No pude refrenar mi alegría y estallé tras tanta tensión acumulada.
—¡Le he dado, le he dado! —grité corriendo hacia el animal caído.
—¡Quieto, Diego, quieto! —oí gritar a Rodrigo.
—¡Le he dado, le he dado, está muerto! —seguí gritando ya muy cerca del animal.
Estaba casi a su lado cuando el jabalí, como impulsado por una fuerza invisible, se levantó de golpe. Yo me detuve aterrado al contemplar los ojos sanguinolentos de la bestia, que me miraban como si de los de un demonio se tratasen. Recordé entonces los consejos de Rodrigo y eché mano a mi flanco, pero no encontré la espada deseada; en mi loca carrera había olvidado cogerla y ahora estaba desarmado ante la bestia, que respiraba hondamente como cogiendo fuerzas para cargar contra mí. Miré hacia el árbol que había elegido para subir a él en caso de necesidad, pero me di cuenta de que estaba demasiado lejos, y los más cercanos no parecían fáciles de alcanzar.
El jabalí dio un par de pasos hacia adelante y me mostró sus terribles colmillos amarillentos, empapados en una espuma rosada, prestos a ensartarme en el primer envite. Paralizado por el miedo, ni siquiera se me ocurrió santiguarme; sólo esperaba la carga de la bestia y el dolor acerado por sus colmillos desgarrando mi piel.
El jabalí arrancó de pronto hacia mí, con toda la furia que el dolor de mi flecha le causaba, con los colmillos hacia adelante, embistiendo como una mole marrón de pelo y marfil. Una mano poderosa me empujó a un lado a la vez que una lanza rasgaba el aire y se ensartaba en la testuz de la fiera, que cayó fulminada en medio de un montón de hojas secas.
Rodrigo apoyó su mano izquierda en mi hombro derecho, que temblaba al compás de todo el resto de mi cuerpo.
—Una pieza estupenda. Ya hacía tiempo que no veía un ejemplar como éste —dijo.
Y acercándose al jabalí, lo remató con un certero corte de su cuchillo en la garganta.
Recogimos los caballos y entre los dos cargamos el jabalí sobre la grupa del de Rodrigo. Pesaba casi tanto como uno de nosotros y sus colmillos eran tan largos como la mano de un hombre.
Regresamos a Vivar sin mediar entre ambos una sola palabra, ya muy entrada la noche. La aldea estaba en silencio y sólo se oía el croar de las ranas en las charcas, a lo lejos, cerca del río, bajo un límpido cielo estrellado en el que el lechoso camino que indica la dirección de Compostela estaba tachonado de miles de haces de luz.
—Espero que no olvides nunca la lección que hoy has aprendido: un enemigo no está muerto hasta que está bien muerto. Y nunca abandones las armas, jamás dejes relajada la guardia ni desasistida la defensa. Si tu oponente de hoy hubiera sido un guerrero en vez del jabalí, ahora tú serías el muerto.
«Y también estaría muerto si tú no hubieras estado allí», pensé.
En verdad que aquella jornada me sirvió de mucho; desde entonces no dejé un solo instante de vigilar mis armas durante las batallas que libré al lado de Rodrigo, ni relajé mi guardia ante el ataque de un enemigo aparentemente inferior. Tal vez por eso, tantos años después, tras tantos combates librados, todavía sigo vivo.
P
oco antes de Navidad, los dos reyes habían decidido que el gobierno conjunto de Galicia no tenía sentido, y la situación entre ambos había llegado a tal extremo de ruptura que se había acordado una batalla en los llanos de Golpejera para el cuarto día del año 1072.
Muchos nobles castellanos, entre ellos mi señor Rodrigo, habían intentado convencer a don Sancho para que evitara el enfrentamiento, pero había sido inútil. El rey de Castilla no tenía en su cabeza otra idea que acabar con la división del reino heredada de su padre y reunificar bajo su Corona todas las tierras entre el Ebro y el océano.
La noche anterior al día de la batalla, don Sancho reunió en su tienda a los capitanes que iban a dirigir el ejército. El rey había bebido una buena cantidad de vino aromatizado con especias y estaba eufórico:
—Mañana, los leoneses estarán a nuestros pies, rogando misericordia —dijo.
—Casi nos doblan en número, majestad, sería más prudente evitar el encuentro —intervino Rodrigo.
—Los derrotamos en Llantada y los derrotaremos en Golpejera. ¡Qué importa que seamos menos! Somos mejores soldados y guerreros más fuertes. Mi lanza vale por mil leonesas, y la tuya, Rodrigo, al menos por cien. ¿No es así?
Rodrigo, sereno y calmado como solía estar antes de cualquier combate, respondió:
—Majestad, yo sólo os aseguro que lucharé con todas mis fuerzas contra un caballero, y lo que ocurra después… Dios dirá.
—Bueno, si no son cien, al menos contra cincuenta —insistió el rey.
—Ya os he dicho, majestad, que uno contra uno, y lo haré lo mejor que pueda.
—Bien, pues al menos contra treinta —perseveró aún el rey.
—Uno, mi señor, uno a uno.
—¿No me digas que no podrás con veinte de esos leoneses?
Don Sancho intentaba levantar el ánimo de sus caballeros mediante una serie de bravuconadas más propias de un joven inexperto que de un rey.
—Vencer uno a uno será un éxito.
—Di que al menos podrás con diez.
Pero don Sancho no pudo sacar una sola bravata de la boca de Rodrigo.
El llano de Golpejera estaba cubierto por un fino manto de escarcha. La mañana era muy fría pero luminosa, una de ésas de invierno en las que el sol brilla con fuerza en un radiante cielo azul, pero apenas calienta, y el aire parece como de cristal.
Los leoneses se habían apostado en el soto de Macintos, a media legua aguas abajo de la ciudad de Carrión. Nosotros ocupábamos una posición abierta entre campos de vides y trigo.
Al amanecer, ya vestidos con nuestro equipo de combate, oímos misa de campaña junto a la tienda del rey. El abad de Cardeña rogó a Dios que intercediera en nuestro favor y otorgara la victoria a Castilla; lo mismo debió de hacer el abad de Sahagún para con los leoneses, por lo que Dios tenía aquella mañana una papeleta muy difícil.
Formados frente a frente a la salida del soto de Macintos, los leoneses no me parecieron tan superiores en número como había asegurado la noche anterior don Sancho. Nosotros éramos trescientos caballeros y otros tantos peones, y ellos quizás un centenar más, pero esa desventaja a su favor la superaba con creces el recuerdo de la victoria de Llantada y el que Rodrigo combatiera enarbolando el pendón de Castilla.
Don Sancho se caló el casco de combate, sobre el que había colocado dos plumas de halcón teñidas de púrpura, enristró su lanza y ordenó avanzar a la caballería castellana. Los cascos de los caballos atronaron sobre la llanura como las mazas sobre los tambores que oiríamos años más tarde en las batallas contra los almorávides, levantando al trote pedazos de tierra helada. Yo formaba al lado izquierdo de Rodrigo, en la primera línea de carga. Antes de iniciar el ataque me había dicho que procurara no separarme de él y que no me preocupara, que él guardaría mi flanco derecho, el más débil para un soldado diestro como yo. Aquella era mi primera batalla y pese al frío de la mañana mi cuerpo estaba empapado en sudor. Cubierto con la cota de malla, un peto de cuero y el casco cónico con lengüeta para proteger la nariz, enristré la lanza como Rodrigo me había enseñado en tantos días de entrenamiento.
—Mantén la lanza firme y al frente —me había aconsejado—, que sea como una prolongación de tu brazo; ésa es la razón del éxito en una carga. Acóplate a la silla de montar, aprieta bien los muslos en los flancos y mira a izquierda y derecha sin dejar de observar el frente.
A medio camino entre nosotros y los leoneses, el rey ordenó la carga al galope. Espoleamos a los caballos y corrimos sobre ellos al encuentro de la muerte o de la victoria. En plena carga, el retumbo de los cascos de los corceles y los gritos de guerra de los soldados me parecieron de pronto ajenos, como si de repente se hubiera hecho un gran silencio y mis ojos estuvieran presenciando un pesado sueño. Recordé los consejos de Rodrigo y observé lo que se nos venía encima. Aún tuve tiempo para girar mi cabeza a la derecha y ver los ojos del señor de Vivar, tan serenos como cuando me libró de una muerte cierta entre los colmillos del jabalí.
El choque de los dos ejércitos pareció abrirme de nuevo los oídos. El trueno del galope se convirtió en un mar de gritos, restallidos metálicos y relinchos de los caballos que caían heridos entre una muralla de lanzas y escudos. En el primer envite sentí un fuerte impacto en mi hombro izquierdo, pero logré mantenerme sobre el caballo. En ese momento no sabía qué había ocurrido con mi lanza, pero acabada la batalla la encontré clavada en el pecho de un leonés. Debió de ser en el encontrón de los dos ejércitos, pero nunca he podido recordar cómo fue aquella primera vez que maté a un hombre.
Muchos caballeros de ambos bandos cayeron al primer choque, y los que quedamos en pie desenvainamos nuestras espadas para combatir cuerpo a cuerpo. A mi derecha, intentando conservar siempre la posición, Rodrigo repartía tajos y mandobles con una fiereza ajena a lo que sus calmados ojos reflejaban. Durante los combates, he visto a la mayoría de los hombres transformarse en verdaderas fieras, gritar como bestias salvajes, con la boca abierta como lobos hambrientos y los ojos inyectados de una mezcla de ira, odio y temor, los he oído gritar como posesos, chillar y aullar cual locos desesperados, pero jamás he visto a nadie combatir con la serenidad de Rodrigo, impávido como el halcón que atrapa a la presa con la eficacia mortal de sus garras de acero, como si en vez de una lucha a muerte estuviera disputando una partida de ajedrez a la plácida lumbre del fuego de una chimenea.
No conté cuántos enemigos derribó en aquella batalla, pero a fe cierta que fueron muchos. Los demás, alentados por la maestría de Rodrigo, superamos nuestro miedo y nuestra debilidad y lo acompañamos en el combate repartiendo estocadas, tajos y mandobles hasta que los leoneses comenzaron a retroceder.
Rodrigo, que ocupaba el centro del ejército castellano, observó que nuestra ala izquierda estaba batiendo sin dificultad al ala derecha leonesa, donde luchaba el rey Alfonso; en cambio, nuestra ala derecha, donde combatía el rey Sancho, estaba siendo arrollada por la izquierda leonesa. Los dos reyes parecían estar en serias dificultades, pero la batalla se estaba decantando de nuestro lado claramente en el centro. Rodrigo se dio cuenta de inmediato de la situación y gritó:
—Mantened la presión, incrementad el ímpetu. Tú, Diego, y vosotros —ordenó a un grupo de caballeros— seguidme, vamos a ayudar al rey.
Un par de docenas de jinetes giramos nuestras monturas y acudimos a toda prisa a sostener nuestra ala derecha. El rey Sancho y varios soldados de su guardia se batían con valor, pero los leoneses los estaban empujando hacia el cauce del río.
Sorprendidos por nuestra audacia, los leoneses, entre los que se encontraban los miembros del noble linaje de los Ansúrez y el alférez del rey Alfonso, intentaron reaccionar volviendo grupas hacia nosotros, pero nuestra carga fue terrible. Una docena de caballeros leoneses perecieron ensartados en las puntas de nuestras lanzas y muchos más lo hicieron tajados por los filos de nuestras espadas. Rodrigo rompió sus armas en el combate pero aún pudo liquidar a varios combatientes leoneses con la lanza del alférez de León, a quien se la arrebató de las manos.
Años más tarde oí cantar a un juglar que en esta batalla Rodrigo había liberado a don Sancho, apresado por catorce caballeros leoneses, peleando con una lanza que le habían ofrecido los propios leoneses, a quienes derrotó uno a uno. También he oído otras versiones de cronistas y juglares leoneses en las que se dice que don Alfonso tenía en su mano la victoria en Golpejera, pero que Rodrigo Díaz, cuando don Sancho había ordenado la retirada, convenció a su rey para volver al campo de batalla y así cogieron por sorpresa a los leoneses, que estaban desarmados celebrando lo que creían una victoria segura, y los derrotó.
Pero estas versiones de la batalla son relatos para escuchar en las frías noches de invierno, al fuego de las chimeneas de los castillos o en las plazas de las ciudades y las aldeas. Yo luché en Golpejera y las cosas sucedieron como las he contado, o al menos así es como las recuerdo.
La victoria cayó de nuestro lado; los leoneses pelearon con bravura, pero Rodrigo luchaba con Castilla. Algunos caballeros leoneses lograron huir, pero don Alfonso fue apresado al verse envuelto en una hábil maniobra de nuestra ala izquierda.
Don Alfonso, un rey activo y esforzado, siempre manso al consejo de sus padres, se presentó ante su hermano con la sobreveste empapada en sangre.
—¿Estás herido, hermano? —le preguntó don Sancho.
—No, esta sangre es de los caídos en la batalla, seguramente sangre castellana y sangre leonesa, mezclada.
—Es un buen augurio, pues para eso ha servido esta matanza: para que Castilla y León vuelvan a estar unidas, como nunca debieron haber dejado de estarlo.
—Nuestro padre pretendía… —intentó hablar don Alfonso.
—Nuestro padre se equivocó —le cortó de un modo tajante don Sancho.
Acabada la batalla y obtenida la sumisión de los nobles leoneses vencidos, nos dirigimos a León, donde don Sancho, rey de Castilla, quería ser coronado de inmediato como nuevo rey. Desde Golpejera acudimos primero a la ciudad de Carrión, apenas tres o cuatro leguas al norte. El rey Sancho abría la comitiva en la que también viajaba don Alfonso, el que hasta entonces fuera rey de León, quien lo hacía cargado de cadenas para que todos pudieran comprobar que don Sancho era el nuevo soberano. Desde Carrión nos dirigimos a Sahagún, donde el rey Sancho obtuvo la fidelidad y sumisión del abad, y por fin llegamos a la ciudad de León.
Creo que fue el día 12 de enero de 1072 cuando Sancho de Castilla se coronó como rey de los leoneses en la catedral de Santa María. El obispo de León se había negado a hacerlo alegando que se encontraba enfermo, y delante del altar, don Sancho cogió la corona imperial de León y se la colocó con sus propias manos sobre la cabeza. Don Sancho visitó después la basílica de San Isidoro y oró un buen rato ante las tumbas de sus padres y de los anteriores reyes de León. Entre tanto, don Alfonso fue exhibido en la plaza del mercado, cargado de cadenas, custodiado por varios soldados, para que no hubiera ninguna duda de que un nuevo monarca reinaba ahora sobre el pueblo leonés.