inyectados de sangre.
—¡Huye, amo! ¡Te matará! —gimió Latir desde el suelo.
Alonso no sentía miedo, sino un vigor infinito, una furia desconocida que le hacía capaz de enfrentarse a cualquier peligro. Y avanzó hacia el guarda con los músculos tensos, la mandíbula apretada y la determinación de acabar con él.
El centinela se asustó al ver la muerte en los ojos del joven. Usó el látigo para mantenerlo alejado. Pero aquel mancebo no parecía sentir el dolor de los latigazos. Avanzaba, impávido, hacia él.
Alonso, al ver que el centinela intentaba ensartarlo con la espada, se echó ágilmente a un lado. Y le arrancó la espada de la mano con una patada. A continuación le dio un puñetazo en la barbilla y lo derribó al suelo. Preso de un ataque de rabia, comenzó a patearlo hasta que perdió el sentido.
—¡Para, amo! ¡Para o lo matarás!
La voz de Latir lo sacó del arrebato. Al ver a aquel miserable en el suelo, ensangrentado por los golpes que acababa de propinarle, sintió repugnancia. Se lo merecía pero… ¡no le gustaba! Llevaba años buscando el valor para actuar así, para pelear sin escrúpulos, y se sentía mal. ¡Qué ironía! No, definitivamente no sería un conquistador, decidió.
—¿Está muerto?
—No, pero a ti te matarán por atacar a un guarda. ¡Vete de aquí cuanto antes, amo! ¡Huye de la hacienda!
—¡Acompáñame, Latir!
—Estoy demasiado viejo para correr. Sería una carga. Si nos encuentran, nos matarán a los dos. ¡Huye tú, amo Alonso!
—¡No! ¡No volveré a dejar a nadie en la estacada! ¡Iremos juntos! ¡Aunque te tenga que llevar en brazos!
—No, amo. ¡Es inútil que muramos los dos! Yo soy viejo y no me importa, pero…
—¡Lo que sea del uno, será del otro!
—Yo no tengo escapatoria. Soy hombre muerto —al ver la expresión de desconsuelo de Alonso, rectificó—: Pero… intentaré llegar a la selva. Quizá los indios me ayuden…
—¡Iremos a la selva, pues!
—A ti no te ayudarán, amo. Eres blanco. Tú trata de llegar a Santos y escóndete allí hasta que tengas oportunidad de enrolarte en una expedición o de subir a algún barco. ¡Ve al establo y coge un caballo, antes de que encuentren al guarda y den la alarma!
—No te dejaré, Latir.
—¿Es que quieres buscarme la perdición, amo?
Alonso le miró atónito.
—No… entiendo.
—¡Si siguen tu rastro, quizá yo pueda salvarme!
—No lo había pensado…
—¡Corre! ¡Y que Dios Nuestro Señor te proteja!
Latir hizo un gesto de alivio cuando lo vio irse. Mientras se internaba en la selva, rezó un padrenuestro para que aquel buen muchacho se salvase.
Alonso se volvió a mirarlo. Consciente de que no lo vería nunca más, le rogó al Señor que protegiese a aquel hombre, digno y bueno como pocos.
Corrió hacia los establos. Estaban cerca, a continuación de la mansión. En la puerta principal había muchos coches aparcados y un trajín inusual: numerosos criados entraban y salían llevando sillas, tapices y bandejas.
Se detuvo junto a la cocina para evaluar si sería seguro cruzar. No creía que hubiesen dado la voz de alarma, pero…
—¡Eh, mozo! Lleva esto al comedor, que hay que añadir una mesa más. ¡Corre, que la ceremonia está a punto de empezar!
El mayordomo puso en sus brazos unos pesados manteles de lino con encajes blancos.
—¿Qué ceremonia? —preguntó Alonso.
—¿De dónde sales, gañán? ¿No te han mandado de los barracones para ayudarnos? —preguntó echando un vistazo despectivo a las sucias ropas de Alonso.
—Sí —mintió—. ¿De qué ceremonia habláis?
—Don Brás se casa con una dama de la expedición de la española esa…
—¿Doña Mencía de Calderón?
—Sí. ¡Date prisa y no preguntes tanto!
Alonso se dirigió a la mansión procurando taparse la cara con la brazada de manteles.
«¿Quién será la estúpida ambiciosa que ha decidido casarse con don Brás? —se preguntó—. Supongo que no será la hija de doña Mencía, ni las de doña Isabel. Pero vete a saber. Es el hombre más rico de Brasil y la riqueza es muy tentadora», pensó.
Nada más entrar en la mansión, vio una mesa a la derecha. Dejó los manteles encima y cogió un jarro. Volvió a salir con él en las manos, esta vez en dirección a los establos.
Antes de entrar en las caballerizas, se ocultó entre las tupidas hojas de una trepadora que crecía entre el establo y la pared de la casa, para poder escuchar si había alguien dentro.
Un objeto cayó desde arriba, golpeándole en la cabeza y haciéndole soltar el jarrón.
—¡Ay! —gritó. De su hombro izquierdo colgaba algo pesado. Lo examinó. Era una gruesa cadena de oro, rematada con una enorme esmeralda. Nunca había visto nada igual.
Levantó la vista hacia la ventana. Pertenecía a los aposentos de don Brás. Se quedó atónito al ver quién estaba asomada.
—Ana, ¿qué hacéis ahí?
Ella se puso el dedo índice en los labios para indicarle que no gritara.
—Ayúdame a bajar —masculló para que no la oyera la dueña al otro lado de la puerta.
—Pero… ¿cómo habéis…?
—¡Chsssss! ¡Bájame! ¡Ya te lo explicaré! ¡Date prisa, por caridad! —Había atrancado la puerta del dormitorio con el baúl y la cama. Pero quería que la dueña tardase lo más posible en darse cuenta de su huida.
Alonso trepó por la enredadera y alcanzó el alféizar de la ventana con destreza. Tiró de Ana para ayudarla a salir, pero la falda verdugada se atascó en el hueco de la ventana.