Yo no entendí en principio qué estaba ocurriendo, pues las instrucciones que mediante las banderas de señales nos había transmitido el Campeador indicaban que había que aguardar a la carga de los valencianos. No obstante, al ver atacar al escuadrón de Rodrigo no lo pensé dos veces y ordené a mi escuadrón que cargara contra los valencianos. Nuestro ímpetu se sumó a su desconcierto y en el primer envite cayeron cien de sus hombres sin que nosotros apenas sufriéramos bajas. Tornamos grupas y caímos sobre ellos de nuevo antes de que pudieran siquiera recuperarse del primer golpe. Nuestra segunda carga fue si cabe más demoledora, y más de cien cayeron de nuevo ensartados en nuestras lanzas. Los dos escuadrones nos reagrupamos en un único frente, desenvainamos nuestras espadas y nos aprestamos a combatir cuerpo a cuerpo. Algunos de sus mejores combatientes comenzaron a reaccionar y se apostaron en grupos compactos para resistir nuestro ataque, pero parecían impotentes ante nosotros. Rodrigo descargaba sus poderosos mandobles una y otra vez a diestro y siniestro, causando una enorme mortandad entre las filas enemigas. A sus poco más de treinta años estaba en la plenitud de su poderío físico y con cada uno de sus tajos arrancaba un brazo, seccionaba una pierna o partía el pecho a un enemigo.
Aunque los valencianos hubieran logrado agruparse, de nada les hubiera servido, pues nuestros dos batallones preparados al pie del Otero llegaron al galope como un huracán y desbarataron a su retaguardia, vi a Martín Antolínez cargar con la fuerza de mil demonios y a Álvar Fáñez arrollarlos como un vendaval aventa las hojas secas. La sangre de los valencianos salpicaba por todas partes y nuestras cotas de malla estaban empapadas de ella hasta los codos. Caían a nuestros pies abatidos como muñecos de trapo y las heridas que les causábamos con nuestras armas apenas eran nada comparadas con las que les propiciaban los cascos de nuestros caballos. Pronto, un hedor a sangre, sudor, orina y heces impregnó el aire del campo de batalla en el que flotaba un polvo denso y gris. En medio de aquella orgía de sangre y muerte, Rodrigo ordenó a Pedro Bermúdez que alzara el estandarte y mandó cesar la lucha; algunos todavía tardamos en darnos cuenta de la señal y seguimos repartiendo tajos y estocadas.
Cuando cesó la pelea pudimos contemplar a nuestro alrededor el resultado de la batalla en tanto se disolvía el polvo grisáceo. Al menos ochocientos cadáveres yacían desparramados por el suelo, en medio de charcos de sangre, y sólo entonces nos dimos cuenta de que muchos de ellos eran apenas unos adolescentes a los que se les había prometido el paraíso si dejaban su vida en medio de aquellos campos para mayor gloria de su rey y de su dios. Y tal y como ocurriera con Sadada, el fiero guerrero que acabó con la vida del rey Ramiro en Graus y después fue degollado por los aragoneses, los labios sin vida de la mayoría de aquellos muchachos dibujaban una enigmática sonrisa.
La masacre fue tal que apenas hicimos unas pocas docenas de aterrados prisioneros. Temblorosos de miedo, nos contaron que Abú Bakr los había convocado a la Guerra Santa y les había prometido tierras y honores si vencían a los rumíes, que es como algunos musulmanes nos llaman a los cristianos, y el paraíso si morían en la batalla. Muchos de aquellos jóvenes ni siquiera eran soldados, simplemente habían acudido al encuentro del martirio convencidos de que, tras la muerte, obtendrían la recompensa del edén y una vida inmortal colmada de los placeres supremos que para el musulmán no son otra cosa que disfrutar sin medida de las bellas jóvenes huríes siempre vírgenes, en eternos banquetes donde corren sin cuento el vino, la leche, la fruta y la miel.
Recogimos sus cadáveres y los amontonamos en una depresión del terreno cerca de Alcocer, y allí los enterramos en una fosa común. Si todo cuanto ellos creen es verdad, ese día ocho centenares de musulmanes pasaron a engrosar la lista de los privilegiados que gozan de su eterno paraíso.
Al enterarse de nuestra victoria sobre los valencianos, y sobre todo de la contundencia de la misma, el príncipe Abú Amir no lo dudó un instante y decidió que era hora de asumir el gobierno de Zaragoza. Promulgó un decreto por el que, ante la manifiesta incapacidad de su padre para ejercer el poder real, se hacía cargo del trono, y adoptó el nombre de al-Mutamin billah, que en la lengua árabe quiere decir «el que confía en Dios».
Con al-Mutamin al frente de Zaragoza no había tiempo que perder, y nos dirigimos a toda marcha a esa ciudad que ya conocíamos. El pretexto de nuestra presencia en la capital del reino hudí era que íbamos camino de Barcelona; así lo habían tramado el príncipe y su consejero Yahya a fin de que no hubiera recelos entre los miembros del ejército, pues algunos generales parecían dispuestos a apoyar a al-Mundir frente a su hermano.
Durante algunos días todo fue muy confuso, hasta que al-Mutamin acuñó unas monedas en las que grabó su nombre y su condición de soberano de Zaragoza y su nombre fue pronunciado junto al de su padre en la oración del viernes en todas las mezquitas. Todo salió conforme se había previsto, pues al-Mundir consiguió hacerse con Tortosa, Denia y Lérida, como estaba acordado en principio entre los dos hermanos.
La mayoría de la hueste de Rodrigo se quedó en Zaragoza; sólo unos cuantos, con el propio Campeador a la cabeza, representamos la mascarada de ir al encuentro del conde Berenguer Ramón de Barcelona, quien, en nombre propio y en el de su hermano gemelo Ramón Berenguer, rechazó nuestro ofrecimiento para entrar a su servicio. Yahya y yo mismo nos habíamos preocupado de establecer unas condiciones que fueran absolutamente inaceptables para los condes de Barcelona. Rechazados por los barceloneses, regresamos a Zaragoza junto al resto de nuestros hombres; ya nada impedía que al-Mutamin nos contratara a su servicio.
N
os instalamos en unas casas del arrabal del sur, cerca de una iglesia de los mozárabes llamada las Santas Masas, donde acudíamos a rezar los domingos. Al-Mutamin y Rodrigo congeniaron desde el primer momento. El rey de Zaragoza no era un guerrero, como lo había sido su padre antes de que enfermara su mente, pero no tenía ningún miedo a combatir. Se dedicaba sobre todo al estudio de los astros y de las matemáticas, y escribía libros sobre el arte de los números y la ciencia de la geometría.
El otrora poderoso al-Muqtádir se había convertido en un viejo decrépito que vivía recluido en su palacio de la Alegría, un fastuoso edificio rodeado por un recinto murado de torres de sillares de alabastro que relucían con el brillo del sol.
Al-Mutamin convocó a Rodrigo a una reunión en su palacio de la Zuda, desde donde gobernaba el reino de Zaragoza en nombre de su padre al-Muqtádir. El príncipe hablaba nuestro idioma y no hizo falta ningún intérprete.
—Agradezco vuestros servicios, don Rodrigo, nuestro reino está atravesando un mal momento; ya sabéis que para evitar una guerra civil he tenido que aceptar la partición del reino y entregar Lérida, Tortosa y Denia a mi hermano al-Mundir. Pero confío en recuperar pronto esas tierras, y para ello confío en vos.
—Estoy a vuestro servicio, majestad, y lucharé por vos contra quien me indiquéis; sólo haré una excepción —alegó Rodrigo.
—¿Vuestro rey Alfonso?
—Sí. Sigue siendo mi señor y le debo fidelidad.
—Pero os ha desterrado.
—Lo ha tenido que hacer obligado por mis actos. Ataqué las tierras de su protegido el rey de Toledo, y por eso no le quedó más remedio que castigar mi acción.
—Pero si sabíais que obrabais mal, ¿por qué lo hicisteis?
—Tenía que proteger a mis vasallos. Unos musulmanes de Toledo atacaron mis feudos en tierras de Gormaz y tomaron cautivos a algunos de mis hombres. Como su señor, yo tenía la obligación y el deber de defenderlos, y eso hice —asentó Rodrigo.
—Es muy extraño vuestro sentido del deber y de la lealtad.
—Así está escrito en nuestras leyes y así lo cumplimos, majestad.
—En ese caso, al entrar a mi servicio…
—Os seré fiel hasta la muerte, si a eso os referís.
Al-Mutamin miró a los ojos de Rodrigo y pudo adivinar en ellos la mirada de un hombre leal.
—Así lo creo.
—¿Cuál será mi primera misión? —inquirió el Campeador.
—Supervisar el estado del ejército. Desde que la cabeza de mi padre dejó de regir con la lógica que requiere la de un soberano, el ejército está descuidado. Hace veinte años éramos una potencia militar considerable; gracias a la habilidad de mi padre y a su sentido de la estrategia y de la organización militar, disponíamos de un ejército numeroso, bien pertrechado y magníficamente entrenado, con generales valiosos a su mando, pero en los últimos años hemos perdido capacidad militar y empuje, nuestros soldados tienen graves deficiencias en su instrucción y carecemos de comandantes de valía y con experiencia en el combate.
—La situación que me describís es muy grave.
—Peor de lo que imagináis. El rey de Aragón es un soberano ambicioso y aguerrido, dotado de un espíritu indomable y cargado de deseos de ocupar nuestras tierras; hace ya tiempo que presiona en nuestras fronteras del norte y cada año pone cerco a una de nuestras fortalezas, con éxito en algunas ocasiones. Está creando un verdadero cerco en el norte fortificando una línea de castillos desde los que asolar las comarcas de Huesca y Barbastro impunemente. En el este, mi hermano ha buscado la alianza de los condes de Barcelona, y no dudará en atacarme en cuanto muera mi padre. Hace años, cuando apenas éramos unos adolescentes, tuvimos una fuerte discusión y llegamos a las manos. Desde entonces no me ha perdonado, y su odio hacia mí es tan fuerte que sé que hará todo cuanto esté en su mano por despojarme del trono de Zaragoza. En el sur nos inquietan de vez en cuando las tropas del rey de Albarracín; su soberano es Hudayl, un hombre soberbio y orgulloso que se considera dotado de las más altas virtudes y no es sino un ignorante engreído, y las del rey de Valencia, a quien vos ya derrotasteis en Alcocer. Por fin, en el oeste nos disputamos las tierras de Medinaceli y Molina con el rey de Toledo y bien sabéis la ambición del rey Alfonso de León y de Castilla por todo cuanto rodea a su reino.
»Así es como están las cosas, don Rodrigo, y aquí es donde vos debéis intervenir. Esta primavera como todos los años, el rey de Aragón preparará una incursión contra alguna de nuestras fortalezas del norte. Mis espías me han informado que tiene intención de buscar una alianza con mi hermano y con los condes de Barcelona para formar un frente común contra Zaragoza. El rey de Aragón amenaza Huesca y Barbastro, los condes de Barcelona ambicionan poseer Tortosa y mi hermano sólo desea lo peor para mí. Esa confluencia de intereses nada bueno puede depararnos.
»Vuestra misión consistirá en preparar la defensa de la frontera norte con Aragón y con Lérida. Todos mis comandantes están desde este momento bajo vuestras órdenes militares.
Rodrigo se puso de inmediato a trabajar. En una sala de la Zuda reunió a los generales zaragozanos y fue requiriendo información de cada uno de ellos. Desde luego, la situación del ejército taifal era desalentadora. La última victoria que habían logrado se remontaba a dieciséis años atrás, cuando al-Muqtádir consiguió vencer a una coalición cristiana y recuperar la ciudad de Barbastro. Desde entonces el ejército hudí se había debilitado a la vez que lo hacía el cuerpo y la mente de su soberano.
—Señores —dijo Rodrigo—, en quince días quiero revistar todas las tropas disponibles. Deberán estar formados todos los regimientos y batallones en el llano de la Almozara a mediodía. Podéis retiraros.
Cuando se marcharon todos los generales, yo me acerqué a Rodrigo.
—Estos hombres son inútiles para dirigir cualquier ejército; no tienen capacidad militar y carecen de autoridad y fuerza moral —le confesé un tanto desesperado.
—Así es.
—Con estos mandos, ¿imagináis cómo serán los soldados?
—No nos queda otra salida, Diego. No tenemos adónde ir. Zaragoza es nuestro hogar ahora y lo defenderemos como si aquí estuviera nuestra casa.
—¿Pero qué podemos hacer con esta tropa frente a los aragoneses y a los catalanes?
—Ten fe, Diego, ten fe. Fueron los padres de estos hombres quienes derrotaron al rey Ramiro en Graus y quienes reconquistaron Barbastro; algo de su sangre quedará en las venas de sus hijos, ¿no crees?
Cuando Rodrigo se empeñaba en algo era muy difícil convencerlo de lo contrario. Además, la figura del príncipe regente lo había impresionado. Durante los muchos años que pasé a su servicio, fue al-Mutamin el único hombre al que creo que Rodrigo admiró de veras por encima de cualquier otro, y en verdad que ese hombre era un personaje deslumbrante. Si hubiera vivido algunos años más, es probable que su reino se hubiera convertido en el mejor de los lugares posibles donde vivir, pero su muerte temprana cercenó las esperanzas que su reinado había despertado.
Pactada nuestra misión en Zaragoza y lo que debíamos hacer, quedaba acordar nuestra paga. Al-Mutamin y Rodrigo no querían hablar de ello: el soberano lo consideraba banal y Rodrigo no deseaba que las negociaciones sobre el dinero a percibir a cambio de nuestros servicios militares empañaran la amistad que se estaba forjando entre ambos. Por ello, decidieron que ese asunto lo discutiéramos Yahya y yo mismo.
Nos reunimos en casa de Yahya. Este personaje era un ser formidable; tendría unos cuarenta años, era rubio y con ojos azules y de una estatura que sobrepasaba en casi una cabeza a los demás hombres. Su casa era bastante amplia y se veía muy limpia; estaba ubicada al final de un adarve, en el arrabal del sur.
—Pasad, don Diego, pasad. Consideraos en vuestra casa —me dijo Yahya.
—Gracias, Yahya.
Atravesamos un pequeño pasillo al que daban varias habitaciones y que desembocaba en un pequeño jardín en la parte posterior, donde el agua de un pozo y la sombra de media docena de olivos y almendros proporcionaban frescor en el sofocante verano de Zaragoza. Aunque estábamos ya en otoño, el tiempo todavía no era demasiado frío; un cálido sol otoñal bañaba el jardín, tamizado por las ramas de los almendros y los olivos.
Nos sentamos en una bancada de ladrillo que recorría el muro de la casa que daba al jardín; sobre una mesa el criado de Yahya había preparado varios platos con almojábanas recién fritas en aceite de oliva (una especie de tortas rellenas de queso fresco), pollo guisado con comino, jengibre y pimienta, salchichas de cordero, pasteles de almendras y miel y una escudilla repleta de pistachos, En una jarra había un excelente vino tinto, aromatizado con canela y almizcle y en otra un jarabe de granada.