—¿Ah, sí…?
—Su Santidad el Papa determinó que estas tierras les pertenecían antes de nuestra llegada y…
—¿Cómo voy a trabajar entonces mis plantaciones, señora?
—¡La ley ha de cumplirse!
El rostro del
fazendeiro
se crispó. Don Tomé de Souza terció en la conversación.
—Estáis recién llegada y sin duda desconocéis que en el Nuevo Mundo las órdenes se acatan, pero no se cumplen —dijo con aspereza.
La Adelantada enrojeció de ira. Menciíta, al darse cuenta, masculló en voz muy baja:
—¡Sed prudente, madre! Sería descortés enemistarnos con don Brás siendo sus invitadas.
—La ley ha de cumplirse —repitió la dama con voz severa—. Y yo tengo la obligación de dar parte de este desacato.
—¡Lo que pase en esta Capitanía no es asunto de vuestra incumbencia, señora! —replicó don Brás—. ¡No es propio de una mujer, y menos de vuestra alcurnia, meterse en asuntos de gobierno!
—Represento a mi hijo, soy la Adelantada…
—¡No en tierras portuguesas! —la cortó secamente el gobernador.
—¡Estas tierras pertenecen a España! ¡Nos las habéis arrebatado!
—Si decís una palabra más, tendré que arrestaros —aseveró el gobernador, rojo de ira.
Doña Mencía se mordió los labios y no volvió a hablar durante el resto del recorrido. Ni nadie más.
Ana admiró su rectitud, aunque no acababa de entender por qué la esclavitud de los indios la indignaba y la de los negros no.
Una vez en la mansión, mientras Menciíta y ella se quitaban las faldas verdugadas, musitó:
—No debería haber esclavos.
—Alguien tiene que trabajar.
—¿Has pensado alguna vez que, si los piratas nos hubieran apresado, ahora nosotras seríamos esclavas?
—¿Nosotras…? —se escandalizó Menciíta—. No creo que se atrevieran… ¡Somos damas! ¡Damas cristianas!
—Para nuestros compradores seríamos infieles.
—¡Nuestra fe es la verdadera!
—Lo sé. Pero los judíos, los musulmanes y los demás infieles piensan lo mismo.
Menciíta abrió los ojos, incrédula.
—¿Piensan que los cristianos somos infieles? ¡Pero si Dios nos ha revelado su palabra y su Hijo ha muerto en la cruz por nosotros!
—Por eso, sería mejor que no hubiera esclavos.
—¡Siempre los ha habido y siempre los habrá, Ana!
—Pero… ¿es justo?
—¡No son como nosotros!
—Tu hermana y yo visitamos en secreto el poblado africano y nos sorprendió ver que se comportan igual que en cualquier villa de Extremadura. ¡Son como nosotros, Menciíta!
La joven miró a Ana con aprensión.
—Últimamente desvarías, Ana.
—¿Qué quieres decir?
—Hablas como si hubieses olvidado nuestros… principios; lo que nos ha sido enseñado.
—Uso la razón.
—La fe está por encima de la razón.
—Dios nos ha provisto de razón para que la usemos.
—¿A qué te refieres?
—Mi razón me dice que no es lícito hacer esclavos… Y que tampoco es justo que, por el mismo acto, las mujeres pequemos y los hombres no.
—¿Te refieres a la fornicación? —Ana asintió y la joven Mencía la miró escandalizada—. No diré nada de esta conversación, pero debes prometerme que mañana mismo hablarás con tu confesor.
—¿Para qué?
—Para que… fortalezca tu fe y aleje esos… desvaríos de tu mente. Vamos a rezar un rosario antes de acostarnos.
Ana suspiró resignada.
—Sí. Me hará bien. Gracias, Menciíta.
Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. De junio a octubre del Año del Señor de 1553
L
as relaciones de doña Mencía con el gobernador se enfriaron a partir de aquel paseo por la plantación de don Brás. Cesaron las invitaciones a fiestas y, cuando se cruzaban en misa o en la calle, los saludos entre ambos eran atentos, pero distantes.
Sin embargo, cuando a primeros de septiembre el barco con destino a Lisboa se disponía a zarpar de Santos, doña Mencía fue a visitarlo acompañada de Ana. Aunque no habían solicitado audiencia, las recibió con prontitud.
Su despacho estaba decorado con tapices de Flandes y muebles de madera negra, exquisitamente torneados.
—¿Qué se os ofrece, señora? —preguntó con frialdad.
Doña Mencía sacó de la cartera de cuero que llevaba un fajo de cartas lacradas atadas con una cinta de color verde.
—Excelencia, os ruego que entreguéis este correo a nuestro embajador en Lisboa. Supongo que… no tendréis inconveniente.
—No, si me decís de qué trata.
—La mayoría son cartas de los miembros de mi expedición a sus familias. Yo, además, mando una oficial al Consejo de Indias en la que le informo de todas las vicisitudes y desgracias que nos han acaecido desde que zarpamos de Sevilla. Ruego que nos mande un barco para que podamos reunimos con mi hijo en Asunción, donde, supongo, hace meses que nos espera.
—Será un placer complaceros, señora. Encargaré a alguien de mi confianza que se ocupe personalmente de que estas cartas lleguen a su destino.
—Estoy muy agradecida a vuestra merced por este favor, excelencia.
—No tenéis por qué. Siento no poder dedicaros más tiempo; tengo asuntos urgentes que atender —dijo al tiempo que les hacía una reverencia.
Cuando bajaban las escaleras, Ana comentó:
—Da gusto tratar con caballeros.
—Sí, dominan la hipocresía con más maestría que los plebeyos.
—Pero… nos ha tratado bien.
—Demasiado bien… ¿Sabes lo que dicen los judíos, Ana?: «Mano que quieras ver herida, bésala».
—¿Receláis de él?
—No tengo por qué… pero… bah, seguramente estoy equivocada. Pese a nuestras diferencias, ha aceptado entregar el correo.
—Ya os había dicho el capitán Salazar que lo haría.
—He de reconocer que estaba errada… pero…, no sé…
Dos días después, el gobernador hizo llamar a doña Mencía a su despacho. Esta vez su actitud era severa. Ni siquiera se levantó para recibirlas.
—Señora, aunque nuestros intereses son opuestos, os he prestado socorro y os he acogido en esta Capitanía.
—Así es, y os estoy profundamente agradecida por ello, excelencia.
—¿Y me lo habéis pagado delatándome?
—No… entiendo.
—¡En vuestras cartas informáis de que utilizamos esclavos indios en las plantaciones!
—¿Habéis osado leer mi correo? —farfulló indignada—. ¿Cómo os habéis atrevido?
—Señora, ¿me tomáis por un ingenuo o por un estúpido?
—Ni por un momento se me pasó por la cabeza perjudicaros, excelencia. Digo claramente que son los
fazendeiros
, y no vos, los responsables de ese desacato…
—¡No teníais que haber dicho nada! ¡No teníais que haberos metido en lo que no os incumbe!
—Mi deber como Adelantada es hacer cumplir la ley.
—¡No sois Adelantada! Solo sois una… necia que pretende arrebatarle el cargo a su hijo.
La dama tragó aire. Luego, replicó impertérrita:
—Nuestros reyes han legislado que los indios son sus súbditos y que está prohibido esclavizarlos.
—¡Mujer de poco seso! ¡Lo único que les interesa a nuestros reyes es ver aumentados sus dominios y sacar buenas rentas de ellos!
—Y a vos, enriqueceros.
—¡Estas palabras os costarán caras!
—Solicito que me vendáis un bergantín, pólvora y vituallas para abandonar esta Capitanía lo antes posible. Don Juan de Salazar, como tesorero mayor, firmará los pagarés por su coste y os serán abonados por la Casa de Contratación.
El gobernador estalló en carcajadas.
—No habéis entendido nada. Vos y el resto de las mujeres sois mis prisioneras.
—¿Y los hombres?
—¡También, pero me preocupan menos! ¡Los hombres no paren hijos!
—Según el Tratado de Tordesillas, todas las tierras que quedan al sur o al oeste del meridiano que pasa precisamente por este lugar pertenecen a la Corona española.
—No puedo creer que seáis tan ingenua. Este territorio será de quien primero lo colonice, señora. ¡Y los portugueses nos estamos adelantando!
—¿Soy vuestra prisionera?
—Sí.
—Entonces, no quiero seguir alojada en…
—¡Será un placer complaceros! ¡Mañana mismo abandonaréis la mansión de don Brás! —Sacó del cajón un fajo de cartas abiertas y se las puso con brusquedad en la mano—. Tomad, por si queréis conservarlas.
A continuación, tocó la campanilla que estaba sobre su mesa.
—Creo que estas señoras quieren irse —le dijo al alguacil de la puerta.
Esa misma tarde, los soldados del gobernador trasladaron a las mujeres desde la mansión de don Brás a una enorme choza rectangular de cañas y tejado de paja, construida para ser usada como atarazana del puerto y situada muy cerca de las viviendas de los esclavos.
Un par de soldados se quedaron de guardia en la puerta para impedir que la Adelantada abandonase su encierro. Las demás tenían permiso para salir a hacer compras u otras diligencias, a condición de que no abandonasen la villa.
Julita se lamentaba en un rincón.
—¡Otra vez a pasar penurias! Tenía que haber aceptado al ganadero.
—¿Te refieres al porquero? —se interesó Trini.
—Sí… Tenía dinero.
—Y sesenta años.
—¡Mejor!
—No te quejes —intervino Rosa—. Por lo menos ahora tienes hilo para zurcir, que en San Francisco…
Pese a las bromas, las jóvenes estaban deprimidas. Hacía cinco años que habían abandonado sus hogares y su situación volvía a ser penosa. Ya no eran niñas a las que se las pudiera ilusionar con quimeras. Estaban hartas de tantas zozobras.
Isabel de Contreras llegó a la atarazana en ese momento con sus hijas. También a ella la habían expulsado de la casa en la que se alojaba.
—¡No puedo creer lo que has hecho, Mencía! —le reprochó a su amiga, delante de las jóvenes—. ¿A quién se le ocurre mandar esa carta? ¿Qué te importa a ti que esclavicen a los indios? ¿Es que no eres capaz de mantener la boca cerrada?
—No, cuando se trata de defender mis principios, Isabel.
—¿Tus principios…? Querrás decir tu arrogancia. Mira cómo nos vemos, Mencía. ¡Alojadas como miserables esclavas! —señaló la larga fila de catres con colchones de paja, arrimados a las paredes de caña de la atarazana.
—Hice lo que consideré justo. Y lo volvería a hacer.
—También es justo que te ocupes de los tuyos, ¿o no?
—En esto, Mencía, he de darle la razón a doña Isabel —intervino Sancha—. Has echado a perder nuestro bienestar por culpa de tus arrebatos. ¡Igual que cuando eras una niña!
—¿Lo ves? Sancha está de acuerdo conmigo —insistió Isabel.
—Lo sospechaba.
—¿Has pensado en qué comeremos, Mencía?
La Adelantada agachó la cabeza.
—Supongo que el gobernador nos alimentará —musitó.
—¿Y si no lo hace?
—No sé, Isabel…Tendremos que trabajar… supongo.
—¿Y en qué piensas que podríamos trabajar?
—Quizá… bordar.
—¡Esta ciudad está llena de esclavos! ¿Por qué habrían de pagarnos por algo que las esclavas pueden hacer muy bien… ¡y gratis!?
—Ya se nos ocurrirá algo hasta que nos llegue socorro de España.
—¡El socorro de España siempre llega tarde! Y mientras, ¿qué comerán estas muchachas? ¿Y el resto de los colonos?
—¡No me atormentes, Isabel!
—¡Pide perdón al gobernador, Mencía!
—¡Jamás haré tal cosa!
—Estás dispuesta a sacrificarlo todo por tus principios, ¿verdad?
—Sí, y por mis deberes.
—¿Sabes qué decía mi padre? Son más de temer los iluminados que los malvados —dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas, Isabel?
—A hablar con el capitán Salazar. Quizá a él se le ocurra algo para que podamos mejorar nuestra situación. ¡También le pediré que me consiga una casa digna para mí y para mis hijas! ¡Porque no pienso quedarme en este establo! ¡Aunque para conseguirlo tenga que besar los pies al gobernador y disculparme una y mil veces por tus desvaríos!
Cuando doña Isabel salió, la Adelantada estalló en sollozos, pero Ana no se atrevió a consolarla.
En cuanto el capitán Salazar se enteró de lo ocurrido, pidió audiencia con el gobernador. Tras una ardua negociación, que se prolongó durante dos días, llegó con él a un arreglo y fue a visitar a la Adelantada, que seguía recluida.
Saludó a doña Mencía con una inclinación y se dirigió al lugar donde estaba doña Isabel con sus hijas. Le dijo algo en voz baja.
La dama asintió con una inclinación de cabeza y fue a recoger sus pertenencias.
La Adelantada señaló a Salazar un banco de caña junto a la mesita que le servía de escritorio.
—Sentaos, capitán, y contadme el resultado de vuestra mediación.
El siguió en pie.
—Señora, en calidad de tesorero mayor he negociado con don Tomé de Souza un préstamo con cargo a la Casa de Contratación para que tanto vos como las doncellas a vuestro cargo podáis vivir con dignidad mientras permanezcáis prisioneras en esta Capitanía.
—¡Alabado sea Dios! ¡Gracias, capitán! ¿De cuánto es el préstamo?
—De cien ducados.
—¡No es suficiente para todos!
—Lo sé… Está destinado a cubrir tan solo la alimentación de las mujeres. El gobernador piensa que el hambre las podría llevar a… situaciones indecorosas.
Doña Mencía se mordió el labio inferior.