—Nadie más que yo ansia ver partir esta expedición. Los portugueses se están haciendo con tierras que nos corresponden. ¡Y el tiempo es crucial!
—¡Dejadme ir!
—Señora, nos urge fundar una colonia en la costa para impedir que los portugueses sigan avanzando hacia el sur, pero no puedo poneros al frente de una misión tan peligrosa.
—¿Por qué?
—¿Es que no os dais cuenta de que intento protegeros? —Se retorció las manos—. ¡No puedo autorizar que salga de Sevilla una expedición compuesta en su mayoría por mujeres! ¿Creéis que en la selva harán mucha diferencia entre una mujer india y una española? Y si consiguierais llegar a Asunción, ¿pensáis que Domingo Martínez de Irala entregará el mando a vuestro hijo, un imberbe de menos de dieciocho años que por un capricho del destino ha recibido el Adelantazgo del Río de la Plata?
Doña Mencía, pálida de ira, se puso en pie:
—¡Irala acatará las órdenes de Su Majestad! ¡Me encargaré de que así sea!
—Irala no es el que más me preocupa, señora. A su manera es fiel a la Corona… —Se detuvo un instante antes de decidirse a continuar—. Se rumorea de una conspiración… para entregar ese territorio a los portugueses. Hay unos cuantos nobles que, a cambio de tierras, están dispuestos a traicionarnos. Pero no puedo denunciarlos ante el Emperador sin pruebas.
La Adelantada recordó la conversación con el muchacho que las había abordado.
—¡Ah! Me acaban de hablar de una carta con la lista de los conspiradores.
—¡Alabado sea Dios! ¡Creí que se había perdido! ¡Dádmela!
—No la tengo.
—¿Quién os habló de…?
—Se dice el pecado, pero no el pecador.
—¿Por qué «ese pecador» no os dio la carta antes?
—La perdió.
—¿Os ha dicho algo más?
—Que mi esposo fue envenenado. ¡Qué absurdo!
—No tanto. Tomad precauciones.
—¿Qué insinuáis?
. —Alejad de vuestro entorno a las personas que tuvieron la ocasión de envenenarlo.
—Tan solo don Pedro, su secretario, ha estado con él…, pero…
—¡Despedidle!
—¿De veras creéis que…?
—Todo es muy confuso… ¡Si no tardasen tanto en llegar las noticias desde Asunción!
—Mi presencia en esa ciudad sería muy conveniente para proporcionaros una información fidedigna de lo que allí ocurre.
El marqués miró fijamente a doña Mencía y después asintió.
—Conozco pocas mujeres con vuestro tesón. ¿De verdad estaríais dispuesta a partir… sola, si fuera preciso?
—Sí.
El marqués se acercó a la mesa y cogió un documento.
—Voy a firmar ahora mismo la capitulación de vuestro hijo don Diego. ¿A qué fecha estamos?
—A doce de marzo.
Firmó el documento y se lo mostró a la dama.
—Tiene que ser ratificado por Su Majestad, que a la sazón se halla en Valladolid.
—¿Impedirá este documento que Alanís de Paz sea nombrado gobernador?
—Nada me gustaría más, señora. Pero le apoyan gentes poderosas.
—La ley está de mi parte.
—Y yo.
—Gracias, marqués.
El presidente del Consejo de Indias se sentó y unió las yemas de los dedos de ambas manos.
—¿Conocéis al capitán Salazar?
—Desde luego. Se había hecho muy amigo de mi esposo y con frecuencia acompaña a mis hijas y a las de doña Isabel en sus paseos por Sevilla.
—Salazar regresó para testificar en el juicio de Cabeza de Vaca y, al saber que vuestro esposo preparaba una expedición al Río de la Plata, me pidió permiso para unírsele.
—Lo sé.
—Es un hombre de gran genio y valor: caballero de Santiago y cristiano viejo. Fundó la ciudad de Asunción y fue alcalde de Santa María del Buen Aire.
—Un hombre excepcional, sin duda.
—Este Consejo de Indias le ha otorgado el título de tesorero real del Río de la Plata.
—Estará a mi lado como consejero.
—¿Nada más…?
—Podría nombrarlo capitán de la expedición.
—Eso demostraría que sois una mujer inteligente. Voy a leeros una de las cláusulas de la capitulación que el Rey otorgó a vuestro esposo cuando lo nombró Adelantado. Dice así: «El que case con la hija mayor del Adelantado será nombrado alcalde de Asunción».
Siguieron unos instantes de silencio.
—¿Insinuáis que debo casar a mi hija María con el capitán Salazar?
Un escalofrío recorrió la espalda de Ana.
—Los hombres que han vivido en las Indias no suelen estar de acuerdo con los matrimonios concertados.
—Tampoco yo me siento capaz de imponer a mi hija un casamiento que le disguste…
—Imponer es una palabra muy dura; convencer es más adecuada. Haréis una larga travesía y vuestra hija es joven y hermosa. .. No creo que le sea difícil conquistar al capitán, y a vos tampoco os costará mucho persuadirla de que lo haga. Bastará con que saquéis a colación que se ha fijado en ella. En fin, ese matrimonio sería muy conveniente para nuestros propósitos.
—Haré todo lo posible para que se lleve a cabo.
—Y yo para que vuestro hijo Diego sea confirmado como Adelantado.
Ana tenía un nudo en la garganta. El primer hombre en el que se había fijado estaba destinado a otra mujer. Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le humedecieran los ojos, aunque no habría importado. Aquellas dos personas no le prestaban la más mínima atención. Lo único que les importaba era que la expedición llegase cuanto antes al Río de la Plata.
Sevilla. Otoño del Año del Señor de 1549
E
l 25 de octubre de 1549, tan solo ocho meses después de la muerte de don Juan, el Serenísimo Emperador Carlos I nombró a don Alanís de Paz gobernador interino del Río de la Plata.
Esto hundió en la desesperación a doña Mencía, pues ese cargo convertía a Alanís en la máxima autoridad del territorio, lo que significaba, en la práctica, el Adelantazgo.
La dama, acompañada de Ana, se presentó de inmediato en el despacho del presidente del Consejo de Indias.
—¡Es una infamia! —Estaba furiosa, ni siquiera esperó a sentarse.
—Lo sé, señora. Pero el Emperador decide. Le insté a que confirmara el nombramiento de vuestro hijo y se me aseguró que así se haría.
—Entonces, ¿por qué ha nombrado a Alanís…? ¿Qué hay detrás de todo este asunto?
El presidente vaciló antes de contestar:
—Alanís de Paz tiene buenos valedores y se comprometió a partir de inmediato.
—¿Cuándo…?
—Dentro de un mes.
La dama se dejó caer en la silla, anonadada.
—¡Tanto esfuerzo para nada! ¡Toda mi fortuna, la de mi esposo y la de los que nos acompañan desperdiciadas en una quimera!
—No desfallezcáis, señora. Vuestro hijo tiene derecho legal al título de Adelantado y… nunca se sabe lo que puede pasar.
—¿Qué queréis decir?
—Quedaos en Sevilla y seguid preparando la expedición.
—Será inútil. Además, ¿cómo voy a seguir manteniendo a tanta gente?
—¿No os queda ninguna propiedad?
—Una casa de mi familia que mi esposo no quiso vender por si teníamos que regresar.
—Entonces, dejaos de lamentaciones y escuchad: aunque Alanís haya sido nombrado gobernador, vuestro hijo es el Adelantado legal y es importante que estéis preparados…
—¿Para qué…? Alanís tendrá, de hecho, el poder. Quizá le nombren Adelantado.
El marqués de Mondéjar se mojó los labios.
—Si confiáis en mí, seguid preparando la partida, como si el nombramiento de Alanís no hubiera tenido lugar.
—Pero…
—Siento no poder ofreceros más información, señora. Seguid mi consejo, ¡os lo ruego!
—Acataré vuestras órdenes.
—Y haréis con ello un gran servicio a nuestro reino y a Su Majestad, a quien Dios guarde muchos años. ¡Creedme!
Un mes después de esta conversación, Salazar se presentó una tarde, casi al anochecer, en casa de doña Mencía y pidió permiso para verla. La dama lo recibió, aunque acababa de retirarse a su retrete.
—Vengo de parte del marqués de Mondéjar a daros una noticia que nos interesa mucho, señora.
—¿Cuál, capitán?
—La nave que Alanís de Paz ha armado con tanta premura se ha hundido hace dos días en la desembocadura del Guadalquivir.
—¿ Estáis seguro… ?
—Absolutamente.
—¿Qué pasó?
Salazar se encogió de hombros.
—La nao iba demasiado cargada.
—¿Se ha salvado Alanís?
—No.
—¡Dios me perdone, no me alegro de su muerte, pero nos favorece!
Salazar reprimió una sonrisa.
Cuatro meses después, una soleada mañana de primeros de marzo, llegó un correo a casa del difunto don Juan.
Ana, que estaba en el patio, se ofreció a subir la carta.
Encontró a la dama en el despacho que había sido de su esposo haciendo cuentas. La joven sabía de sus esfuerzos para alimentarlos a todos y seguir preparando la expedición los últimos meses. Desde la muerte de don Juan no habían vuelto a probar las aves ni el carnero; comían muchos potajes o guisados a base de legumbres, arroz o castañas con algo de cecina, tasajo, tocino o chorizo ¡y hasta bacalao seco!, que era lo que menos les gustaba.
—Señora, acaba de llegar un correo para vuestro hijo.
Doña Mencía cogió la carta y miró los sellos.
—¡Es del Consejo de Indias! ¡Ve a llamar a Diego, corre!
Pero el joven estaba con Hernando de Trejo y hubo que mandar a un criado a buscarle a un bodegón cercano a la catedral, donde solían reunirse.
Cuando abrió la carta exclamó:
—¡Es mi nombramiento como Adelantado del Río de la Plata, madre!
—¡Por fin, podemos zarpar!
Las hijas del Adelantado estallaron en gritos de alegría. Y lo mismo sucedió con las jóvenes del corral cuando Ana y la dueña les comunicaron que la partida era inminente. Las familias que iban a acompañarlos al Nuevo Mundo respiraron también tranquilas. Su situación económica era insostenible y, después de tantos retrasos, se temían lo peor.
Doña Mencía estaba emocionada y no paraba de dar órdenes para ultimar los preparativos.
—¡Zarparemos de inmediato! ¡El mes que viene! —le dijo a su hijo.
—Pero, madre, deberíamos contratar soldados por si acaso tengo que enfrentarme a Irala en Asunción. ¡Y solo tenemos tres naves!
—Yo saldré antes en ellas, con las mujeres. Y dentro de unos meses me seguirás tú con una flota mayor. Y los soldados, claro.
—Es demasiado peligroso que zarpéis al frente de una flota en la que viajan ochenta mujeres, madre. Deberíais esperarme.
—El Consejo de Indias quiere que salgamos cuanto antes. Y no iremos solas. Francisco de Becerra, el marido de Isabel, nos escoltará con su nao, y también el capitán Ovando con su carabela.
Diego de Sanabria se debatía entre dos sentimientos contradictorios: el de imponer su voluntad como Adelantado o el de someterse a la autoridad de su madre, que tenía un gran influjo sobre él.
—Si algo os sucediera…
—No te atormentes inútilmente, hijo. Tu presencia aquí es imprescindible para armar una flota más grande que los tres buques que yo llevaré. Te esperaré en la isla de Santa Catalina dentro de diez meses. Yo habré tenido tiempo de averiguar cómo está la situación política ¡e iremos juntos a Asunción!
—Espero que todo salga bien.
—Nos conducirá Sánchez de Vizcaya, que es un excelente piloto y conoce la travesía; ya estuvo en esa isla con Alvar Núñez hace diez años.
El joven agachó la cabeza. Su madre lo miró con ternura. ¿Cómo explicarle que iba antes que él para protegerlo?
—Ya que no puedo haceros desistir, haré que mi amigo el capitán Hernando de Trejo tome el mando del
San Miguel
en mi nombre.
—Es una decisión acertada… en cierto modo.
—¿No os parece bien?
—¿No habéis pensado que el capitán Salazar sería más adecuado?
—¿Lo habéis decidido así?
—Juan de Salazar y Espinosa ha cruzado varias veces el océano y tiene mucha experiencia en mando.
—Y yo no —murmuró Diego, contrariado.
—Tú eres el Adelantado.
—Como de costumbre, tenéis razón, madre. Daré el mando al capitán Salazar.
—El Consejo de Indias aplaudirá tu decisión, hijo mío.
A los pocos días corrió por Sevilla el rumor de que una expedición, compuesta principalmente por mujeres, se preparaba para partir al Nuevo Mundo. En cuanto llegó a oídos de Alonso, este se hizo el encontradizo con doña Mencía.