Rodrigo nos esperaba ansioso en el castillo y nos abrazó uno a uno con vigor; por la energía de su abrazo comprobé que había recuperado todas sus fuerzas.
—Unos pocos días más y me hubiera unido a vosotros —me dijo después de abrazarme.
—Os encuentro en buena forma —le confesé.
—Desde hace un par de días me siento perfectamente. Ha debido de ser este aire, o el sol de este final de primavera, o el magnífico cordero guisado con miel de esta tierra.
Y en verdad que parecía totalmente repuesto de su enfermedad. Había recobrado el color de su rostro, que durante los meses anteriores había sido amarillento, sus mejillas ya no estaban enjutas y flácidas y habían desaparecido las ojeras del entorno de sus párpados. Caminaba con la firmeza de siempre y sus brazos eran de nuevo robustos y poderosos.
En una de las salas del castillo inventariamos el botín que habíamos ganado en aquella incursión. Rodrigo reservó una quinta parte para el rey y el resto lo repartió entre todos los participantes en la cabalgada.
Mantener presos a los setecientos cautivos costaba mucho dinero y había que disponer una guardia permanente para su custodia. Decidimos pedir un rescate por ellos y vender como esclavos a un mercader de Medinaceli a aquellos que no pudieran pagarlo.
El rey recibió su quinto del botín, pero ninguno de nosotros podía imaginar siquiera lo que estaba a punto de suceder.
Don Alfonso regresó apresuradamente de su incursión por las tierras fronterizas entre los reinos de Toledo y Badajoz en cuanto se enteró de la razia que habíamos llevado a cabo por el Henares. Los magnates de la corte, encabezados por el conde de Nájera y por su hermano el alférez real, acusaron a Rodrigo de haber puesto en peligro la vida del rey atacando a los súbditos de un aliado, como era el soberano de Toledo, cuando el ejército castellano-leonés estaba en campaña. La corte rebosaba de instigadores contra Rodrigo, a los que la envidia los había conducido directamente al odio.
Nosotros creíamos que habíamos obrado en justicia devolviendo a los toledanos el agravio que nos habían producido, y reintegrando a su costa los daños que nos habían causado. Pero don Alfonso no lo estimó así. Dijo que Rodrigo lo había desobedecido, y que su campaña había constituido un desacato y un desaire para la Corona; alegó que el Campeador había atacado tierras de un aliado y vasallo de Castilla, y que, como tal, estaban bajo su protección. Afirmó solemnemente que no podía consentir acciones como aquélla, pues si todos los caballeros de la frontera hicieran lo mismo, su política con los reinos de taifas musulmanes peligraría y se perdería todo cuanto se había logrado hasta entonces.
Tal vez a don Alfonso no le quedara otro remedio que adoptar la decisión que tomó. Presionado por los magnates, tenía que ofrecer una respuesta a su aliado al-Qádir, que exigía un castigo para el Campeador por haber quebrantado la alianza con Toledo.
Don Alfonso envió a todos los condes y magnates de Castilla una carta en la que decía que la acción de Rodrigo había sido irresponsable e imprudente y su actitud perversa, y que por todo ello debía ser castigado. Esa misma carta se recibió en Gormaz; el rey le indicaba a Rodrigo que se dirigiera a Vivar, donde en los próximos días recibiría instrucciones más concretas.
Jimena ya sabía que el rey se había enojado con su esposo y que estaba consultando con los miembros de la corte el castigo que impondría al Campeador.
—Uno de mis parientes me ha hecho saber que el rey va a castigarte con dureza por tu acción —lamentó Jimena ante Rodrigo.
—Sí, eso parece. Esos malditos magnates, incapaces de ganar una sola batalla, han dispuesto al rey en contra mía. Desde que puse de manifiesto sus debilidades, no han cesado de maquinar conjuras e intrigas para desacreditarme ante el rey —confirmó Rodrigo.
—Pues parece que lo han conseguido.
—Debemos estar preparados para cualquier cosa.
—¿Qué castigo crees que te impondrá el rey? —preguntó Jimena.
—No sé, en un caso como éste tal vez requise una parte de nuestras propiedades.
—Me han dicho que podría condenarte al exilio.
—No, no; el rey me llamará a su lado cuando decida que es hora de conquistar Toledo. Mi mesnada es la mejor preparada y la más fuerte de Castilla. No hará eso, me necesita. La ira regia se apaciguará con dinero y tierras. Bien, tal vez seamos un poco más pobres, pero ya nos resarciremos más adelante.
Rodrigo estaba equivocado. Pocos días después un heraldo real trajo un diploma a Vivar. Rodrigo adivinó que aquel pergamino contenía la resolución real. Desató el lazo de cáñamo, rompió el sello de cera y, desdoblando el pergamino, leyó:
En el nombre de Dios. Nos, Alfonso, rey de León y de Castilla, a mi vasallo Rodrigo Díaz, señor de Vivar y tenente de la fortaleza de Gormaz:
Sabed que por los muchos males que habéis provocado a causa de vuestra actitud irresponsable y perversa, y para remedio de los mismos, hemos dispuesto que en el plazo de nueve días a contar desde el primero de julio de este año salgáis de nuestras tierras y abandonéis nuestros Estados, y no volváis a ellos hasta que no obtengáis nuestro perdón.
Que en tanto dure vuestro exilio, vuestra esposa Jimena y vuestros hijos mantengan sanas y salvas vuestras propiedades.
Asimismo, ordenamos a todos nuestros merinos, administradores y mayordomos de cualquier ciudad, villa o aldea, que se abstengan de ayudaros en los días que permanezcáis en Castilla.
Ordenamos al alférez real que, si transcurrido dicho plazo no hubierais salido de nuestros reinos, os persiga y aprese y os conduzca hasta nuestra presencia para que seáis juzgado como traidor y rebelde.
Hecha esta carta en los idus de junio del año de Nuestro Señor de 1081
Signo de Alfonso, rey de León y de Castilla. Confirman esta carta Pelayo Vellídez, mayordomo, y Rodrigo Ordóñez, alférez.
Rodrigo estrujó el pergamino entre sus manos, me miró y dijo:
—Nueve días, Diego, sólo me concede nueve días para salir de Castilla.
—¿El exilio? —inquirí.
—El exilio indefinido, hasta que tenga a bien concederme su perdón.
—¿Y Jimena?, ¿y los niños?
—Se quedarán en Castilla…, como rehenes, supongo.
—No es justo —lamenté.
—El rey es la justicia.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.
—No tengo otra opción que marcharme de aquí. No puedo hacerlo a Aragón, ni a Toledo, ni a Badajoz, ni a Granada; sólo me quedan Valencia, Zaragoza, Sevilla… y el condado de Barcelona.
—Iré con vos.
—No, el exilio es mi castigo.
—Olvidáis que yo también fui culpable de la razia contra Guadalajara y Alcalá; yo era quien mandaba la tropa.
La situación era muy grave y había que obrar con rapidez. El plazo de los nueve días comenzaba a correr el primero de julio, y estábamos a 20 de junio. Hice llegar un mensaje a todos los caballeros de nuestra mesnada en el que les narraba lo sucedido y les pedía que acompañaran a su señor Rodrigo al destierro. Contestaron como una sola voz: ¡todos irían con el Campeador al exilio…, o al fin del mundo!
De todos los destinos posibles, Zaragoza era el más cercano; su rey al-Muqtádir había sido ayudado por don Sancho cuando éste era rey de Castilla y ambos habían mantenido estrechas relaciones de amistad pese a algunas diferencias. Decidí enviar a la corte de Zaragoza al más rápido de nuestros jinetes para solicitar ayuda y asilo, y me puse a preparar el viaje a no sabíamos todavía dónde.
E
stábamos preparando nuestras alforjas para partir hacia el exilio. Faltaban sólo quince días para que se cumpliera el plazo señalado por el rey y nada sabía del correo que sin contar con Rodrigo había enviado a Zaragoza.
—Iremos a Barcelona; es probable que sus dos condes necesiten los servicios de una experta mesnada. No tenemos otro sitio a donde ir —me dijo Rodrigo.
—Me he permitido enviar un mensajero a Zaragoza solicitando asilo a su rey —le repliqué.
Rodrigo me miró fijamente y sonrió.
—Está bien, para ir a Barcelona debemos atravesar las tierras de Zaragoza.
Aquella mañana, mientras cargábamos nuestros equipos, comenzaron a llegar. Venían por todos los caminos y de todas las direcciones, y había caballeros, parientes, criados…, más de doscientos hombres con sus caballos, mulas, asnos y carretas acabaron agrupados frente a la casona de Rodrigo gritando:
—¡Campeador, Campeador!
El señor de Vivar no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Cinco días antes se creía abandonado por todos, partiendo hacia el exilio solo y abatido, y ahora tenía ante sí un verdadero ejército, con sesenta jóvenes caballeros al frente, fuertes y aguerridos como él había sabido forjarlos.
Rodrigo se plantó de pie ante ellos, los brazos en jarras, la cabeza erguida y la mirada serena, a la vez orgulloso de sus amigos y feliz por la lealtad de sus vasallos.
—¿Adónde creéis que vais? —les preguntó.
Muño Gustioz, su pariente, se adelantó y le contestó:
—A donde tú vayas.
—No sois conscientes de esta situación. No se trata de una campaña militar al servicio de Castilla. Parto al exilio. ¿Entendéis lo que eso significa?: el destierro.
—Vamos contigo —replicó Pedro Bermúdez, a quien Rodrigo había nombrado en la batalla de Cabra alférez de su mesnada.
—¿Esto es obra tuya? —inquirió Rodrigo volviéndose hacia a mí.
—No, es obra vuestra, señor —le dije.
—Estáis locos —gritó Rodrigo—. Volved a vuestras casas, allí sois necesarios. Conmigo os aguardan penalidades sin cuento, hambre, dolor y privaciones, vagar errantes de un lado a otro sin hogar ni familia, y quién sabe si tal vez la muerte. Marchaos; como señor vuestro que soy, os ordeno que deis media vuelta y regreséis a vuestros hogares.
Nadie se movió. Rodrigo los miró uno a uno a los ojos y todos le aguantaron firmes la mirada.
—No iremos a ninguna parte sin ti —dijo su pariente Álvar Fáñez.
—Sois más tercos que un atajo de mulas —repuso Rodrigo.
—¡Campeador, Campeador! —comenzaron a gritar de nuevo golpeando las espadas y cuchillos entre sí.
Jimena salió de la casa con sus tres hijos; la pequeña María apenas tenía unos meses y la portaba entre los brazos. Los otros dos, Diego y Cristina, se asían a las faldas de su madre asustados por el ruido de las armas y el atronador vocerío.
—Debes de estar orgulloso de ellos —le dijo su esposa a Rodrigo.
—Lo estoy, nunca hubo señor más orgulloso de sus hombres.
»Está bien, malditos bastardos, si así lo queréis, que así sea —gritó Rodrigo a sus vasallos—. Y que Dios se apiade de vosotros.
El ruido de las armas y las voces fue en aumento, y entonces creí ver una lágrima que resbalaba despacio por el curtido rostro del Campeador.
Durante los tres días siguientes trabajamos sin descanso preparando todos los pertrechos necesarios para la intendencia de un ejército de doscientos hombres. Las mujeres ayudaron a reparar las tiendas de lona, a sellar con cera cántaros de vino y miel, a llenar talegas de harina y trigo, a empaquetar carne ahumada y salada y a pulir espadas, puñales y lanzas.
El correo enviado a Zaragoza llegó con buenas noticias. Nos dijo que en esa ciudad había un grupo de importantes aristócratas que apoyaban al príncipe heredero Abú Amir, que reinaría con el nombre de al-Mutamin, para que éste asumiera el poder ante la enfermedad que aquejaba al rey al-Muqtádir y que le impedía ejercer las funciones reales con garantía.
—El rey al-Muqtádir está muy enfermo —nos relató el correo—. Toda Zaragoza sabe que no sobrevivirá mucho tiempo, pero entre tanto está provocando muchos escándalos. Se ha construido un palacio junto a la ciudad y lo ha rodeado de jardines y arboledas, vive encerrado allí entre jóvenes con los que se aparea de manera antinatural.
—¿Has contactado con la persona que te dije? —le pregunté.
—Sí, es uno de los personajes más notables de la corte. Me ha dicho que nos dirijamos al castillo de Atienza; su alcaide estará informado de nuestra llegada y nos proporcionará asilo hasta que él se desplace a Atienza a pactar las condiciones —respondió el correo.
—¿Has hablado con el príncipe Abú Amir? —le preguntó Rodrigo.
—Sí, es un hombre de rasgos nobles y parece sincero. Creo que nos podemos fiar de él. Su situación es muy delicada, pues sabe que su hermano al-Mundir le disputará el trono en cuanto muera al-Muqtádir. Vuestros servicios, señor, le serían muy útiles.
—De acuerdo, iremos a Zaragoza. Diego, Álvar, Muño, tened todo listo; pasado mañana, al amanecer, partiremos hacia Atienza —concluyó Rodrigo.
Me desperté con el canto del gallo. La mañana estival era fresca y el cielo estaba nublado. Algunos hombres ya estaban en pie y se afanaban en cubrir con grandes lonas las carretas donde habíamos cargado la comida. Todos sabían que se dirigían hacia un destino incierto, pero los rostros de aquellos hombres parecían exultantes de felicidad, como si en sus corazones albergaran la esperanza de alcanzar un deseo jamás satisfecho.
Rodrigo apareció al fin, abrazado a su esposa. Jimena lo besó y se apretó a su cuerpo como si quisiera transmitirle con su impulso parte de su propia vida. El Campeador la separó con delicadeza y abrazó uno a uno a sus tres hijos. A Diego le dijo algo al oído que no pude entender, y el niño, que tenía seis años, esbozó una sonrisa. Estaba acostumbrado a que su padre faltara algunas temporadas de casa, y por tanto es probable que aquella nueva partida le pareciera una más.
Le alargué las riendas de su caballo y Rodrigo montó con agilidad. Se inclinó para besar por última vez a Jimena, levantó la mano derecha y gritó con fuerza dando la orden de ponernos en marcha.
Entramos en Burgos poco antes del mediodía. El sol debería de haber estado brillando en lo más alto aquel jueves de julio, pero unos nubarrones grisáceos lo ocultaban por completo. La noticia del destierro de Rodrigo era bien conocida en toda Castilla. Durante dos semanas, oficiales del rey y de los concejos habían pregonado por todas las villas y ciudades el decreto real, en el que se prohibía expresamente que nadie ayudara a Rodrigo en su camino hacia el exilio.
Los burgaleses nos vieron pasar como si fuéramos apestados o leprosos. Los hombres nos miraban recelosos señalándonos con el dedo y las mujeres se apartaban a nuestro paso cogiendo de la mano a sus hijos y metiéndolos en sus casas. Parecía como si aquellas gentes que semanas antes se habían agrupado en torno a cualquier juglar para escuchar las hazañas del Campeador, ahora se hubieran convencido de que su héroe era un maldito renegado.