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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (45 page)

BOOK: El corazón del océano
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—Rompe los aros de la falda, ¡deprisa! —murmuró la joven.

Alonso obedeció. Afortunadamente, eran de mimbre y se quebraron con facilidad. Vio que llevaba unos chapines muy altos y apenas podía apoyarse en las ramas. La sujetó por la cintura hasta que, a duras penas, consiguió situarla sobre el tejadillo del establo.

—¡Quitaos esos chapines! No hay manera de andar con ellos ¡y menos por el tejado! ¿De dónde habéis sacado esos vestidos tan elegantes? —preguntó con suspicacia. Sabía que ni la Adelantada ni sus damas tenían dinero.

La muchacha soltó los chapines. Él no se fijó en sus lágrimas.

—¿Sois vos la que va a casarse con don Brás? —preguntó, atónito.

—Sí. ¡Ya te lo explicaré cuando bajemos!

Alonso sentía una rabia infinita. La Adelantada nunca hubiera obligado a Ana a casarse con ese infame. Era cosa de ella. «¿Poiqué se escapa entonces por la ventana? ¿Porque ya tiene el collar y prefiere a su capitán?» Fuese lo que fuese, demostraba tener muy pocos escrúpulos. «¿Cómo he podido enamorarme de alguien así?», pensó.

Apenas habían descendido una vara, cuando el vestido de Ana se enredó en una rama. Ella dio un tirón para desengancharlo y la rama se rompió. Alonso intentó sujetarla, pero los dos cayeron al suelo, sobre la paja del establo.

La joven, que había quedado encima, reaccionó antes que él.

—¡Oh! Lo siento… ¿Estás bien?

—Creo que… no me he roto nada —contestó, todavía algo conmocionado. Apartó de su cara una cadena que le molestaba—. Tomad vuestro collar. —Se lo colocó en el cuello. Al hacerlo, su boca quedó tan cerca de la de ella que sus alientos se confundieron.

Ana se puso rápidamente en pie.

—¡Vámonos, deprisa! —Estaba muy alterada.

—No puedo acompañaros, señora Ana. Me persiguen.

—¡Y mí también!

—¿A vos… ? ¿Por qué? Con decir que no queréis casaros…

—¡Ya te explicaré luego! ¡Corre!

Nada más entrar en el establo, oyeron los gritos de don Brás, que daba órdenes asomado a la ventana por donde Ana había escapado.

—¡No puede haber ido muy lejos!… ¡Traedla y llevadla a la capilla, que están todos esperando! —Alguien le dijo algo que no entendieron—. ¿Qué dices? ¿Que falta también un asentador? ¡Maldita sea! ¡Será su amante y la habrá ayudado a escapar! ¡Y se han llevado el collar! ¡Buscadlos por toda la plantación! ¡Y recuperad el collar que me ha robado! ¡Deprisa! ¡Hay que impedir que lleguen a Santos!

Alonso escogió la muía más resistente del establo.

—¿No sería mejor un caballo? ¿Es que no sabes montar?

—Sí, sé. Aunque sea un villano. De pequeño participaba en
a rapa das bestas
, una competición para cortar las crines a los caballos salvajes —decía mientras la ensillaba—. Si hemos de ir los dos sobre el mismo animal, una muía es más resistente. De todas formas, creo que no querríais montar a horcajadas…

—Claro que no, ¡soy una dama!

—Pues lo siento mucho por vos. ¡Subid!

Cabalgaron hasta el lindero de la selva, procurando hacer el menor ruido posible. Apenas habían avanzado una legua por la espesura cuando oyeron ladridos de perros en la lejanía.

—¡Han soltado a los perros! ¡Estamos perdidos! ¡Espolea a la muía, Alonso!

—Calmaos, les llevamos ventaja y tienen que encontrar nuestro rastro.

—¡Estás loco! ¡Espolea a la muía de una vez!

—¡No! Sé lo que me hago. Si no confiáis en mí, descabalgad y seguid a pie.

—¡No te entiendo! —gruñó Ana.

Media hora después, a los ladridos se sumó el galope de caballos.

—¡Han encontrado nuestro rastro! ¡Y sus caballos son más veloces que nuestra muía! —gimió Ana.

Alonso esbozó una sonrisa. Si los perseguían a ellos, quizá Latir pudiera salvarse. Pero también tenía que cuidar de Ana. Tiró de las riendas y obligó a la muía a girar en redondo.

—¡Estás loco! ¿Por qué das la vuelta?

—Busco el río. Los perros no pueden seguir el rastro en el agua.

—¿Seguro?

—Eso me dijeron los esclavos.

Cuando llegaron al río, Alonso metió la muía en el agua, se bajó y descabalgó a Ana.

—Seguiremos a pie.

—¡Nos alcanzarán!

Sin pararse a dar explicaciones, Alonso arrancó una planta espinosa que crecía en la orilla y la puso debajo de la silla de la muía. El animal, al notar los pinchazos, se internó al galope en la selva.

—Así, seguirán a la muía en vez de a nosotros.

Cogió a Ana de la mano y la arrastró río abajo.

Quince minutos después, volvieron a oír los ladridos de los perros y los cascos de los caballos.

—¡Nos han encontrado!

—Han debido de mandar una patrulla a registrar el río —masculló Alonso, contrariado.

—¡Si no hubieras soltado a la muía…!

—Nos esconderemos… hasta que pasen.

Ana agarró a Alonso de la camisa y lo zarandeó.

—¿Por qué soltaste a la muía? ¡Nos atraparán por tu culpa!

Los caballos y los perros se oían cada vez más cerca.

—¡Callaos y dejadme pensar!

Echó un vistazo a su alrededor. A cuatro varas de distancia, en un recodo del río, había un cañaveral. Sacó su navaja y cortó un par de cañas. Le dio una a Ana.

—Meteos bajo el agua y respirad por aquí.

—Me ahogaré… No puedo…

Alonso le puso la caña en la boca y la hundió de un empujón. Las faldas se le quedaron flotando. Volvió a sacarle la cabeza del agua y dijo:

—¡Agarraos las faldas, que se os ven!

A continuación, se hundió él también, con la otra caña en la boca.

Bajo el agua cenagosa y respirando a través de la caña, Ana pasó los diez minutos más largos de su existencia. Por fin, Alonso la sacó del agua.

—¡Ya se han ido!

—¡Alabado sea Dios!

—Ahora daos prisa, hay que llegar a Santos antes de que amanezca y vuelvan a registrar el río.

Ana trataba de correr por el agua, pero sus faldas pesaban demasiado y se enredaban a cada paso.

—¡Daos prisa!

—¡No puedo correr más con las faldas mojadas!

—¡Quitáoslas!

—¡Has perdido el juicio si crees que voy a desnudarme!

—Solo os sugiero que os quedéis en camisa.

—¡No!

—Entonces tendré que dejaros atrás, es una necedad que me atrapen por esperaros.

—Ayúdame a quitarme el vestido —masculló, resignada.

Alonso tuvo problemas para desenganchar y desatar aquel fárrago de corchetes y cintas. Al final, usó su puñal para romper la tela del vestido. Ella intentó sacarse también el collar que llevaba al cuello.

—No, quedáoslo —la detuvo—. Después de lo que os ha costado… Es muy valioso, podríais necesitarlo.

A partir de ese momento, avanzaron más deprisa.

—¿Por qué huisteis?

—Don Brás me había preparado una encerrona para que me casase con él. Amenazó con… violentarme si no lo hacía.

—¿Y cómo consiguió traeros a San Vicente? ¿Os raptó?

—No, vine con las hijas de doña Mencía y de doña Isabel.

—¿Solas…?

—Nos escoltaba el capitán Salazar…

—¿Entonces fue él quien os vendió a ese canalla?

—¿Cómo te atreves a calumniarlo de ese modo? ¡No lo sabía! Tú…

—… Un simple grumete… no puede atreverse a juzgar a un caballero, ¿verdad? —ironizó.

—Quiero decir que un… hidalgo jamás se prestaría a…

La interrumpió.

—Los villanos son traidores y los caballeros, héroes, ¿no es así? Pero es un villano quien os ha salvado. —La rabia de Alonso crecía por momentos.

—Y te estaré siempre agradecida.

—Ya lo veo.

—Supongo que es la envidia lo que te hace dudar de la conducta del capitán.

—Claro. Soy un necio.

—¿Por qué?

—Por echarle la culpa. Sin duda lo fue vuestra.

—¿Qué insinúas…?

—Aunque don Brás no os guste, seguramente le disteis falsas esperanzas por lo que pudiera pasar. Las damas de vuestra clase son muy miradas con el dinero.

—¡Trátame con respeto o no volveré a dirigirte la palabra!

—¡Salvadme y ya está! ¿No es así, señora?

—¡Sí!

IX
DE NUEVO EN SANTOS

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de diciembre del Año del Señor de 1553

D
esde que esa madrugada el capitán Salazar regresara con Menciíta pero sin Ana, doña Mencía estaba muy alterada. Pasó el resto de la noche en vela, dando vueltas por el interior del barracón.

En cuanto amaneció, se puso el manto y fue a hablar con el padre Juan. Quería que le explicase, como testigo directo, lo sucedido en la hacienda de San Vicente.

—Al parecer, Ana había aceptado casarse con él —dijo el sacerdote.

—¿Cómo que al parecer…?

—Cuando llegamos a la hacienda, don Brás había ordenado un banquete para celebrar la boda.

—¿Sin conocimiento de la novia? Porque cuando salió de aquí…

—Don Brás me explicó que quería darle la sorpresa de celebrar la boda de inmediato.

—Ana nunca me dijo nada… —murmuró la Adelantada.

—Se habrían prometido a espaldas vuestras.

—Eso no concuerda con el carácter de Ana.

—En cualquier caso, ella parecía de acuerdo en casarse.

—¿Qué pasó después?

—Don Brás me pidió que lo dejara a solas con Ana para hacerle una declaración formal mientras yo preparaba el casamiento en la capilla.

—¿Y fue entonces cuando Ana se escapó?

—Según don Brás nos contó después, Ana se había puesto de acuerdo con un amante suyo para robarle, y una vez que tuvo en su poder el vestido y el collar…

—¿Qué vestido…?

—Un vestido costosísimo y un collar de valor incalculable que don Brás acababa de ofrecerle como regalo de boda.

—¡Ana nunca haría algo así!

—Yo soy su confesor y la conozco mejor que vos, señora.

—¿Qué insinuáis? ¡Hablad claro!

—A la edad de Ana… aunque el alma sea recta, la carne es débil.

—¿De veras pensáis que ha robado el vestido y el collar?

—Me temo que sí, señora —contestó el sacerdote, consternado.

La Adelantada suspiró.

—¿Quién es el amante?

—Alonso. Por lo visto trabajaba como asentador o capataz de esclavos en la hacienda.

—¿Alonso…? No puede ser…; no lo veo capaz de robar ¡y menos de tratar con esclavos!

—Nunca se sabe de lo que un hombre es capaz.

—¿Qué queréis decir?

—Hace un par de meses me lo encontré casualmente. En su desesperación por encontrar trabajo me confió que estaba dispuesto a ocuparse en una hacienda…

Doña Mencía se quedó pensativa.

—Me estoy haciendo vieja —musitó con tristeza—. He de irme. Dios os guarde, padre.

—Y Él a vos, hija.

De regreso a la barraca, doña Mencía se preguntaba una y otra vez: «¿Cómo no he sido capaz de darme cuenta de que Ana se había comprometido en secreto con don Brás ni de que estaba amancebada con Alonso? ¿Adónde ha ido a parar la perspicacia de la que tan orgullosa me sentía?».

El capitán Salazar la esperaba en la puerta.

—¿Ha llegado ya Ana, señora? —Tenía el rostro ojeroso y la dama supuso que tampoco había dormido.

—Pasad, esta no es conversación para ser escuchada por oídos ajenos.

Se acomodaron para hablar en voz baja junto a la mesita de doña Mencía, cerca de la puerta.

—¿Es Ana el precio que pagasteis para aseguraros el favor de don Brás?

—No, señora. ¡Jamás haría algo así! Él quería casarse con ella. Solo me pidió que la llevara a la hacienda. Sus intenciones parecían honestas…

—El padre Juan Fernández Carrillo me ha dicho que Ana robó un vestido y un collar en colaboración con su amante, después de haberse comprometido con don Brás.

—Eso nos dijo él. Pero no sé…

—¿Pensáis que es una triquiñuela del hacendado?

—Eso me parece más verosímil…

«¡Toe, toe!», golpearon la puerta.

La Adelantada corrió a abrir. Le costó reconocer a la muchacha desgreñada que se echó en sus brazos.

—¡Ana!

La joven se le abrazó con desesperación.

—¿Qué te ha sucedido?

Sus gemidos conmovieron a la dama. Las demás muchachas se arremolinaron a su alrededor.

—¡Cálmate y cuéntamelo todo, hija!

Al apartarla de sí, vio que Ana le había manchado de barro el vestido. La lujosa camisa que la joven llevaba puesta estaba hecha un guiñapo, desgarrada y cubierta de fango.

—Ana, ¿qué te ocurre? —preguntó Rosa.

—¿Por qué estás tan mojada? —añadió Menciíta.

Los sollozos ahogaban su voz. Entonces, Mencía se fijó en Alonso, que estaba detrás.

—Yo os lo contaré, señora —dijo adelantándose. Estaba tan mojado y embarrado como Ana—. Tuvimos que escapar por el río de la persecución de don Brás. Yo, por pegar a un guarda.

—¿Y ella?

El gesto del joven se endureció con una mueca amarga.

—Por lo visto algunas damas no mantienen sus promesas de matrimonio —dijo con sarcasmo.

Se oyó un murmullo de las jóvenes.

—¡Yo no prometí nunca casarme con don Brás! —saltó indignada Ana.

—Al menos, le disteis esperanzas —replicó Alonso malévolamente.

—¿Por qué había de hacer algo así?

El joven se encogió de hombros.

—Soy un villano, desconozco los tejemanejes de las damas de alcurnia para hacerse con dinero.

—¿ Qué insinúas… ?

—No entiendo qué hacíais en la habitación de don Brás…

El capitán Salazar se colocó, de un salto, delante de él.

—¡Voto al diablo, bribón! ¡Cómo te atreves a poner en duda el honor de esta dama! ¡Fui yo quien la acompañó a casa de don Brás! ¡Primero la raptas y luego la insultas! ¡Esto te costará caro, rufián! —Sacó la espada.

Alonso frunció el ceño y avanzó desafiante hacia la punta de la espada.

—¡Yo no la rapté! ¡Pero si queréis pelea, dadme una espada!

Las jóvenes damas apoyaron con un murmullo la gallardía de Alonso.

Ana agarró el brazo del capitán y dijo:

—¡Es cierto, me ayudó a escapar! ¡Dejadle ir!

—¡Guardad la espada, capitán! Este mancebo no merece morir —gritó doña Mencía.

—Pero sí ser castigado por ofender a una dama. —Dio la vuelta a la espada para arrearle unos cintarazos al petulante joven.

—¡Lárgate de aquí, Alonso! —dijo doña Mencía cortándole el paso a Salazar—. Aunque en una cosa tengo que darle la razón al capitán. ¡No puedo consentir que un villano ultraje a mis damas!

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