El Cid (30 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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El monarca estaba desolado y abatido; su desmedida ambición por ganar la fortaleza de Rueda y asentar allí una guarnición para acosar al rey de Zaragoza había provocado un verdadero desastre. La mitad de los hombres con los que había iniciado la expedición habían muerto en aquella encerrona, y ahora se encontraba aislado en territorio hostil y con pocas fuerzas que oponer a un posible ataque de sus enemigos.

Cuando llegamos ante el rey, Rodrigo descendió de su caballo, se acercó hasta don Alfonso y, rodilla en tierra, cogió la mano real y la colocó sobre su frente.

—Majestad, soy vuestro más fiel vasallo, mi mesnada está a vuestro servicio.

—Hemos sido objeto de una maléfica traición, ¿sabes tú la causa? —preguntó el rey.

—Lo ignoro, majestad. Pero de algo estoy seguro: el rey al-Mutamin nada ha tenido que ver con ella.

—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta rotundidad? —inquirió don Alfonso.

—El rey de Zaragoza es un hombre de palabra; jamás ordenaría un acto como ése.

—Parece que lo admiras.

—Estoy a su servicio, majestad.

—Si quisieras…, podrías regresar a Castilla; puedo revocar tu orden de exilio y dejar que vuelvas con tus vasallos junto a tu familia.

—Nada me placería más, pero ahora me debo al rey de Zaragoza. Le he dado mi palabra de permanecer a su servicio por algún tiempo y ese plazo no ha concluido; no dejaré de cumplir la palabra dada.

Capítulo
XIII

R
egresamos a Zaragoza sin que Rodrigo aceptara la invitación del rey Alfonso. No dijo nada, pero creo que el Campeador desconfiaba del rey; además, ¿quién sería tan necio de cambiar el segundo puesto en la corte de Zaragoza por volver a ser un infanzón relegado en Castilla?

Apenas tuvimos tiempo para otra cosa que preparar nuestras armas y partir hacia el norte. El ambicioso y aguerrido Sancho Ramírez, rey de Aragón, había iniciado una campaña de hostigamiento contra algunas fortalezas de la frontera, como solía hacer casi todos los inicios de primavera. Esos ásperos y montaraces aragoneses, recluidos en sus altas y frías sierras cubiertas de nieve, quedan paralizados en invierno, como si fueran los osos de sus montañas; pero en cuanto aparecen los primeros rayos de sol mediado el mes de marzo y se funden las nieves que cubren sus intrincados valles, calzan sus botas, se calan la celada, ensillan sus caballos y descienden a la tierra llana para asolar las comarcas al pie de los montes Pirineos.

La noticia de la cabalgada del rey de Aragón fue conocida en Zaragoza a finales del invierno, y nos aprestamos a rechazarla. El propio al-Mutamin encabezó el ejército, en esta ocasión peor pertrechado que el que acudió a Almenar. Nos acuartelamos en la inexpugnable fortaleza de Monzón y desde allí intentamos enfrentarnos con los aragoneses, pero esos demonios se movían como rayos entre las ásperas sierras y los tenebrosos desfiladeros y aparecían y desaparecían ante nosotros atacándonos con rápidas cargas y dispersándose de inmediato, sin ofrecer nunca batalla en campo abierto.

Con esa táctica fue como lograron conquistar varios castillos, sobre todo los de Agüero, Graus y Arguedas, e incluso tomaron por unos días la codiciada plaza de Bolea, pero gracias a que concentramos en ella el grueso de nuestras fuerzas, la pudimos recuperar para al-Mutamin.

Un rojizo atardecer, sentados en unos peñascos a la entrada de Bolea, el Campeador me dijo:

—Los musulmanes están perdidos.

—¿Por qué decís eso, señor?

—Lo he visto en sus amedrentados rostros. Combaten sin fe; van a la batalla sin otra esperanza que alcanzar una muerte rápida y poco dolorosa que los conduzca de inmediato a su añorado paraíso. Y en cambio, observa los afilados rostros de los aragoneses. El acerado brillo de sus fieros ojos denota la ambición de quien anhela conseguir algo por lo que está dispuesto a dejar cada palmo de su piel.

—Pero los zaragozanos son más ricos, poseen más castillos y más hombres —alegué.

—Eso poco importa. Fíjate en su estudiada estrategia, avanzan paso a paso, lentamente, asegurando cada conquista, fortificando cada atalaya, otorgando privilegios a los que acuden a la guerra en la frontera. Contempla sus miradas de halcón y verás en ellas el voraz deseo de tierras y riquezas.

—Esa misma ambición también existe entre los zaragozanos.

—No, Diego, no. ¿Has visto a los campesinos en los mercados? Caminan entre los puestos de venta observando cómo son otros los que se enriquecen con el fruto de su trabajo; piensa en los mercaderes, ávidos de oro y lujo a costa de lo que sea. Estoy convencido de que cualquiera de esos ricos comerciantes zaragozanos no dudaría un instante en ponerse de parte del rey de Aragón si les garantizara una ganancia segura.

Nunca había oído al Campeador hablar de semejante manera.

—Pero los hemos vencido en Almenar —le recordé.

—Los vencimos nosotros, que somos como ellos. ¿Qué hubiera sido del ejército hudí si no hubiéramos estado allí? Los aragoneses y los catalanes los hubieran deshecho como el agua a la arena.

—Al-Mutamin es un hombre valeroso, sabrá defender su reino.

—Sí, el rey es un ser extraordinario, jamás he conocido a nadie con un corazón tan valeroso, pero su cabeza está llena de ideales que no son de este mundo. Cree que la bondad de los hombres está por encima de todas sus maldades, e imagina que la mayoría de las gentes son justas y virtuosas. Es un ser fuera de su tiempo, tal vez haya nacido con siglos de adelanto…, o de retraso, ¿quién sabe?

Rodrigo tenía razón, los musulmanes andalusíes no sabían defenderse solos y quizá ni siquiera querían hacerlo por sí mismos; sus reyezuelos estaban demasiado ocupados supervisando la construcción de sus lujosos palacios y de sus fastuosas fincas de recreo, sus acaudalados mercaderes atendían tan sólo al tamaño de su bolsa, sus acomodados soldados habían perdido la moral necesaria para la lucha y sus conformados campesinos bastante tenían con sobrevivir en el duro trabajo día a día sin otro horizonte que ahorrar lo suficiente como para pagar los impuestos que crecían año tras año como las mieses en mayo.

Pese a todo, los andalusíes eran ricos, al menos si su referente eran los pobres cristianos, y todavía quedaba en ellos el brillo de la plata y el oro proporcionados por los frutos de unas huertas feracísimas ganadas al terruño a fuerza de trabajo e ingenio, de una boyante artesanía de maestros en el trabajo del cuero, el lino, la lana, la seda y los metales, e incluso los oropeles del comercio en los atiborrados zocos y bazares. Y gracias a esa riqueza, aunque no les daba la fuerza necesaria para resistir a los cristianos, podían pagar a otros para que los defendieran.

Nosotros, las mesnadas de Rodrigo, luchábamos a su lado por el dinero que nos ofrecían. Yo mismo he visto a caballeros de mi hueste combatir con una cruz de hierro colgada del cuello, codo con codo con musulmanes que cubrían su cabeza con un pañuelo en el que se habían escrito alabanzas a Alá, contra cristianos que enarbolaban en la punta de su lanza un guión con la cruz de Cristo.

Pero existe otra circunstancia que hace imposible la victoria de los andalusíes: su división. Así como los territorios de los reinos cristianos crecen día a día y sus monarcas, aunque en su testamento suelen dividir el reino entre sus hijos, se afanan por recomponer una unidad en un único Estado —cuando escribo estas líneas don Alfonso de Aragón y doña Urraca de Castilla forman un matrimonio cuyo heredero lo será de todas las tierras cristianas—, por el contrario, los reyezuelos musulmanes estaban enfrascados en infinitas guerras intestinas, disputándose entre ellos cada palmo de tierra, cada castillo, cada ciudad, gastando en esos estériles enfrentamientos todas las energías que todavía guardaban de los tiempos gloriosos de los califas cordobeses.

Algunos de estos monarcas eran conscientes de su impotencia y de la imposibilidad de vencer a un enemigo superior en moral, en ambición y sobre todo en coraje. Por eso, algunos de ellos comenzaron a valorar una idea que acabaría siendo su ruina, aunque haya supuesto la unificación territorial de al-Andalus.

En aquellos tiempos de nuestra estancia en Zaragoza, había emergido de la profunda África un movimiento religioso, militar y político que pretendía recuperar los valores originarios del islam. Se llamaban así mismos «almorávides». Son hombres duros, fraguados en el fuego del desierto y en la fe de los que se creen predestinados. Uno de esos almorávides, de nombre Yusuf ibn Tasufín, había logrado crear un enorme imperio que se extendía desde las tierras ignotas del centro de África, donde habitan los hombres de piel negra y las montañas son de oro puro, hasta las costas del estrecho de Gibraltar.

Viajeros que habían visitado a Ibn Tasufín decían que el emir almorávide estaba dotado de unas cualidades innatas para el mando, que sus disciplinados ejércitos, formados por miles de hombres valerosos y ajenos al miedo a la muerte, eran invencibles, y que sólo en los almorávides radicaba la esperanza para la salvación del disgregado al-Andalus.

Al año siguiente de nuestra salida de Castilla, varios reyezuelos de las taifas del sur habían enviado una carta a Ibn Tasufín insinuándole la posibilidad de que les ayudara ante la agobiante presión de los cristianos. Una copia de esa carta fue remitida a al-Mutamin para que se adhiriera a ella con su firma, pero el rey de Zaragoza despachó al enviado del rey de Badajoz diciéndole que la salvación de los reinos de al-Andalus dependía tan sólo de ellos mismos.

Enterado de que el rey de Aragón estaba hostigando la frontera norte, el rey de Lérida decidió que era una buena oportunidad para resarcirse de la derrota de Almenar y atacó los límites orientales de Zaragoza. De nuevo estaba siendo acosado el reino por varios flancos, y al-Mutamin ordenó a Rodrigo que se dirigiera hacia el este. No nos fue difícil vencer a algunas avanzadillas de al-Mundir, pero fracasamos ante la fortaleza de Morella.

Esa ciudad es la más enriscada que jamás he visto. Se alza en torno a una altísima e inexpugnable roca de paredes cortadas a pico, de tan fácil defensa que una docena de hombres basta para mantener a raya a un millar. Ante semejante fortaleza, vi en los ojos de Rodrigo la impotencia; me miró y dijo:

—Con nuestras fuerzas nada podemos hacer. Sería preciso disponer de un ejército como el de Aníbal cuando atravesó los Alpes para rendir esa ciudad. Observa esos riscos, esas murallas colgadas sobre el abismo de piedra.

—Podríamos rendirla por hambre —observé.

—Para eso deberíamos sitiarla durante meses, e impedir que recibieran suministros, lo que dado el escaso número de nuestros soldados no es posible. Pero podemos emplear sus mismas armas. Buscaremos un lugar de fácil defensa, cerca de aquí, y fortificaremos un castillo desde el que hostigar a Morella permanentemente, tal vez así logremos que acaben desesperándose y entreguen la plaza a al-Mutamin.

Y así lo hicimos. Recorrimos las tierras en torno a Morella y encontramos un lugar llamado Olocau en el que levantamos un castillo en apenas dos meses, y allí dejamos a una guarnición que no cesara de hostigar a Morella. Asolamos varias pequeñas aldeas destruyendo cuanto pudimos y obtuvimos un considerable botín con el que regresamos a Zaragoza, donde al-Mutamin había retomado sus estudios de matemáticas y geometría y estaba escribiendo un libro sobre un teorema que llamaba de los círculos tangentes, que ninguno de nosotros entendía.

—¿Y eso para qué sirve? —le preguntó Rodrigo a al-Mutamin cuando sobre una tablilla le dibujaba con un trocito de yeso las figuras circulares del teorema que había descubierto.

—Tiene muchas aplicaciones: servirá para mejorar la construcción de astrolabios, para calcular con mayor precisión las órbitas de los planetas e incluso para trazar los planos de las nuevas fortalezas.

Rodrigo miraba interesado aquellos extraños dibujos en el torreón del palacio de la Alegría, donde al-Mutamin había mejorado mucho el observatorio astronómico que instalara su padre.

El director del observatorio astronómico, un sabio musulmán llamado Abú Yafar, había obtenido permiso de al-Mutamin para marchar a Toledo y Yahya había sido nombrado de inmediato nuevo director del mismo, compaginando este trabajo con el de jefe de la biblioteca del palacio de la Alegría. Una mañana de principios de otoño me invitó a ver las obras que allí se guardaban. La única biblioteca que hasta entonces yo había conocido era la del monasterio de Cardeña, en cuyo escritorio trabajé en mis años de novicio. En aquella biblioteca del cenobio de San Pedro había unos doscientos códices, la mayoría libros de misa, devocionarios, algunas vidas de santos, alguna que otra Biblia y un par de crónicas sobre la historia de Castilla y de las tierras peninsulares desde los tiempos del diluvio.

Por eso, esperaba encontrarme con una biblioteca parecida, con unas cuantas docenas de libros religiosos, algún que otro tratado de matemáticas y unas cuantas crónicas de la historia del islam, pero lo que allí contemplé me dejó boquiabierto y con los ojos redondos como platos.

En varias filas de estanterías de madera, perfectamente clasificados, se alineaban varios miles de libros. Todos ellos tenían una etiqueta en la que se identificaba su autor, su título y el lugar que le correspondía en las estanterías de la biblioteca. En unos cuadernillos estaban copiados los autores, los títulos y la signatura de cada una de las obras, de manera que con aquel índice podía conocerse en un instante qué libros había y dónde se encontraba cada uno de ellos. Había autores de los que yo nunca había oído hablar y temas que ni siquiera hubiera imaginado que pudieran existir.

Yahya me invitó a consultar la biblioteca cuando yo quisiera, pues yo ya conocía el árabe lo suficiente como para hablarlo y leerlo correctamente. Le dije que tal vez lo haría, pero lo cierto es que me sentí abrumado ante semejante cantidad de libros. Tal vez si hubiera continuado en el escritorio de Cardeña, aquella biblioteca zaragozana hubiera significado para mí un privilegio extraordinario y hubiera pasado allí horas y horas rodeado de tantos libros y de tanta sabiduría, pero ya hacía veinte años que había dejado el cenobio, veinte años tras las huellas de Rodrigo, batalla tras batalla, cabalgada tras cabalgada; no, definitivamente no era un hombre de letras, me había convertido en un soldado, y aunque la historia ha dado soldados que han sido sabios hombres de letras, como el gran Julio César, no era ése mi caso, pues mi espíritu y mi carne estaban más cerca de las armas que de los libros.

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