—Descuida, Ulrico, sé lo que me hago.
Se despidieron con un abrazo afectuoso.
Mientras fingía despertarse, Alonso pensó que la conversación no había aclarado sus dudas: seguía sin averiguar si Salazar era un traidor.
Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de febrero del Año del Señor de 1554
L
a llegada de un navío al puerto de Santos era un acontecimiento extraordinario y, cada vez que sucedía, los moradores de la ciudad abandonaban las tareas que los ocupaban para acudir al puerto a recibirlo.
En esta ocasión, el barco traía artículos suntuosos: joyas hermosísimas, tapices de Flandes, vajillas esmaltadas y una gran variedad de ricas telas y brocados para confeccionar vestidos.
En cuanto la nave fue descargada, todas las mujeres pudientes de Santos —desde las linajudas damas portuguesas hasta las adineradas concubinas indias, mulatas de piel canela o negras— acudieron al mercadillo del puerto a escoger lo que ansiaban pedir a sus maridos, amos o amantes.
Ana acompañó a Menciíta, pues a esta, aunque no disponía de dinero para comprar nada, le encantaba curiosear las exquisiteces que venían de Europa.
La hija de la Adelantada se paró en la zona de los joyeros a contemplar un aderezo hermosísimo, engastado con diamantes de Brujas.
—¡Nunca vi nada así! ¡Es precioso! —exclamó.
En esto, llegaron otras dos damas de la expedición, Julia y Consuelo. Ana dejó a Menciíta curioseando alhajas con ellas. Le molestaba la avidez con que miraban las joyas. Parecían importarles más que nada en el mundo.
—¡Señora Ana, acercaos! —la llamó Alonso desde un puesto.
Llevaba tiempo evitándolo y él tampoco había hecho nada por verla. Por lo que había oído, seguía trabajando para el comerciante de paños y le iba bien. A su pesar, lo encontró atractivo; sus ojos grises resaltaban en su cara tostada por el sol.
—¡Si vas a pedirme perdón, puedes ahorrarte la molestia! —le espetó.
Alonso acercó su rostro al suyo. Ella enrojeció.
—Por favor, decidle a doña Mencía que venga a verme —se limitó a susurrarle él al oído.
—¿A ti…? —preguntó con acritud—. El gobernador la tiene sometida a vigilancia.
—No parecerá sospechoso que se acerque al mercado a curiosear las mercancías recién llegadas. Es necesario que hablemos.
Ana pensaba que la dama rehusaría ir a entrevistarse con él, pero, para su sorpresa, acudió rápidamente.
Caminó entre los puestos con naturalidad, seguida de Ana. Se paraba en casi todos y fingía interesarse por las mercancías. Al llegar al de Alonso, pasó de largo.
—¡Señora, acercaos! —gritó él—. ¡Vendo calzas, medias, camisas bordadas, lechuguillas, saboyanas para las damas! ¡Y los mejores paños, alfombras y tapices de Flandes! ¡Venid y palpad!
—Sí. Son de calidad, el tejido es muy prieto —comentó la dama fingiendo que sopesaba las telas.
—Señora —susurró Alonso muy quedo—, ¿seguís interesada en enviar un mensaje al Consejo de Indias?
—Sí, claro.
—Tengo un medio de hacerlo.
La dama fingió que revolvía entre las alfombras. Tiró de una raída y preguntó:
—¿Cuánto cuesta esta, mancebo?
—Ciento cincuenta maravedíes.
—¡Has perdido el juicio, gañán! ¡Esta podredumbre no vale más de tres reales! —gritó para que la oyeran.
—Tengo otra, más digna de vos.
—No puedo permitirme nada mejor. Llevad esta a mi casa. Me llamo Mencía de Sanabria. Preguntad donde las atarazanas; cualquiera os señalará dónde vivo. Pero no os daré más de dos reales por esa alfombra, ¡es lo justo!
—La llevaré en cuanto cierre a vuestra casa, señora.
Al atardecer, Alonso se presentó en el bohío de doña Mencía con la alfombra al hombro. Ana hizo un mohín de contrariedad al verlo. Aquel mancebo iba a buscarles problemas con el gobernador. Doña Mencía no prestaba atención a los buenos consejos del capitán Salazar.
La dama llevó a Alonso a un rincón donde nadie los escuchase y, tras hacerle sentar, le preguntó:
—¿Cómo podéis mandar el mensaje?
—Antes quiero explicaros algo importante. Un alemán llamado Ulrico llegó hace un mes de Asunción para zarpar en el primer buque que saliera para Lisboa.
—El capitán Juan de Salazar ya me habló de eso.
—¿Y no os ha contado también que Ulrico lleva un mensaje de Irala para Su Majestad? Por lo visto Irala quiere que el Rey lo nombre Adelantado.
—Eso no me lo contó. Últimamente Juan de Salazar y yo estamos algo… distanciados. ¿Cómo te has enterado tú?
—Escuché una conversación entre don Juan y Ulrico. Por lo visto son viejos amigos.
—Participaron juntos en la exploración del Río de la Plata y en la fundación de la ciudad de Santa María del Buen Aire.
—¿Os fiáis de ese Ulrico?
—No lo conozco.
—¿Y de Salazar?
La dama se revolvió. La inquina de aquel mancebo contra Salazar la irritaba.
—Pese a nuestras diferencias, confío en él, sí —añadió con aspereza.
Alonso asintió.
—En el viaje de vuelta a España, a Ulrico lo acompañará un fraile; fray Antonio del Pino, se llama.
—¿Es el sacerdote alto, delgado y de ojos claros que el domingo coofició la misa con el padre Juan?
—Sí.
—Lo conozco.
—Nos hemos hecho amigos y me ha comentado que tiene el encargo de llevar semillas del Nuevo Mundo al monasterio de Couto, en Galicia, por ver si pueden adaptar su cultivo a esas tierras.
La Adelantada se impacientó:
—¿Y eso qué tiene que ver…?
—El monasterio de Couto queda cerca del de Caaveiro, donde es prior el padre Xoán, mi protector, de quien ya os hablé en Sevilla.
—Sí, lo recuerdo.
—Fray Antonio del Pino me ha prometido llevar una carta a mi madre. Le diré que se la entregue al prior de Caaveiro. —La Adelantada lo miraba anhelante—. Junto con esa carta, vos podríais enviar el informe al Consejo de Indias.
—Siento desilusionarte, Alonso, pero el gobernador lee todo el correo. Así consigue que no salga de esta Capitanía ninguna información que pueda perjudicarle.
—Lo sé, y tengo un plan.
—¿Cuál?
—Envolveré la carta a mi madre en un pliego, a modo de sobre, y en ese pliego vos escribiréis el informe para el Consejo de Indias, con tinta invisible.
—¿Cómo sabrá tu madre que el envoltorio de su carta es un informe para el Consejo de Indias?
—Mi madre no sabe leer. Será el prior de Caaveiro quien lo lea.
—¿Y cómo lo sabrá el prior?
—He pensado en eso. El día en que zarpe el barco, antes de que suban los pasajeros, subiré a bordo y pondré una nota entre los papeles o las ropas de fray Antonio, explicándoselo.
—¿Y si ese fraile avisa a Tomé de Souza?
—Es un hombre honrado, de buen corazón. Y leal a nuestro Rey. Además, descubrirá la nota después de que el barco haya zarpado. ¿Qué ganaría con denunciarme?
—El gobernador deja que un retén haga guardia durante la noche para vigilar que nadie suba a las naos que están a punto de zarpar.
—Lo sé.
—Lo que te propones es arriesgado. Mucho, Alonso.
—¿Qué puedo perder?
—La vida.
—No me importa.
—A mí, sí.
La Adelantada dudó un instante antes de decir:
—Ana te llevará el informe en cuanto lo tenga escrito.
—Hacedlo con leche o zumo de limón para que las letras desaparezcan al secarse.
—Sí, ya sé. ¡Por el amor de Dios, ten cuidado!
Alonso salió con la alfombra. Le diría a su jefe que la dama, al fin, la había rechazado porque estaba deshilachada.
A la mañana siguiente, la Adelantada fue a visitar a doña Isabel, que la recibió con alborozo.
—En los últimos tiempos, no te prodigas mucho. Apenas vienes a verme.
—El ansia por mi hijo me tiene trastornada, Isabel —se disculpó.
—¿Sigues sin noticias?
—Lo único que sé es que aún no ha llegado a Asunción.
—Eso me han dicho.
—Necesito entretenerme en alguna tarea y he pensado que podría dejar constancia escrita de lo acontecido desde el ataque de los piratas.
—Me parece muy atinado, Mencía.
—Pero no tengo recado, ni papel, ni medios de conseguirlos. Ya sabes de las condiciones miserables en las que vivo.
—Si no te hubieras enfrentado al gobernador, no estarías en esta situación de penuria. Deberías haberte tragado tu orgullo.
La Adelantada se mordió el labio antes de contestar dócilmente:
—Lo sé, Isabel.
—En fin, te conseguiré recado y papel para que puedas escribir. Mañana te los haré llegar.
—Gracias, Isabel, pero no hace falta que te molestes. Ana vendrá a buscarlos.
En cuanto tuvo el recado, Mencía pidió un cuenco de leche y empezó a escribir. Según la leche se iba secando, comprobaba con satisfacción que las letras se desvanecían. Pidió al Consejo de Indias que se interesara por la suerte de su hijo Diego. Y que elevara una protesta ante su Serenísima Majestad el Rey de Portugal por su arresto y por el de su expedición en Santos. Tampoco se olvidó de mencionar que el gobernador portugués permitía que se utilizasen esclavos indios en las plantaciones de Brasil, desafiando la autoridad de su monarca y del mismo Papa.
Una vez terminado el informe, descosió la esquina de un cojín y escondió el papel en su interior, cuidando de disimularlo entre la lana del relleno.
—Ana, ve al mercado y pregúntale a Alonso si puede conseguir un cojín semejante a este.
La joven, contrariada por tener que volverlo a ver, fue de mala gana al puesto.
—¿Puedes conseguir un cojín parecido para doña Mencía?
Alonso tomó el cojín entre las palmas de las manos para palparlo.
—Quizá haya alguno en el almacén. ¿Puedo quedármelo hasta mañana?
—Imagino que sí —contestó Ana secamente, y se alejó.
Pese al desaire con que lo trataba, caminaba con tal gracia que Alonso fue incapaz de apartar su vista de ella hasta que la engulló la multitud.
Al atardecer, antes de que se fuera la luz, Alonso escribió la carta a su madre:
Querida madre:
Espero que al recibo de la presente hayáis superado vuestro mal del pecho y os halléis bien de salud.
Hace mucho tiempo que ansió tener noticias vuestras y supongo que a vos os ocurre lo mismo con respecto a mí. Las penurias han sido muchas y el tiempo se ha ido sin que tuviera ocasión de comunicarme con vos. Algún día, cuando nos veamos, os contaré con detalle las incidencias de este accidentado viaje al Nuevo Mundo. Basta que sepáis que estoy bien. Tengo un buen empleo en la ciudad de Santos, un puerto en la Capitanía de San Vicente, que está bajo el gobierno de don Tomé de Souza. Ardo en deseos de llegar a Asunción para hacer fortuna y así poder reunirme con vos.
Lo mismo que al padre Xoán —que imagino habrá cuidado de vos mejor de lo que lo hubiera hecho yo mismo—, os deseo la mayor de las venturas hasta el día —quiera Dios que no sea muy lejano— en que podamos volver a encontrarnos.
Vuestro amado hijo,
Alonso.
Añadió al pie de la carta una nota escrita en tinta invisible:
Padre Xoán:
Estamos prisioneros de los portugueses. No tengo tiempo de extenderme en contaros las calamidades y avatares que hemos sufrido, pero podréis poneros al corriente a través del Consejo de Indias.
Precisamente, la cubierta o sobre de esta carta es un mensaje escrito en tinta invisible por doña Mencía para el Consejo. Os ruego encarecidamente que lo hagáis llegar a su destino, pues es de sumo interés para el gobierno de estas tierras.
Hacedme saber si ha habido un nuevo levantamiento de los
irmandiños
y mi familia sigue intentando matarme. También quiero pediros otro favor personal: averiguad si el capitán Juan de Salazar y Espinosa es un traidor. Sospecho que atentó contra mi vida y necesito saber si he de cuidarme de él.
Vuestro fiel servidor,
Alonso de Lanzós.
Esa noche se presentó en casa de fray Antonio del Pino, que lo recibió con una afable sonrisa.
—¿Qué se te ofrece, Alonso?
—Me dijisteis que viajáis a España dentro de unos días. Y vais a parar en el monasterio de Couto.
—Así es.
—Ese monasterio está a pocas leguas de Pontedeume, la villa donde nací y vive mi madre.
—¿Deseas volver a verla?
—¡Más que nada en el mundo! —exclamó con profunda tristeza.
—Yo te llevaría escondido —bromeó el fraile—. Pero te descubrirían. ¡Viajo debajo de la escalera de cubierta en un camarote de dos por dos varas! ¿Vienes a darme la carta para tu madre, verdad?
—Sí. Si tuvierais la bondad de llevársela, os estaría eternamente agradecido.
—Ya te dije el otro día que lo haré con mucho gusto; además, mi amadísima hermana Sara vive en una aldea cercana y aprovecharé para visitarla. ¿Cómo encontraré a tu madre?
—Bastará con que hagáis llegar la carta al monasterio de Caaveiro. El prior la conoce y se la leerá.
—Es una carta personal, supongo. Porque ya sabes que el gobernador…
—Por supuesto, fray Antonio.
El fraile le sonrió al coger la misiva y Alonso se quedó con la duda de si habría adivinado la verdad.
La víspera de que la nao zarpase hacia Lisboa, Alonso paseaba por el muelle atento a la carga de los estibadores. Cuando vio que subían la caja del correo, pensó: «Espero que la carta a mi madre haya pasado la censura del gobernador».