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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (27 page)

BOOK: El Cid
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—Es lo mejor que puedo ofreceros —aseguró Yahya.

Tomé una almojábana y mordí un buen trozo.

—Muy sabrosa —le dije.

—Celebro que os guste, las almojábanas son el plato más afamado de nuestra cocina.

Degustamos los manjares con deleite y dimos buena cuenta de la jarra de vino. Al acabar la comida, el criado de Yahya, que cojeaba de uno de sus pies, nos sirvió una infusión de abrótano y unas rosquillas de canela y nueces.

Había comido tanto que noté cómo el cinturón apretaba en demasía mi vientre. Bien a gusto lo hubiera aflojado, pero no me pareció adecuado hacerlo delante de mi anfitrión y aguanté las apreturas como mejor pude.

—Creo que es hora de hablar de vuestro salario —dijo Yahya.

—Antes, si me lo permitís, me gustaría saber dónde aprendisteis a hablar en latín.

—En Roma.

—¡Roma! —exclamé extrañado.

—Sí, Roma. Pasé allí algunos años, de eso hace ya tiempo.

Dijo aquellas palabras un tanto apesadumbrado.

—Perdonad si os he molestado, no quería…

—No tiene importancia, fueron malos años que prefiero no recordar. Pero vayamos a lo que nos ocupa.

—¿Qué os parecen cinco mil marcos de plata al año? —le inquirí.

—Eso son dos mil quinientas libras.

—Tened en cuenta que don Rodrigo debe pagar con ese dinero a todos los hombres de su mesnada, y ya sumamos más de quinientos. Mantener una tropa como ésta requiere no menos de esos cinco mil marcos de plata.

—¡Estáis hablando de veinte mil dinares en oro! ¡Cuarenta dinares al año por cada uno de vuestros hombres!

—No os asombréis, Yahya. Me he informado bien y sé que una casa como ésta en la que vivís vale cien dinares, y que cualquier consejero real cobra cada año más de esa cantidad. Cuarenta por un soldado no es demasiado, ¿no lo creéis así?

—Veinte mil dinares… Si ésa es la cantidad que pedís, creo que podremos negociar en torno a los diez mil.

Yahya era mucho más rápido que yo con los números. Sumaba y multiplicaba en su cabeza con una rapidez que yo era incapaz de seguir.

—Veinte mil dinares —repetí.

—Doce mil —prosiguió Yahya.

—Veinte mil —insistí.

—Dejémoslo en quince mil.

—Veinte mil —me mantuve firme.

—Dieciséis mil.

—Veinte mil.

—Dieciocho mil.

—Veinte mil.

Yahya pareció rendirse, suspiró profundamente, me miró y dijo:

—De acuerdo, veinte mil dinares al año, pero me debéis una comida.

—Probaréis el mejor asado de cordero al estilo castellano.

Me despedí de Yahya y volví contento a nuestra residencia en el arrabal de las Santas Masas, aunque poco a poco me fui dando cuenta de que Yahya tal vez me había engañado. Cuando le dije que nuestra propuesta era de veinte mil dinares, él ofreció diez mil, pero acabó aceptando los veinte mil. Bien, ya no había remedio, y en cualquier caso veinte mil dinares era una suma suficiente para mantener la hueste, aunque si aumentaba su número tendríamos que buscar nuevos recursos.

Los generales de al-Muqtádir habían formado el ejército hudí en el llano de la Almozara, como había ordenado Rodrigo. El viento del noroeste soplaba con fuerza y agitaba los estandartes en los que lucían loas a Alá y al profeta Mahoma. Veinte batallones de cien hombres cada uno de ellos configuraban el ejército permanente de la dinastía de los hudíes.

Rodrigo, que estaba junto a al-Mutamin, espoleó a su caballo e inició la revista. Se detuvo en cada uno de los batallones observando su armamento y sus lorigas, el estado de sus caballos y el rostro de sus jinetes. Discurrió un largo rato hasta que regresó de nuevo ante el príncipe regente.

—Su armamento es bueno y su equipo militar también, los caballos son de buena hechura pero parecen desentrenados. En cuanto a los hombres…

—¿Cómo los veis? —preguntó el rey.

—Faltos de espíritu —respondió Rodrigo.

—En ese caso, inculcádselo.

—Eso no es nada fácil.

—Vos podéis hacerlo, como lo habéis logrado con vuestros hombres.

—Mis hombres han nacido en la frontera; están acostumbrados desde niños a luchar para defender su tierra, su casa y su familia; la batalla es la manera que tienen de ganarse el pan. Vuestros generales viven en fastuosas mansiones rodeados de lujos y esclavos, una vida demasiado fácil y regalada, y no han sabido transmitirles a sus soldados el espíritu requerido para el combate. Necesitan una razón para luchar.

Al-Mutamin espoleó a su caballo y se colocó al frente de las tropas.

—¡Soldados! —gritó erguido sobre los estribos—: yo no soy un guerrero, nunca he combatido en los campos de batalla. Mi padre jamás consintió en que lo hiciera. He pasado toda mi vida entre libros y sabios, estudiando matemáticas, geometría y álgebra, pero os aseguro que si se trata de defender esta tierra, toda mi sangre derramaré por ella. Aquí yacen vuestros padres, y los padres de vuestros padres, y así hasta al menos quince generaciones de vuestros antepasados. Hemos sido un reino poderoso y lo seguiremos siendo.

»Esos soldados que veis ahí —continuó al-Mutamin señalando a Rodrigo y a los hombres que formábamos junto a él— han llegado desde Castilla para ayudarnos. Fijaos en sus rostros y en el brillo de sus ojos. Darían su vida por su jefe, por Rodrigo. Y vosotros, no ¿daríais la vida por vuestro rey?

—¡Sí, sí! —gritaron algunos.

—No os oigo —gritó al-Mutamin.

—¡Sí, sí, sí! —clamaron ahora todos de manera atronadora.

—De vuestro valor dependen vuestros hijos y vuestras esposas. Son muchos los que anhelan conquistar nuestra tierra y convertirnos en sus esclavos. ¿Queréis ver a vuestras mujeres como concubinas en las camas de vuestros conquistadores?, ¿queréis ver a vuestros hijos vendidos como esclavos?, ¿queréis que vuestros cadáveres ultrajados se pudran al sol o sean roídos por los picos de los buitres?

—¡No, nunca! —gritaron de nuevo.

—En este caso, luchad por Zaragoza y por vosotros mismos, y haced lo que Rodrigo os ordene; y que Alá os bendiga por ello.

Yahya se acercó hasta mí y me preguntó si había entendido lo que al-Mutamin había dicho en árabe a sus tropas.

—Algunas palabras se me han escapado, pero he entendido la mayoría de su arenga —le confesé.

Mi conocimiento del árabe era todavía escaso, pero tras varios meses en Zaragoza y gracias a que en viajes anteriores a esta ciudad y a Sevilla había aprendido las palabras comunes, ya lograba entender la mayoría de las conversaciones e incluso mantener una charla empleando las expresiones y palabras más habituales.

—Vuestro príncipe será un gran rey —le dije a Yahya en árabe.

—En él ha depositado nuestro pueblo todas sus esperanzas —repuso Yahya.

Rodrigo se acercó hasta nosotros y, tras saludar a Yahya, dijo:

—Por su expresión ha debido de ser un discurso magnífico.

Yahya le hizo un resumen del mismo, y Rodrigo sentenció:

—Ese hombre tiene arrestos, me alegra estar de su parte.

Capítulo
XII

E
l llano de la Almozara, al pie del palacio de la Alegría, se convirtió durante los meses de invierno y primavera en campo de entrenamiento para el ejército. Durante los primeros días tuvimos que enseñar a aquellos soldados diversas tácticas de combate, tanto a caballo como a pie en tierra. Afortunadamente, eran unos magníficos jinetes debido sobre todo a que practicaban equitación en el juego del polo, lo que suponía un excelente ejercicio ecuestre.

Una y otra vez emulábamos cargas de caballería, equipados con todo el armamento pesado al que no estaban acostumbrados. Rodrigo les hacía repetir sin descanso las maniobras hasta que logró que los escuadrones de caballería se movieran como un solo hombre a las órdenes dadas por los estandartes de señales.

Hiciera frío o sol, lluvia o viento, todos los días de la semana, salvo los viernes y los domingos, que musulmanes y cristianos guardábamos respectivamente como días sagrados, todos los soldados de la taifa y de la hueste del Campeador compartíamos los mismos ejercicios y nos instruíamos para luchar en el mismo bando.

Al-Mutamin gobernaba Zaragoza desde la Zuda occidental mientras su padre estaba recluido en el palacio de la Alegría, una especie de jaula de oro para un soberano que había sido muy grande pero cuya demencia lo había convertido en un pobre loco. No obstante, el príncipe regente no quería coronarse rey antes de la muerte de su padre; eso sí, siguió emitiendo unas monedas con su nombre y otras con el de su padre, aunque en la oración solemne del viernes en la mezquita mayor el nombre de al-Muqtádir siempre precedía al de al-Mutamin.

El regente era el primero en llegar al campo de entrenamiento militar y el último en marcharse. Todavía recuerdo el primer día que empuñó una espada y cómo Rodrigo lo desarmó con la misma facilidad que había hecho años antes conmigo. No obstante, al-Mutamin se esforzaba como el que más y acababa las sesiones de entrenamiento empapado en sudor y absolutamente agotado, lo que no le impedía atender a sus labores de gobierno y al estudio de las ciencias.

Yahya nos acompañaba de vez en cuando. Su imponente figura, cuya altura destacaba sobre todos nosotros, imponía un enorme respeto, pese a ser un sabio y no un soldado. Creo que si se lo hubiera propuesto hubiera podido derribar a un buey de un solo golpe.

Una mañana, mientras el grupo que yo dirigía practicaba la esgrima, vi a Yahya que nos observaba junto a unos álamos. Me acerqué hasta él y lo saludé:

—Buenos días, Yahya.

—En verdad son buenos, don Diego.

—Tengo pendiente una deuda con vos. Me gustaría pagarla.

—Os referís a ese cordero a la castellana.

—Por supuesto —aseveré.

—Pues saldadla cuanto antes.

—¿Os parece bien el sábado… a cenar?

—¿El sábado…?, de acuerdo.

—Acudid a mi casa, ya sabéis dónde está, pues vos mismo me la proporcionasteis.

Mi casa era mucho más modesta que la de Yahya. Sólo disponía de dos habitaciones y una cocina, y carecía de jardín, aunque como quiera que el invierno estaba ya bien entrado de nada hubiera servido.

Yahya se presentó a la puesta de sol, probablemente después de haber rezado una de las cinco oraciones que los musulmanes deben rezar cada día.

—Sed bienvenido —lo saludé.

—¿Eso que huelo es el cordero? —preguntó aspirando el olor a asado procedente de la cocina.

—Está haciéndose en el horno, tardará unos momentos. Pero pasad a esta estancia. Anteayer conseguí un vino excelente; el mercader mozárabe al que se lo compré en el zoco junto a la iglesia de Santa María me aseguró que era el mejor de los que tenía. Me dio a probar un poco y en verdad que me pareció excelente. Tomad y comprobadlo vos mismo.

Le alargué una jarrita esmaltada en verde de la que Yahya saboreó un buen trago.

—No está nada mal.

—Sentémonos, todavía falta un poco para que el asado esté en su punto.

Nos acomodamos en torno a la mesa que había dispuesto en una de las habitaciones en espera de que mis dos criados acabaran de asar el cordero.

—¿Hace mucho tiempo que servís a Rodrigo?

—Se acaban de cumplir dieciocho años.

—Decidme, ¿es tan gran guerrero como se dice?

—Lo es mejor todavía. Durante los años que llevo a su servicio nunca ha perdido una batalla. A los dieciocho años venció al mejor caballero navarro y al más afamado combatiente musulmán, un gigantón de Medinaceli tan alto como vos al que derrotó a las puertas de Zaragoza. Vos deberíais haberlo visto entonces.

—Sí, lo recuerdo; yo estaba en la
exarea
presenciando aquel torneo, pero me parece que vuestro señor tuvo demasiada suerte.

—Tal vez aquel gigantón se confiara, pero no me negaréis que don Rodrigo luchó con nobleza.

—Sí, sí, por supuesto que sí, pero también tuvo la fortuna de su lado.

—Los musulmanes creen que la suerte sobreviene por voluntad divina; nosotros los cristianos creemos que hay que buscarla.

—Me parece que vuestro señor don Rodrigo tiene eso que los musulmanes llamamos baraca, que en vuestra lengua puede ser algo así como «fortuna».

—Tal vez tenga baraca, pero creedme si os digo que jamás he visto a nadie que venciera en una batalla tan sólo con la ayuda de la baraca.

Yahya me miró confiado y rió de buena gana.

—Tenéis razón, don Diego, tenéis razón.

Apuramos otro par de vasos de vino y uno de los criados nos anunció que el asado estaba listo. Ordené que lo sirvieran, y el cordero apareció sobre una enorme bandeja de barro melado. Cogí mi cuchillo y lo trinché en varios pedazos. Le ofrecí a Yahya una de las piernas y varias costillas y yo me serví otro tanto. Antes de empezar dimos gracias cada uno a nuestro dios y comimos hasta saciarnos.

—¿Qué os ha parecido? —le pregunté.

—Aquí solemos añadirle muchas especias al cordero: pimienta, jengibre, albahaca, espliego…, incluso miel.

—En Castilla lo asamos sobre una bandeja con un poco de agua para que quede más jugoso, y sólo le añadimos sal, tomillo y romero, y a veces también un poco de miel. Es un manjar sobrio, como nuestra tierra, pero muy sabroso.

—Sí, hubiera sido una pena no poder compartir esta magnífica cena.

—¿Por qué decís eso? —le pregunté.

—Estuve a punto de no poder. Esta misma mañana hemos tenido un grave altercado. El general Umar, uno de nuestros mejores soldados, ha huido a Lérida con dos batallones de caballería para ponerse al servicio de al-Mundir, y el príncipe al-Muzaffar, hermano de al-Muqtádir, ha intentado encabezar una rebelión contra su sobrino al-Mutamin, pero lo hemos descubierto a tiempo y ha sido apresado. Por la tarde lo han conducido preso al castillo de Rueda, en el valle del Jalón.

»Un asceta ha profetizado grandes males para el rey, que agoniza en el palacio de la Alegría. Ayer pasó la noche en medio de enormes dolores, aullando como un lobo herido. Los médicos han intentado aliviarle el dolor con jarabes e infusiones, pero ha sido en vano.

—¿Podemos hacer algo? —le planteé.

—Habrá que estar atentos. Creo que al-Mundir tiene algunos agentes destacados en Zaragoza que tal vez intenten hacerse con el control de la ciudad en cuanto muera al-Muqtádir. Comunicádselo a Rodrigo y tened a vuestros hombres dispuestos para sofocar cualquier rebelión que pueda producirse.

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