El corazón del océano (43 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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Ana, que iba delante, se paró ante una canasta llena de granos de color marrón oscuro.

—¿Qué son esas almendras negrillas? —le preguntó al vendedor.

—Granos secos de
cacap
, señora.

—¿Caá… qué?


Cacap
o cacao, como lo llaman los españoles. Los indios aprecian tanto esas almendrillas, que algunos pueblos las usan como dinero.

—¡Pero si parecen
cacura
de carnero! —se rio Menciíta.

—¡Esa expresión es inapropiada para una dama! —la reprendió su madre.

—¿Para qué sirven? —preguntó Ana.

—Una vez molidas, esas almendras se mezclan con agua y harina de maíz y algo picante o dulce y se obtiene una bebida deliciosa que los indios del norte llaman
xocolatl
.

—¿La habéis probado?

—Sí. A mí me gusta con azúcar.

Doña Mencía dejó de prestar atención a la conversación porque vio acercarse al capitán Salazar.

—Seguidme a cierta distancia —les dijo doña Mencía a sus damas. Y puso al nieto en brazos de su hija mayor.

El capitán Salazar, en cuanto se aseguró de que nadie los escuchaba, le comentó:

—He logrado ganarme la confianza de don Brás.

—¿Sabéis ya en qué bando está?

—Sus relaciones con Tomé de Souza no son tan buenas como ambos quieren aparentar. En el fondo, rivalizan por conseguir el dominio de toda esta costa.

—Todos pretendemos lo mismo, capitán.

—Me temo que don Brás nos lleva ventaja.

—¿Y eso?

—No tiene escrúpulos ni sentido de la lealtad. Solo sirve a su ambición.

—¿Insinuáis que podría pasarse a nuestro bando?

—Si le pudiéramos ofrecer más tierras, creo que lo haría.

—Conviene tenerlo presente, capitán Salazar.

—Lo sé. A propósito, me ha rogado que lleve a las muchachas a su hacienda de San Vicente.

—¿Para qué?

—Quiere enseñarles el funcionamiento de un ingenio de azúcar que está poniendo en marcha.

—¿El funcionamiento de un ingenio? ¡Eso solo le interesa a Ana!

—Precisamente…

—¿Queréis decir que pretende a Ana?

—Me ha dicho que quiere casarse para… tener descendencia… y busca una hembra inteligente para ese menester.

—Tiene cientos de hijos, según me han contado.

—Hijos bastardos y mestizos. Es un noble. Los quiere legítimos y cuantos más, mejor. Su hacienda es tan extensa como la de un rey.

—Puede hacerse traer cualquier dama desde Portugal.

—Ana es inteligente y hermosa; seguramente se ha encaprichado de ella.

—¿De verdad…?

—Casarla con don Brás sería bueno para nuestros propósitos, señora.

—Sin duda…, aunque…

—¿Tenéis alguna objeción?

—Sí…

—Ese matrimonio sería un buen partido para Ana y a nosotros nos ayudaría a establecer una alianza con uno de los hombres más poderosos de Brasil.

—Claro…, pero…

—Le diré a don Brás que habéis dado permiso a vuestras damitas para ir a su hacienda de San Vicente.

—¿Quién las acompañará? El gobernador me ha prohibido salir de Santos y no me gustaría que fueran solas.

—Las escoltaré yo mismo, señora.

—Le pediré al padre fray Fernández Carrillo que vaya también.

—Sí, ese fraile tiene don de gentes, se lleva bien con las damitas… y con los hacendados.

—¿Creéis que Ana querrá ir? Don Brás no le cae bien.

—El ingenio de azúcar le produce mucha curiosidad. Si vos le pedís que vaya, no dudará en hacerlo.

—No me acaba de gustar…

—Ese matrimonio conviene a nuestros propósitos.

—¿Y a los de ella? Me duele imaginarla unida a un hombre como don Brás.

—Las mujeres sirven para concertar alianzas, señora.

—No tenéis corazón, capitán Salazar. Ella os… admira.

—Tengo una misión que cumplir; es lo único que me importa, y lo único que debiera importaros a vos si no fuerais…

—¿…Una mujer? ¿Insinuáis que por ser mujer antepongo mis sentimientos al deber?

El capitán Salazar guardó silencio.

—Bien, diré a las muchachas que irán con vos a la plantación de San Vicente.

—Don Brás celebrará una fiesta para inaugurar el ingenio. Me ha pedido que le entreguéis a Ana este broche de su parte. —Sacó de su bolsa de cuero un collar enorme rematado con una esmeralda con forma de estrella rodeada de aguamarinas.

—¡Qué piedra tan hermosa! ¡Nunca he visto nada igual! —exclamó la Adelantada.

—Se llama esmeralda trapiche por su forma de estrella; es muy valiosa.

—Debe ser don Brás quien se la entregue a Ana. Si se la doy yo, podría forzarla a aceptar…

—A todas las mujeres les fascinan las joyas.

—Ana es… especial.

—¿Creéis que pondrá objeción a matrimoniar con don Brás?

—Advertidle de que sea… persuasivo con ella.

—Un hombre con tanta fortuna es siempre persuasivo, doña Mencía.

—Parece mentira que precisamente vos… no conozcáis a Ana.

—Advertiré a don Brás.

—Cuidad de mis doncellas, especialmente de Ana.

—No os preocupéis, señora, aprecio en mucho a esa muchacha.

—Dios os guarde, capitán.

—Lo mismo a vos, señora.

VIII
UNA VISITA INESPERADA

Hacienda de San Vicente. Mes de diciembre del Año del Señor de 1553

H
abían pasado tres días de la huida de Ganga y Alonso estaba más tranquilo, pues pensaba que había logrado ponerse a salvo en la selva.

Cada día se le hacía más difícil soportar la crueldad con que los capataces trataban a los trabajadores de la hacienda. Esa tarde, al regresar del trabajo, vio a un joven negro en el cepo.

—¿Qué ha hecho? —le preguntó a Latir.

—Unos niños se pusieron a jugar con unas mazorcas de maíz que acababan de recoger. Un capataz los descubrió y comenzó a azotarlos. La abuela de uno de los niños intentó evitarlo. El capataz le pegó también y Bokesa se metió en medio para protegerla a ella y a los niños de los latigazos.

—¿Y por eso lo han castigado? —Alonso sentía una rabia infinita que le atoraba la garganta.

—Sí, amo, a estar dos días en el cepo.

Cada vez que pasaba por delante del desgraciado Bokesa, Alonso desviaba la vista para no cruzar su mirada con la del muchacho.

Se sentía culpable de no hacer nada para acabar con tanta crueldad, pero no sabía qué, ni cómo. Atormentado por estos pensamientos, tardó mucho en dormirse. Para colmo, al alba lo despertó un alboroto de gritos y ladridos. Salió de su cabaña y vio que traían a Ganga mordido por los perros. Venía atado a un palo que portaban entre dos hombres, como si fuera una pieza de caza. Lo dejaron en el suelo en mitad de la plazuela que formaban las cabañas de los esclavos y comenzaron a azotarlo. Alonso no pudo soportarlo y se fue. Cuando regresó, vio a Ganga en el suelo, con las manos encadenadas a los pies como si fuera un ovillo. Tenía la carne levantada en muchas zonas por los latigazos. Y gruesos goterones de sangre recorrían su cuerpo, desde los hombros a los tobillos. Alejado unos pasos, Latir, en cuclillas, le hacía compañía a Ganga, con la mirada en el suelo.

—¿Por qué no lo curan? ¡Se está desangrando!

—Quieren que muera lentamente, amo.

—¿Cuánto durará?

—Quizá muera mañana. Solo Dios lo sabe… ¡Ruégale que sea pronto!

Las damitas llegaron a la plantación de don Brás en San Vicente poco después de mediodía. Iban a contemplar el ingenio de azúcar, escoltadas por el capitán Salazar y el padre Juan Fernández Carrillo. No vieron el suplicio de Ganga, pues, por orden de don Brás, las mantuvieron alejadas de los barracones de los esclavos.

El hacendado salió a recibirlas a la puerta de su mansión, que tanto deseaban conocer las damitas, pues era famosa en Santos por su magnificencia.

—¿Podríamos visitar vuestra casa antes que el ingenio, don Brás? —le pidió Menciíta.

—Por supuesto, señoras, vuestros deseos son órdenes para mí —respondió.

—Yo preferiría ver el ingenio —masculló Ana.

—Luego me encargaré de enseñároslo personalmente, señora Ana. Mientras, Adalberto, mi mayordomo, os mostrará mi humilde mansión.

Lo primero que sorprendió a las damiselas fue la cantidad de muchachas de todos los colores que pululaban por estancias y pasillos. Eran hermosas. Algunas tan jóvenes que parecían niñas y todas enjoyadas con zarcillos, broches y collares.

—¿Os habéis fijado? ¡Van cubiertas de alhajas! —masculló María de Sanabria.

—Sí, se ciega uno al mirarles las pecheras, ¡por lo que brillan! —exclamó el padre Juan, admirado de tantos joyeles de oro como llevaban.

—¡La hacienda de don Brás debe de ser esplendorosa cuando hasta sus criadas van cubiertas de joyas! —comentó Menciíta con envidia.

El capitán Salazar reprimió una carcajada y dijo:

—No son exactamente criadas…

—¿Son sus hijas? —preguntó el sacerdote, escandalizado.

—Bueno…, alguna podría serlo.

Esa noche Alonso no había dormido. Una y otra vez se le venía a la cabeza la visión de Ganga desangrándose en el suelo, atado como una pieza de caza. Al ir a trabajar, dio un rodeo para no verlo. Al regreso, hizo acopio de valor y se acercó. Ganga estaba consumido por la fiebre.

—¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó en un susurro.

—Aguuaaa —balbuceó. El bozal de cuero con el que le habían tapado la boca le impedía hablar con claridad.

Alonso entro en la choza de unos esclavos, buscó una calabacilla, la llenó de agua y volvió a darle de beber.

Latir, que había vuelto junto a Ganga para hacerle compañía después del trabajo, le advirtió:

—¡No hagas eso, amo!

—Necesita beber. Está ardiendo.

—¡Podrían tomar represalias contra ti!

—Da igual, Latir.

—El agua solo prolongará su agonía. Cuanto antes acabe, mejor.

Alonso comenzó a desatar el bozal que cubría la boca de Ganga. Era un redondel de cuero con agujeros para respirar, atado con correas a su nuca.

—¡Bebe, Ganga! —Le acercó la calabacilla. Pero el agua resbalaba por las comisuras de sus labios. Era incapaz de tragar.

—¡Bebe, Ganga!

Lo zarandeó.

—¡Bebe! —insistió con desesperación.

—Ya no tiene fuerzas —murmuró Latir.

—Ayúdame a incorporarlo.

Latir hizo un gesto de resignación y se arrodilló para sostenerle la cabeza.

—Es inútil, amo. Se está muriendo.

—¡No! ¡No! ¡Bebe, Ganga! ¡Bebe! ¡Por amor de Dios! —Se le iba el aliento por momentos, pero Alonso se resistía a aceptarlo.

Un guarda enorme y corpulento como un toro se acercó al verlos junto al prisionero.

—¡Eh!, ¿qué hacéis ahí? —preguntó.

—¡Le estoy dando agua! —replicó Alonso.

—¡Está prohibido!

Se oyó un estertor.

—¡Necesita beber!

—Ya no necesita nada —musitó Latir—. Ha muerto.

—¿Es este esclavo viejo quien te ha pedido que le des agua?

—¡No, ha sido cosa mía, él no tiene nada que ver! —exclamó Alonso.

El guarda agarró al anciano por los pelos y lo levantó.

—¡Vaya, pero si es Latir! ¿Cómo se te ha ocurrido esta bellaquería? ¿Es que no sabes que está prohibido dar de beber a los penados?

—¡He sido yo! —gritó Alonso—. ¡Latir quiso impedírmelo!

El guarda desenrolló un latiguillo que colgaba de su cintura mientras decía:

—Se ve que le tienes gusto al látigo, viejo. ¡Esto te costará unos buenos azotes!

—¡No es justo! —Alonso le sujetó la mano. El guarda lo tiró al suelo de un codazo.

—¿A que te azoto a ti también, majadero?

—¡Soy el asentador!

—¡Lo que eres es un mentecato! ¡Apártate si no quieres recibir tú también un correctivo!

—¡Obedécele, amo! —masculló Latir—. Si lo enfadas, me matará. ¡Y puede que a ti también!

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