El Cid (31 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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A principios del verano, Rodrigo había enviado una carta a don Alfonso solicitándole que permitiera a Jimena y a sus hijos reunirse con él en Zaragoza. El corazón del rey de León se había ablandado con el Campeador debido sin duda al auxilio que le prestó tras el desastre de Rueda, y consintió en esa petición. Hubo que ir a buscarlos hasta Asturias, donde estaban Jimena y sus hijos con sus familiares. Mediado septiembre, la familia de Rodrigo ya estaba junto a él en Zaragoza.

Hacía dos años que no se habían visto, y aunque cada tres o cuatro meses solían enviarse mensajes y ambos sabían que el otro estaba bien, Rodrigo deseaba abrazar a su esposa y a sus hijos.

Jimena estaba pálida y cansada por el largo viaje desde Oviedo; seguía siendo una mujer bella y de porte distinguido, pero algunas finas arrugas comenzaban a dibujarse en el contorno de sus labios. Los niños parecían sanos y plenos de vitalidad y para ellos Zaragoza era un compendio de todas las maravillas; cuando los acompañamos desde el campo de la Almozara, donde fuimos a esperarlos, hasta la casona de Rodrigo, atravesando toda la ciudad, se quedaron boquiabiertos ante los abigarrados puestos de venta, los tonos irisados de las alfombras y tapices, el brillo de las labores metálicas de los orfebres y los vivos colores de las especias. Diego, que acababa de cumplir ocho años, cabalgaba sobre mi mula asido a mi cintura; Cristina, de cinco, lo hacía con Martín Antolínez, y la pequeña María, de tan sólo tres, era llevada en brazos por Muño Gustioz. Jimena cabalgaba a la grupa del caballo de Rodrigo, y también se mostraba asombrada ante la abundancia de tiendas y mercancías.

La familia del Campeador se instaló en la casona de la huerta de las Santas Masas, que Rodrigo había ordenado decorar con jarrones de flores y tapices. Jimena parecía feliz, pero los niños requerían instrucción y para ello recurrí a Yahya.

—Los hijos de Rodrigo necesitan un preceptor —le dije al consejero de al-Mutamin.

—No os preocupéis, conozco al mejor maestro de Zaragoza; les enseñará gramática y matemáticas.

—Tal vez Rodrigo no desee dejar a sus hijos en manos de un maestro musulmán.

—No os preocupéis por ello, no se hablará de religión en las clases.

—Los niños no saben árabe.

—Tampoco supone ningún problema; el maestro que os refiero sabe latín y romance, pero no estaría de más que también aprendieran árabe.

Rodrigo aceptó esa propuesta, y los niños recibieron desde ese mismo día clases del maestro recomendado por Yahya en una dependencia que habilitamos para ello en la misma casona del Campeador.

El invierno fue largo y frío. Durante varias semanas sopló un inclemente viento del noroeste, tan helador y fuerte que algunas rachas eran tan violentas que llegaban incluso a derribar a un hombre. No teníamos otra alternativa que quedarnos en nuestras casas esperando que amainara el viento y salir al campo de la Almozara a realizar algunos ejercicios ecuestres para no perder el tono de nuestros músculos y evitar que se atrofiaran los de nuestros caballos.

Yahya me visitaba algunos días, bien solo, bien acompañado de alguno de sus sabios amigos, entre los que había un prestigioso médico, un filósofo e incluso un sabio judío que hablaba sobre los corazones de los hombres y de su unión con Dios. Y era curioso, aquellos hombres adoraban a Dios con distintos nombres, con distintas creencias y con distintos rituales, pero todos ellos hablaban siempre de Dios como el mismo ser, una especie de gran espíritu, «el intelecto agente» creo que lo llamaban, al que todo ser humano estaba abocado a unirse al final de sus días.

Yahya solía hablar con frecuencia de astronomía y se extendía en maravillosas descripciones sobre las órbitas de los planetas, la distancia a la que se encontraban las estrellas y la composición de los distintos niveles del universo. Yo no podía hacer otra cosa que escuchar sus parlamentos intentando comprender cuanto de sus labios salía.

Algunas noches, cuando el frío invernal no era demasiado intenso, paseaba envuelto en mi manto de piel de zorro y me acercaba hasta las huertas de las Santas Masas, desde donde contemplaba el cielo estrellado intentando recordar cuantas cosas me había enseñado Yahya sobre las constelaciones y sus estrellas, sus nombres, sus leyendas, y soñaba con volver alguna vez a mis tierras de Ubierna, donde el cielo es si cabe más limpio y más nítido y las estrellas brillan con más fuerza.

Fue aquel invierno cuando conocí a Leonor. Era una muchacha de dieciséis años, hija de uno de los clérigos mozárabes de la iglesia de las Santas Masas, adonde acudíamos todos los domingos a oír misa. Se sentaba en un banco a la derecha del altar, junto a otras jóvenes mozárabes. Me fijé en ella un día al salir del oficio religioso. Vestía como una campesina, con una saya a rayas azules sobre una camisa blanca que ajustaba a su talle con un grueso cordón. Se cubría los hombros con una amplia capa de lana gris y la cabeza con un gorrito que le tapaba hasta la mitad de las orejas.

Me llamó la atención su aspecto tímido y su porte esquivo, tan distinto al de las mujeres con las que los soldados solíamos alternar en las tabernas y en las posadas. Hasta entonces mis encuentros con mujeres se habían limitado a los mismos que la mayoría de los soldados solteros, y aun de los casados lejos del hogar, suele tener. No negaré que sentía un gran placer cada vez que me acostaba con alguna mujer, bien es cierto que unas me lo proporcionaban en mayor medida que otras, y que desde que lo hice con aquella criada en Vivar, el cuerpo de la mujer había dejado de ser para mí algo maléfico y demoníaco como nos habían enseñado a los novicios en el monasterio. Para un soldado, soltero como es mi caso, acostarse con una mujer significaba un verdadero remanso de gozo, unos instantes en los que la tensión de la batalla y la amenaza permanente de la muerte parecían detenerse y diluirse en las carnes tersas y suaves dispuestas al amor y al regocijo.

Tal vez por mis años en el monasterio, tal vez por el recuerdo de mi madre y de sus caricias, tal vez porque la mujer no me parecía ese ser abyecto y despreciable que algunos tratados dibujaban, yo nunca participé en las violaciones que practicaban los soldados de nuestra hueste cuando ocupábamos una aldea o saqueábamos una población. Es cierto que fui testigo de muchas violaciones y que la imagen de una mujer con las ropas desgarradas, tumbada de espaldas sobre el suelo con las piernas abiertas, a veces sujeta por varios hombres mientras uno de ellos la viola me ha perseguido en sueños durante buena parte de mi vida, ¿pero qué podía hacer yo por evitarlo? Aquellos hombres pasaban semanas, meses en ocasiones, vestidos con la cota de malla y la loriga de cuero, comiendo hierbas, raíces y toda clase de alimañas; ¿cómo impedir que tras el asalto de una aldea o de una fortaleza dieran rienda suelta a sus pasiones más bajas y asolaran las casas, se apropiaran de cuanto pudieran acarrear y forzaran a cuantas mujeres se cruzaran en su camino? He visto a hombres cabales enloquecer como posesos y comportarse como verdaderos salvajes tras haber vencido en una batalla después de varias semanas al acecho del enemigo, pasando privaciones sin cuento y sufriendo en sus carnes penalidades que muy pocos seres humanos hubieran sido capaces de soportar.

Sé que Rodrigo tampoco aprobaba ese comportamiento de la mayoría de sus hombres, pero él sabía que en las leyes de la guerra, leyes que no están escritas en ninguna parte y que ningún tribunal ha juzgado jamás, el vencido queda a merced del vencedor y al vencedor le pertenecen todas sus propiedades, incluidas sus propias mujeres.

Tal vez por haber presenciado tantas escenas de mujeres humilladas, la imagen de Leonor me pareció tan frágil como la de un pajarillo caído del nido, incapaz todavía de volar y a merced de cualquier alimaña.

Ya hacía algún tiempo que yo había cumplido los treinta años y era un hombre maduro, endurecido por la guerra y curtido por el sol, el polvo y el viento. Gozaba en Zaragoza de una alta consideración, como todos los capitanes del Campeador, y es probable que aquella muchachita tímida y de aspecto quebradizo hubiera oído hablar de mí y de mis hazañas junto a Rodrigo.

Aquella mañana lucía un tímido sol sobre Zaragoza y las jóvenes mozárabes paseaban tras la misa dominical entre los huertos de albaricoqueros y olivos de las Santas Masas. Me acerqué hasta el grupo donde estaba Leonor y las saludé:

—Buenos días, muchachas.

Algunas se apartaron a un lado atemorizadas por mi aspecto de fiero guerrero de piel curtida y barba y cabellos desordenados, y otras se taparon la cara con la mano sonriendo con falsa timidez.

—Buenos días, caballero —contestaron las más atrevidas.

—Mi nombre es Diego de Ubierna, capitán de la hueste del Campeador. Os he visto pasear y he creído que podría acompañaros; afortunadamente, hoy no sopla ese maldito viento.

—Cierzo, se llama cierzo —dijo Leonor.

—Sí, el cierzo. ¿Cuál es tu nombre? —le pregunté a Leonor acercándome a ella.

El resto de las muchachas, al notar mi interés por Leonor, se alejaron entre risas.

—Leonor; soy hija de Gundemaro, presbítero de la iglesia de las Santas Masas.

Pasamos el resto de la mañana conversando entre las tapias de los huertecillos. Leonor era la única hija de ese clérigo, pues su madre había muerto al nacer ella. Su padre era un influyente personaje entre los mozárabes zaragozanos, y algunos conjeturaban que sería su próximo obispo.

—¿Podré volver a verte? —le pregunté al despedirnos.

—Tal vez.

Volvimos a vernos varios domingos, a la salida de misa, y en mi corazón fue creciendo algo parecido a eso que los poetas musulmanes llaman amor y que es una extraña sensación que enciende el corazón en presencia de la mujer amada y trastoca los sentidos en su ausencia.

El amor había prendido en mi corazón como el fuego en la estopa seca. Aprovechaba cualquier circunstancia para acercarme hasta la casa de Leonor y esperar a que saliera para verla aunque fuera sólo unos instantes. Yo la doblaba en edad, y podría ser su padre, pero los matrimonios de hombres maduros con jovencitas suelen ser frecuentes, por lo que nuestra relación no era mal vista por cuantos la conocían.

Los rumores de que su hija se estaba viendo con uno de los capitanes del Campeador llegaron a oídos del padre de Leonor. El clérigo me abordó un domingo, poco antes de que comenzara la misa, y me dijo:

—Caballero, sé que andáis cortejando a mi hija. Es una muchacha inocente y dulce que ha sido educada para servir a Dios y a su iglesia. Vos sois un soldado, y como tal estaréis versado en amoríos y galanteos. Os ruego que no la mancilléis.

—Perdonad, señor presbítero, pero creo que os equivocáis al juzgarme. Antes de ser soldado profesé como novicio en el convento de San Pedro de Cardeña, y mi vida estaría, como la vuestra, consagrada a Dios si no hubiera sido por don Rodrigo, que me sacó del convento para servirlo. Cortejo a vuestra hija porque desde que la vi mi corazón quedó prendado de ella. Os aseguro que mis intenciones son honestas; jamás le haría el menor daño a Leonor.

—Ella parece disfrutar con vuestra compañía, y yo no voy a prohibirle que lo haga, pero recordad que es una doncella.

Nos seguimos viendo todos los domingos, e incluso algunos otros días en que ambos podíamos dejar a un lado nuestras tareas para pasear por la ribera del Huerva. Juntos descubrimos los primeros brotes de los manzanos a finales del invierno, cuando los días se alargan y el sol comienza a elevarse en el horizonte, el arrullo de las tórtolas sobre los álamos de la ribera, o las parejas de abejarucos tejiendo sus nidos en las ramas más altas.

Hablábamos de todo menos de guerras y conquistas, y hubo un momento en el que soñé que Leonor sería para mí como Jimena para Rodrigo.

Después de haber pasado una tarde con Leonor, regresé a casa poco antes de anochecer. Mis criados habían preparado una sopa de cebolla, huevo y pan y un guiso de carpas con ajo. Mientras cenaba intenté imaginar a Leonor a mi lado, como mi esposa, y me pregunté qué es lo que yo podría ofrecerle. Yo no era sino un soldado de fortuna, un desterrado sin hogar y sin patria, conmigo no tendría otro futuro que la amarga espera a que un día regresara de una batalla tullido, mutilado o quién sabe si muerto.

Me agradaba la idea de una casa llena de niños correteando a mi alrededor y la de Leonor aguardando mi llegada, y una cama limpia y caliente para compartir con ella.

Mi corazón se debatía entre las sensaciones encontradas de la pasión y la razón; ambas luchaban en mi interior por vencer e imponerse a mi voluntad contrita y entregada al amor.

Capítulo
XIV

E
n cuanto pasó el invierno, cesó el cierzo pero parecieron desatarse todos los truenos. Ibn Ammar, a quien al-Mutamin había concedido la alcaidía de un alejado castillo, acabó aburriéndose y reclamó volver a la corte. Para ello escribió al rey ofreciéndole la conquista del castillo de Segura, una imponente fortaleza desde la que se dominaban las rutas hacia Denia y cuya posesión significaba ganar este reino que había quedado en manos de al-Mundir.

Al-Mutamin envió a Ibn Ammar y a Yahya con un destacamento de un centenar de soldados, pero regresaron apenas transcurridos veinte días de su partida. La guarnición de Segura había atrapado a Ibn Ammar y había demostrado a Yahya que este personaje era un farsante que sólo pretendía su lucro personal y que no dudaría en traicionarlos. Yahya no tuvo otro remedio que regresar a Zaragoza. Más tarde supimos que Ibn Ammar había sido entregado al rey de Sevilla, su antiguo señor, quien lo había ejecutado con sus propias manos.

Ese mismo verano el rey de León y de Castilla comenzó el asedio de Toledo, talando árboles y asolando los campos cercanos. Desde que permaneciera allí exiliado, cuando su hermano don Sancho lo derrotó en Golpejera, don Alfonso había alentado en su corazón poseer esa ciudad. Toledo había sido la capital del reino de los godos, los primeros que gobernaron toda la Península, y don Alfonso, que como rey de León se consideraba sucesor de la herencia de los godos, ansiaba poseer esa ciudad en la creencia de que quien gobernara Toledo no tardaría en gobernar toda la Península.

El plan de Rodrigo para hostigar Morella desde la fortaleza de Olocau se había demostrado muy eficaz. Al-Mundir no podía soportar la existencia de ese castillo en sus posesiones y no dudó en pedir de nuevo ayuda a su aliado el rey de Aragón para realizar una campaña que pusiera fin a la presencia de tropas del Campeador en Olocau, lo que causaba enormes perjuicios a Morella y a toda su comarca.

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