El Cid (28 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—Descuidad. Lo haré ahora mismo.

Yahya me dio las gracias por la cena y me ofreció como regalo un anillo de oro.

—Os lo agradezco, pero es un objeto demasiado valioso.

—Guardadlo como un recuerdo y como una garantía de nuestro pacto.

El consejero del príncipe regente salió de mi casa y yo le seguí poco después hacia donde residía Rodrigo.

El Campeador estaba instalado en una casona palaciega en la huerta de las Santas Masas, una finca rodeada de huertos de albaricoques y olivares. Estaba acabando de cenar acompañado por Álvar Fáñez, Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.

Relaté a Rodrigo lo que me había contado Yahya, y el Campeador ordenó de inmediato a sus capitanes que organizaran a la gente de la mesnada en grupos. Dispuso una guardia de diez hombres en cada una de las puertas de la ciudad y un retén permanente de cincuenta soldados en el edificio adyacente a las Santas Masas donde se acuartelaba la mayoría de nuestra hueste.

El cadí ordenó ejecutar al visionario que había profetizado la muerte del rey, un santón musulmán al que seguían varios neófitos en la creencia de que era un gran profeta. Pero a los pocos días de su ejecución, el rey al-Muqtádir murió aquejado de enormes dolores y en medio de grandes convulsiones.

Al-Mutamin fue proclamado rey de Zaragoza de inmediato, y su hermano al-Mundir se hizo coronar rey de Lérida, Tortosa y Denia. Su primera medida consistió en enviar una carta a su hermano en la que le conminaba a deponer su actitud y a entregar Lérida, Denia y Tortosa a fin de unificar los dominios de los Banu Hud y forjar así un reino fuerte y poderoso.

Durante varias semanas, los dos hermanos sopesaron con sus respectivos consejeros la situación entre ambos. Cada uno aspiraba a hacerse con el reino del otro, pero los dos dudaban de sus respectivas capacidades para derrotar al oponente. El rey de Lérida buscó apoyo en el rey de Aragón y en los condes de Barcelona, en tanto al-Mutamin debería contentarse con el apoyo de Rodrigo y su mesnada. El rey de Lérida, aconsejado por el intrépido general Umar, asedió el estratégico castillo de Almenar mientras el rey de Aragón y los condes de Barcelona concentraban sus ejércitos cerca de la plaza fuerte de Monzón.

Al-Mutamin llamó a Rodrigo y con él acudimos todos sus capitanes. Nos recibió en el palacio de la Alegría, adonde se había trasladado a la muerte de su padre. El viejo recinto militar de torreones de bloques de alabastro pulido y muros de tapial enlucidos con cal bruñida se había convertido en su interior en un maravilloso palacio. El salón del trono tenía una pared forrada de placas de bronce que brillaban con el reflejo de la luz como si fueran verdaderas láminas de oro, bajo una techumbre de madera pintada de azul y tachonada con estrellas doradas.

—Rodrigo, me alegra veros. Nuestra situación es muy difícil en la frontera oriental. Mí hermano ha logrado el apoyo de Aragón y Barcelona y amenaza con conquistar algunas fortalezas en la frontera del Cinca; si eso ocurriera, tendría el camino franco hasta Zaragoza.

—Saldré de inmediato hacia Almenar —anunció Rodrigo.

—Yo iré con vos —asentó el rey.

—Permitidme que os diga, majestad, que no sería prudente. Yo puedo organizar mi mesnada en cuatro o cinco días, en tanto vos necesitáis al menos dos semanas para convocar y formar al ejército.

—Si se plantea una batalla, quiero participar en ella —insistió al-Mutamin.

—Haremos lo siguiente, si así lo aprobáis: yo saldré de inmediato hacia el este y me haré fuerte en alguno de los castillos más próximos a la frontera. Desde allí evaluaré nuestras posibilidades y esperaré a que vos acudáis con el grueso del ejército.

—Prometedme que no entablaréis ninguna batalla antes de que yo llegue.

—Os lo prometo…, salvo que sea inevitable.

—De acuerdo. Mirad.

Al-Mutamin desplegó ante Rodrigo un enorme mapa en el que se habían dibujado las ciudades, villas, aldeas y castillos de su reino.

—El alcaide de este castillo —continuó el rey señalando un punto con el dedo— es uno de mis más fieles soldados. Acudid ahí y esperadme.

El castillo señalado era el de Tamarite, situado a mitad de camino entre Monzón y Almenar.

—Este lugar es el más propicio —confirmó Rodrigo—. Su ubicación nos permitirá controlar a la vez a los aragoneses, a los barceloneses y a los leridanos. Según veo por las distancias aquí marcadas, está a menos de media jornada de Almenar y a otro tanto de Monzón; sí, creo que es el lugar idóneo.

En cinco días estuvimos dispuestos para salir hacia Tamarite, y allá nos dirigimos atravesando un amplio territorio bajo un sol de hierro, entre páramos desolados en cuyas cimas todavía podían verse algunas sabinas y pinos negros.

Desde Tamarite, Rodrigo conquistó el castillo de Escarp, al suroeste de Lérida, lo que suponía introducir una cuña en territorio enemigo, y decidió acudir a Monzón, que estaba amenazada por el rey aragonés. Al enterarse de nuestra llegada, don Sancho prometió no permitir al castellano que había combatido en Graus contra su padre entrar en Monzón, y así nos lo hizo saber mediante un mensajero. Rodrigo hizo caso omiso a esas amenazas e irrumpió en aquella fortaleza en medio de la algarabía de sus habitantes, que lo recibieron como a un verdadero libertador. Pese a las amenazas, el rey de Aragón no hizo nada para evitar nuestra entrada en esa villa.

Regresamos a Tamarite tras haber contribuido a fortalecer la moral de los de Monzón y allí aguardamos a que llegara al-Mutamin con el grueso del ejército. El rey de Zaragoza lo hizo montado en un palafrén blanco; a su lado, un portaestandarte ondeaba al viento el pendón de los Banu Hud, un león rampante dorado y una media luna plateada sobre fondo azul, justo detrás de él cabalgaba Yahya, y lo hacía sobre un enorme caballo como los que usamos los cristianos; tal vez porque su formidable estatura era demasiado elevada como para montar los veloces y ágiles pero pequeños corceles árabes. Fue la primera vez que lo vi portando una espada y equipado como un soldado.

Nos reunimos en una de las salas del castillo de Tamarite para cambiar impresiones y estudiar la táctica a seguir. En nuestras inspecciones visuales y en las de nuestros espías habíamos comprobado que las tropas combinadas de aragoneses, leridanos y barceloneses nos superaban ampliamente en número, y aunque no lo dijo, creo que Rodrigo pensaba que también eran superiores en preparación militar y en capacidad de lucha. Además, en los últimos días el rey de Lérida había convocado, a cambio de la promesa de entregarles grandes sumas de oro, a varios condes y señores cristianos de Cerdaña, Besalú, Urgel, Ampurdán, Rosellón y Carcasona.

—Majestad, Almenar está asediado —dijo Rodrigo— y aunque vuestros hombres resisten con valentía, no creo que puedan aguantar por mucho más tiempo. Unas cuantas millas al norte, se ha congregado un gran ejército con tropas de Aragón y Barcelona a las que se han sumado otros condes y señores cristianos.

—Hay que levantar el asedio de Almenar y liberar a los hombres que allí están cercados. Atacaremos mañana mismo —asentó al-Mutamin.

—Son superiores a nosotros, majestad. En una batalla en campo abierto no tenemos ninguna posibilidad —objetó Rodrigo.

—Vos habéis entrenado a estos hombres, ¿acaso no están preparados para combatir?

—Lo están, pero en igualdad de condiciones.

—Permitidme que intervenga, majestad. Don Rodrigo tiene razón: son muchos más que nosotros y sus posiciones parecen más ventajosas —dijo Yahya.

—No puedo dejar a esos hombres de Almenar abandonados a su suerte, ¿qué clase de rey sería si obrara así?

—Existe una salida a esta enojosa situación —adujo Rodrigo.

—¿Qué proponéis? —preguntó al-Mutamin.

—Si no podemos vencerlos en una batalla, comprémosles la retirada de Almenar.

—No os entiendo, Rodrigo. Sois el mejor soldado que he conocido y hasta hoy confiaba en que vuestro espíritu de lucha estuviera por encima de todas las dificultades, y en cambio, me proponéis que compre la libertad de un castillo que es mío y que mi hermano está cercando a la fuerza.

—Con ese dinero al-Mundir podría hacer frente a los compromisos con sus aliados cristianos, que se retirarían de aquí y vos conseguiríais levantar el cerco de Almenar. Y todavía nos queda la baza del castillo de Escarp; tal vez podamos hacer un trueque más adelante.

Al-Mutamin estaba confuso; aunque no era un soldado, era un hombre valeroso, como he visto pocos, y no tenía miedo a morir. No entendía que él, un hombre que había pasado toda su vida entre libros y números, quisiera librar una batalla en tanto los profesionales de la guerra optaban por pagar a cambio de la retirada del enemigo.

—No me parece honroso —alegó al-Mutamin después de un breve tiempo de reflexión.

—No es ningún deshonor; hace siglos que se viene haciendo esto. Cuando un ejército es muy inferior en número y está en desventaja, o se retira o negocia un acuerdo…, o suele acabar derrotado y sus hombres muertos —alegó Rodrigo.

—Entonces, no tenemos otra alternativa.

—Creo que no, majestad.

—En ese caso…, Yahya, prepara una carta para mi hermano; ofrécele diez mil dinares a cambio de su retirada de Almenar.

La respuesta de al-Mundir la trajo un correo tres días después. Era una carta muy breve y concisa en la que el rey de Lérida se negaba a aceptar el dinero que le ofrecía su hermano y ratificaba su intención de conquistar Almenar y aun todo el reino de Zaragoza.

—Nuestra oferta ha sido rechazada; ahora sólo nos queda una salida: luchar.

Al-Mutamin estaba radiante por el rechazo de su oferta. El rey de Zaragoza jamás había combatido, pero no parecían faltarle arrestos para librar una batalla.

Yahya se acercó hasta mí y me dijo:

—Es un gran rey, tal vez uno de los más grandes que jamás ha habido, pero no sabe combatir.

—Para eso estamos nosotros —repliqué—. Vos tampoco parecéis muy ducho en el uso de las armas, jamás antes os había visto empuñar una espada.

—Es la primera vez que lo hago —me confesó Yahya—. Pero no os preocupéis por mí, desciendo de un linaje de guerreros. Mi padre fue un soldado.

—¿Luchó junto a al-Muqtádir? —le pregunté.

—No, no, lo hizo muy lejos de aquí.

—¿Que opináis vos, Yahya? —preguntó Rodrigo interrumpiendo nuestra conversación.

—¿A qué os referís, señor?

—A nuestra situación, por supuesto.

—Si mi rey cree que es preciso atacar, creo que debemos hacerlo.

—Esto es increíble: un rey que jamás ha luchado y un astrónomo que ni siquiera sabe cómo sostener una espada arden en deseos de entrar en batalla sin más conocimientos que los que les inspira su propio corazón —dijo Rodrigo.

—¡Guardaos, don Rodrigo! Ni siquiera a vos consiento que habléis así delante de vuestro rey —intervino con voz potente y poderosa al-Mutamin.

Tal vez fue la única vez que vi a Rodrigo titubear ante otro hombre. El Campeador mudó el rostro y se excusó:

—Perdonad, señor, en ningún momento he pretendido ofenderos.

En ese momento intervino Yahya, quien con habilidad rompió la tensión que se había acumulado:

—Majestad, don Rodrigo: Bien sabéis que no soy un general y que jamás he intervenido en una batalla, pero he leído decenas de crónicas en las que se narra el desarrollo de cientos de ellas. En verdad que nuestra posición es muy delicada, pero es en estos momentos cuando es preciso acudir a la inteligencia, que con frecuencia suele vencer a la fuerza.

»El rey de Aragón, el conde de Barcelona y los demás señores cristianos acudirán a Almenar para celebrar con al-Mundir su conquista. Sabedores de su superioridad, en ningún momento creerán que vayamos a atacarles cuando se estén congregando; pues bien, aprovechemos esa debilidad causada por su exceso de confianza y ataquémosles entonces.

—¿Y cómo pensáis librar la batalla? —preguntó Rodrigo.

—La estrategia, don Rodrigo, es cosa vuestra.

—¿Podéis hacerlo? —inquirió al-Mutamin.

Rodrigo miró a Yahya, sonrió, se atusó la poblada barba y afirmó rotundo:

—Venceremos.

El ejército cristiano se había agrupado en una vaguada entre Alfarrás y Almenar. Estaban tan confiados de su victoria que habían cometido la imprudencia de no destacar vigías nocturnos desplegados en círculos en torno al campamento. Nosotros salimos de Tamarite al anochecer y, siguiendo el camino que nos indicaban nuestros espías, alcanzamos el campamento del rey de Aragón a medianoche. Lucía una enorme luna casi llena y algunas nubes cruzaban el cielo ocultándola de vez en cuando.

Rodrigo reunió a sus capitanes y nos trazó el plan a seguir:

—Cuando la luna se oculte tras una de esas nubes, los infantes caerán sobre el campamento armados con espadas cortas y hachas; en cuanto los aragoneses y barceloneses intenten rehacerse del ataque, la caballería cargará desplegándose en tres secciones. El centro lo dirigiré yo mismo, el ala izquierda tú, Diego, y la derecha Martín Antolínez. Hacedles saber a vuestros hombres que la sorpresa es vital en este caso.

El Campeador nos estrechó la mano uno a uno y nos deseó suerte. Aleccionamos a nuestros hombres y Rodrigo ordenó que los peones iniciaran el ataque. Corrieron en silencio hacia el centro de la vaguada, deslizándose por las laderas de los páramos como lobos hambrientos en busca de su presa, y cayeron sobre los descuidados enemigos causándoles una gran mortandad.

Con los primeros gritos comenzaron a salir de las tiendas los demás soldados y se aprestaron a hacer frente a nuestro ataque; algunos corrían hacia los cercados donde estaban los caballos, pero antes de que los alcanzaran, Rodrigo ordenó la carga de la caballería. Nos lanzamos como halcones cabalgando por el fondo de la vaguada e irrumpimos con las lanzas enristradas ensartando a cuantos nos salían al paso. Vimos entre las sombras cómo varios caballeros acudían a defender una tienda ante la que flameaba el estandarte rojo con cinco escudos de plata del conde de Barcelona.

Ante la tienda, la lucha fue encarnizada. Los caballeros barceloneses que la defendían peleaban con bravura y arrojo, y no hubo uno de ellos que no prefiriera dejar la vida sobre el campo antes que retroceder un solo paso. Muño Gustioz, Álvar Fáñez y Pedro Bermúdez se dieron cuenta enseguida de que había que acabar con los que resistían en torno a la tienda del conde, y hacia allá se dirigieron tajando a diestro y siniestro a cuantos hombres encontraron en su camino.

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